Congelados sueños de grandeza

eduardo j. umaña
EDUARDIARIO
Published in
6 min readOct 5, 2016
La casa de Ronald McDonald.

Estoy frente a él, siento que estoy por cometer un grave error.

No es sorprendente que cometa errores graves con la mala calidad de decisiones que tomo. Estoy sentado dentro de mi carro, esperando a que la lluvia se calme un poco. Él me está viendo desde afuera, esperando a que cometa este error. Él me desea, quiere que tome la decisión. Una vez me rinda ante el deseo, seré suyo.

Detesto como él me juzga con su mirada perdida. Me hace sentir peor. La falsa rectitud con la que dirige a mí su plástica mirada es en si una broma. Una de sus tantas malas bromas. Lo detesto. Odio su pelo rojo, su piel blanca y su estúpida sonrisa. Es un payaso, él y su ridículo overol amarillo y esos detestables zapatos gigantes.

Al mal paso, hay que darle prisa.

Me preparo para salir bajo la lluvia, pasar de largo a Ronald y entrar al McDonald’s.

Sus hamburguesas están lejos de ser un platillo nutritivo pero es comida inflada con grasa saturada que siempre logra cumplir su cometido. Dicho cometido siendo consolarte con llenura pasajera. Necesito un poco de consuelo.

“Abriré la puerta del carro y correré directo en medio del vehículo japonés y el auto coreano, abriéndome paso rápido por el pasillo para entrar por la puerta del McCafé” pienso con gran orgullo de la ruta estratégica que me garantizará pasaje sin mojarme considerablemente. Ahora tengo todo bajo control control.

Hace unas horas recibí un correo que contenía los términos de oferta para aplicar a una plaza laboral. Pensé que por fin había llegado mi oportunidad de terminar mi desempleo. Pensé que las épocas de sequía laboral podían finalmente acabar. Pensé que este era el gane que necesitaba en mi vida. Es claro que pienso mucho porque no era sino otra decepción.

Revisé la oferta y, por ser un trabajo de consultoría dentro del Gobierno, debía llenar múltiples formularios, autentificar copias de mis documentos personales, conseguir comprobantes de solvencia con el pago de mis impuestos, confirmación escrita de antecedentes penales, los planos arquitectónicos de la casa donde vivo, una carta donde mi abuelita describa con detalle cómo conoció a mi abuelo y la lista del supermercado de hace 15 días. ¿Quién manda la oferta para aplicar a una plaza que requiere tanta documentación cuando tienes menos de 24 horas para presentar los documentos impresos, sellados y firmados en un ministerio que nunca figura en las noticias?

Existen dos tipos de personas que podrían estar detrás de esta broma nefasta: alguien que claramente no quiere darte una oportunidad justa o alguien tan desorganizado que desearías nunca tener que encontrar para tomar café.

Entonces, corro. Corro para seguir adelante. Corro para poder comprar un Cuarto de Libra con Queso. Corro para ganar con mi bendita ruta estratégica. Corro para caer.

Lamentablemente no consideré lo liso que estaría el piso. Obvié que el pasillo estaba enchapado con una muy fina cerámica de piso que se torna en la superficie más resbaladiza cuando está mojada. Pagué este crítico error de estimación de la peor forma. Doy un pequeño salto para librar el desnivel y aterrizo apoyando mi pie izquierdo primero, el derecho nunca toca el piso. Mi pie izquierdo nunca concreta su aterrizaje porque desliza, arrastrando el resto de mi pierna y ésta, jala con maldad el resto de mi cuerpo, cumpliendo de paso los caprichosos deseos de la poco perdonadora gravedad. Caigo de costado con un movimiento rotacional que me coloca bocarriba en cuestión de un segundo en pleno parqueo y debajo de la lluvia.

Es un desastre. Me levanto rápido y ni siquiera trato de buscar a mis alrededores a los que sin duda se están riendo por mi desastrosa caída. No pierdo el tiempo riéndome para mandar el mensaje de que estoy bien pero que solamente logra comunicar lo avergonzado que estoy.

