La versión más apuesta y sensual de Eduardo Umaña. Foto por bruce mars vía Pexels.

¿Dónde están mis Lucky Strikes?

Frescas noches en terrazas romanas.

eduardo j. umaña
EDUARDIARIO
Published in
4 min readFeb 27, 2019

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Ya son las siete de la noche pasadas y la temperatura a penas y llega a siete grados celsius. No es sorpresa que esta frescura ha hecho que el ritmo de la ciudad palpite más lento a penas está comenzando la tercera semana de enero, el invierno está en su apogeo.

El aire helado del ambiente congela la capa exterior de su indumentaria.

Hace a penas unos minutos caminaba por la calle junto a ella mientras cernía y hace menos minutos llegaron al apartamento. Había pasado tan poco tiempo desde que llegó que, aunque el calor de la calefacción lo comenzó a abrigar, ni siquiera había conseguido hacerlo recobrar su temperatura corporal y, aún así, estaba buscando sus cigarrillos para salir a fumar a la terraza.

Faltaban unos minutos para la cena y a pesar de eso no se había quitado ninguna de sus múltiples capas de abrigo, él iba hacia la terraza, regresaba al frío invernal al que su tropical cuerpo todavía no estaba acostumbrado.

Cuando abrió la puerta y puso su pie derecho a fuera, la frescura de la noche lo saludó con un muy frío y brusco toque, pero de igual manera y sin retraso el pie izquierdo acompañó al derecho. “¿Dónde está el cenicero?” se preguntaba en voz alta mientras buscaba en medio de la oscuridad, solo, pero rodeado por las luces de la calle y de los apartamentos vecinos. Los ruidos del vecindario no dejaban que su soliloquio fuera escuchado ni por él mismo lo que hacía más inútil que estuviese hablando en voz alta.

Finalmente encontró el cenicero que ella había dejado para él en la terraza. Era un cenicero bonito aunque con pinta algo antigua y aunque puso en duda de dónde lo sacó ella, no dejó que esto lo distrajera de su misión.

“¿Dónde están mis Lucky Strikes?” fue su segunda consigna la cual expresó durante la frenéticamente búsqueda tomaba lugar. Registraba cada una de las múltiples bolsas que tenía el par de abrigos que llevaba puestos; era muy evidente que no estaba acostumbrado a llevar puesta más que una camiseta negra y ahora tenía un par de ellas puestas además de todos los abrigos. El frío hizo que, una vez diera con la mentada cajetilla de cigarros, sacara uno sujetándolo única y precisamente con tres dedos. Luego lo puso gentilmente en su boca, sacó una caja de cerillos con el dibujo de un gato negro encima y, finalmente encendió su cigarro.

Esta convicción con la que buscó cumplir su misión de fumar confirmaría que era un fumador empedernido, pero de hecho no lo era. Cuando fumar no era una actividad social o algo que hacía cuando bebía whisky con alguno de sus amigos en su cálido patio hasta altas horas de la madrugada, era una buena excusa para salir a disfrutar de la noche y el frío. Noches cómo ésta son perfectas porque te permiten estar solo con tus pensamientos.

Esto era jústamente su propósito.

Saborear este momento. Aprovechar cada segundo. Miraba fijamente cómo se consumía el cigarrillo desde la tiza, abriéndose paso por el fuste. Detendría el avanzar de esa consunsión de serle posible, pero no estaba en su poder más de lo que estaba en su poder que estos minutos en la terraza no terminaran. Una vez terminara su cigarrillo debería entrar al apartamento a comer su cena y ese momento en la terraza habría concluído. Mientras entrara al cuarto, dándole la espalda a esa terraza, cada paso que diera lo alejaría más de la misma, cada paso que diera y cada prenda de abrigo de la cual se despojara lo colocaría más y más lejos de esa terraza y, esos primeros minutos en esa ciudad eterna –y en ese eterno apartamento– comenzarían a formar parte de sus memorias.

Ese par de minutos en el tiempo que utilizó para familiarizarse con el frío, el vecindario y absorber que al fin estaba allí, serían historia. Disfrutó su cigarrillo mientras cada jalón que le daba lo acercaba a su fatalidad, lo disfrutó porque todos los sacrificios habían valido la pena.

Al fin estaba en esa ciudad eterna, al fin estaba con ella.

Esos cortos instantes que estuvo solo en la oscuridad familiarizándose con el frío los ocupo sabiamente para pensar en todos los momentos que tenían ella y él por delante en el corto tiempo que tendrían juntos. Sabía que no podía detener el tiempo y que no ir a dormir no haría que el mañana no llegara, preservar el ahora era imposible por más que lo intentara. No necesitaba más muestra que ver que el cigarrillo estaba por morir. Una bocanada más lo terminó.

Finalmente estaba con ella y, eventualmente, estaría en otra terraza, estaría 9,896 kilómetros separado de ella y pensando en los días que pasaron juntos.

Era inevitable, pero así es la vida.

La vida está llena de efímeros momentos. Momentos que pareciera que son imposibles de disfrutar cómo quisiéramos porque son tan cortos y, de la misma forma, el ahora es lo único que tenemos así que hay que apreciarlo. No hay que atesorarlo porque eso implicaría tratar de guardar o proteger algo que no se puede guardar ni proteger. Hay que vivirlo apreciando y disfrutar cada segundo que tenemos y cada segundo que se escapa.

Las despedidas rara vez no son tristes, pero lo importante son los tiempos que tenemos con las personas y no el que pasamos separados.

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