Mucho ruido y pocas nueces

eduardo j. umaña
EDUARDIARIO
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6 min readJul 31, 2015

Mi mirada yacía perdida mientras me aventuraba a revisar la ventana, la cual estaba abierta. ¡El terror! Había realizado dicha revisión porque una repentina disminución en la temperatura estaba acompañada de sorpresivas brisas y esperaba que el exterior tuviese respuestas para mi. Hacía unos minutos el cielo estaba despejado y no estimé que fuera llover. ¡El error! Nubes negras, vendavales y las primeras gotas de lluvia corroboraban que el clima aquí cambia repentina y caprichosamente. Plena tormenta se avecinaba y yo estaba parado observando tan majestuosa y apocalíptica escena en lugar de apresurarme. ¡El temor! Tenía una importante reunión y se estaba haciendo tarde.

Salté a la ducha y me bañé con mi ya estandarizado sistema, el cual me permite no gastar más de 3 minutos en el baño. Me vestí y alisté mi computadora para el viaje. La banda sonora que acompañaba mi arreglo y preparación era la inclemente tormenta que azotaba con el rencor y venganza de su más reciente single. Era claro para mi que llegaría tarde pues aún tenía cosas qué hacer antes de partir. Llegaría tarde y empapado.

Fui de cuarto en cuarto y me cercioré de que ninguna ventana estuviera abierta durante aquella épica tormenta. Preparé mi tasa viajera con un poco de delicioso y necesario café negro. Busqué con desesperación el paraguas que usaría. En mi prisa, tuve que regresar a mi cuarto a recoger mi gorro, usarlo era vital para que la lluvia no estropeara mi excelente peinado. Realicé un inventario rápido de todo lo que necesitaba y revisé bien si ya tenía todo a la mano y guardado para mi viaje. Tanta mundana tarea antes de salir de casa me llevó a retrasar más mi partida. Al menos mi iPhone logró ganar más carga. Sí, casi olvido mi teléfono. ¡La torpeza!

Cuando finalmente estuve listo para comenzar mi viaje, la tormenta se había reducido a llovizna tan rápidamente como había aparecido la tormenta. Llegaría tarde pero no empapado.

Subí a mi carro con premura. La posibilidad de mitigar mi tardía impulsaba e influenciaba mi manera de manejar. La carretera más cercana, y mi favorita para esta ruta, se encontraba congestionada en la salida que debía tomar, lo cual es atípico a esa hora. Hice el caso de relajarme porque ya nada podía hacer para no llegar tarde. Disfrutaba de mi café y de la música rocanrol que sonaba en el estéreo en lugar de desesperar y funcionaba porque me encontraba en grandiosa trabazón. Fue ahí cuando sucedió y no logré aferrarme a esta calma.

Creo que quizás fue culpa de mis técnicas de relajamiento porque son demasiado buenas. Tan buenas que entre mi café y la música, me distraje y estimé mal la distancia que había entre mi no tan nuevo pero confiable y conservado vehículo francés y el nuevo, bello y deportivo vehículo japonés que estaba frente a mi. Pisé el freno con firmeza pero fue tan inútil como querer llegar temprano a mi reunión aquel día. Me detuve con contundente aunque no aparatoso impacto en ese bendito vehículo japonés.

“¡Puta madre! ¡Qué estaré pagando!”, exclamé para mi, abandonando cualquier atisbo de esperanza de llegar a mi reunión a tiempo. Demoré en salir del carro tantos nanosegundos como pude para no ver el daño por el cual, sin duda, iba a tener que responder. Mi sorpresa fue ver que el bumper del carro con el que choqué estaba aparentemente intacto y únicamente se había despintado tímidamente donde sucedió el impacto. Agradecí mi fortuna porque no tendría que llamar a la aseguradora ya que este ínfimo daño no ameritaba más que un pequeño trabajo de pintura que podía pagar en efectivo.