Mojado, hago mi entrada al restaurante. Reviso los alrededores y respondo con indiferencia a las miradas de la gente adentro. Repaso mentalmente mi caída y encuentro refugio en la idea de que yo mismo la estoy encontrando chistosa a segundos de haber sucedido.

“¡Mi iPhone! Maldita sea, caí sobre mi iPhone…” haciendo el ejercicio mental de repasar mi caída me doy cuenta de que, por cómo caí, probablemente me estrellé sobre mi teléfono. Encerrado en la melodramática función que es mi vida pienso que mi suerte únicamente se mueve en dirección sur. Busco mi teléfono. El teléfono está intacto. Quizás, me quejo demasiado.

Trato de ignorar a la pareja que se besa con pasión y locura, presumiendo su perfecta relación frente a mi soltera y triste existencia que se limita a la vida social que me da Tinder cada noche a eso de las 20:00 horas, donde con grandes expectativas deslizo con valor para encontrarme nada más con conversaciones vacías o nuevos rechazos en forma de la ausencia de una respuesta.

Después del show, estoy frente a la cajera y sin titubear pido mi Cuarto de Libra con Queso y con agilidad que parece ensayada rechazo rápidamente su propuesta de agrandar mi combo. Ya estoy por consumir suficientes calorías de por si.

Saco mi tarjeta de crédito que en si es una acción que hace el argumento de otra derrota en mi vida por las deudas que tengo y antes de que pueda entregarla a la alegre e insistente cajera, ésta golpea con otra pregunta,

–“¿De qué sabor quiere su frozen?”

–“Yo no quiero ningún frozen”, contesto imponente y desafiante, haciéndome sentir como el cliente que soy.

–“Ya está incluido en el combo y siempre puede aprovechar el refill una vez se termine su frozen.”

–Después de pensarlo un poco, acepto renuente con un “está bien” al mismo tiempo asegurándome que sea sabor Coca-Cola.

Una vez termina este intercambio, me cobra. La cantidad cobrada es de $6.00 y algo no está bien. La última vez que compré un combo de hamburguesa en McDonald’s no valía $6.00… Pero pienso en la economía e inflación, y antes de que pueda preguntar algo, la tarjeta ha sido pasada por el post y el cobro ha sido efectuado. Todo pasa rápido. Tan rápido que mi próxima noción es estar sentado frente a mi combo de Cuarto de Libra con Queso con un frozen que nadie quería.

Quiero dejarlo ir pero mi neurosis no me deja y me lleva a revisar el ticket, donde sólo encuentro más dolor. No, no es mi nalga izquierda, la cual no me duele por haberse estrellado con tanta violencia durante mi caído. El ticket dice claramente que me cobraron $0.50 adicionales por este estúpido frozen que nadie pidió.

“No beberé este frozen que fue concebido en una cuna de engaños, manipulación y mentiras” despotrico en mis adentros, “beberé un buen sorbo y luego me pondré mi máscara de cliente enojado y demandaré una satisfacción por este engaño”, me digo para tomar por la fuerza algo de control en mi vida.

Al probar el frozen fabricado con las congeladas promesas de un mejor mañana y las dulces falacias con las que los vendedores se levantan cada mañana, me doy cuenta de que sabe muy bien. Demasiado bien. Mi enojo merma, mi calma aflora. Derrotado simplemente me pregunto la retórica, “qué gano reclamando” y probablemente tengo razón. Probablemente le escupan a mi bebida para vengarse de mis reclamos.

Me cuesta protestar aunque tengo toda la razón para hacerlo. Ya sea una oferta de trabajo que es mandada descuidadmente tarde o cuando te cobran demás por algo que no pediste en McDonald’s.

Es necesario que aprenda a no quedarme callado porque no sé cuando algo crucial en mi vida dependa de ello. Puede que no he conocido a la madre de mis hijos por estar muy ocupado guardando silencio pensando alguna estupidez o quizás hasta haya perdido algún trabajo.

Todas estás son cosas que evalúo con seriedad mientras tomo mi delicioso frozen de Coca-Cola.

Todo mono merece un premio por sus monadas, si te gustaron mis monadas, premia mi post con un 💚.

--

--