Bajo la lluvia me acerqué a conocer al desafortunado conductor al cual había infortunado. Era una mujer a la que estimé un poco mayor que yo, adulta y en sus tempranos treintas. Era toda una ejecutiva moderna, su atuendo así lo comunicaba. Tenía toda la indumentaria ejecutiva que una mujer de mundo usa hoy en día: los femeninos pero pudorosos tacones, el pantalón de traje sensualmente ajustado lo suficiente para no perder el respeto de sus compañeros hombres, una elegante blusa y el peinado, maquillaje y esmaltes mandatorios. Estoy convencido de que escondía el blazer que hacía juego con sus pantalones en algún lugar de su carro asiático. Era obvio que era una mujer importante, con prisa y sin tiempo ni paciencia para mi ofensiva irresponsabilidad. Aún así me dirigí a ella con humildad y sinceridad, pidiendo disculpas por el accidente y reconociendo la culpa por completo.

Pero esta mujer independiente no tenía tiempo para mi juvenil e impetuosa forma y me interrumpió cortando mi palabrería diciendo que iba a llamar a su compañía aseguradora. Una vez vio el daño reiteró que su auto era nuevo y que yo tendría que pagar. Después de ladrar sus intenciones y expectativas como si fueran amenazas, se encerró en su vehículo japonés y comenzó a realizar llamada y media. Al menos eso creo que hacía porque su novedoso auto tenía vidrios con polarizado más negro que mi mierda suerte. Me quedé, entonces, solo, parado en la calle y bajo la lluvia porque esta mujer me había dado la espalda justo como suele suceder con las mujeres que pasan por mi vida. Esta vez tuve la dicha de que al menos no tuve que desvivirme con conquistas para que ella me despojara de mi dignidad. Dulcemente lo hizo sin que yo lo pidiera.

Mientras esperaba, decidía si reír o llorar. Mi meditación fue interrumpida por la pícara y aventada sinceridad latina. Un desconocido pasó junto a mi, bajó la ventana de su carcacha y gritó, disgustado porque estábamos incrementando la torpeza del ya complicado tráfico, “¡Muévanse ya y no sean dramáticos, los carros no tienen nada!” y sin más, se fue tan cobardemente como había aparecido.

Mojado y decepcionado de todos los giros grises y oscuros que había tomado mi día desde que curiosamente había visto por la ventana, decidí revisar de cerca el daño de los vehículos. Mi carro ya tenía un parche despintado en el bumper porque el último retoque de pintura que le di fue uno muy malo, aparentemente; el carro de esta mujer feminista era muy nuevo y, pues, mi error hacía que el “bello” color blanco del vehículo fuera ensuciado por una despintada del tamaño de dos monedas de dólar. Triste del dinero que perdería por este accidente sacado de proporción con tanta irracionalidad, limpié el agua del “golpe” sólo para descubrir que no había despintado el bumper con el golpe. Un poco de la mala pintura de mi bumper había desprendido encima del intacto y nuevo bumper de ella.

La busqué para compartir las noticias. Toqué con gran sutileza al vidrio de su miserable vehículo japonés. Le mostré que realmente no había daño y le pregunté amablemente si todavía se daba por agravada y si podíamos continuar nuestros caminos. Tan poco responsiva como siempre, mi dulce y bella victima siguió sus soliloquios y murmuró “voy a decirle a la aseguradora que no venga”. Retornó al encierro de su vehículo para llamar mientras yo esperaba. Por mi parte, había decido sonreír porque todo se solucionó sin problemas. De repente y, sin pena ni gloria, esta mujer que claramente no tenía tiempo para mis bobadas se fue sin mediar mayor palabra. Y justo como las mujeres que pasan por mi vida, se alejó de mi con urgencia y sin respeto de mi persona.

Agradecido de que al menos mis finanzas no padecerían por esta broma, regresé a mi confiable vehículo y reanudé el disfrute de mi café y mi rocanrol. Manejé con cuidado hasta que llegué a mi destino. Ya sin prisa, caminaba y preparaba las disculpas que ofrecería por mi tardanza. Asimismo, planeaba la mejor manera de contar mi desventura. Todo este ejercicio mental fue fútil porque al llegar a la sala donde se celebraría la reunión descubrí que aún con todos mis retrasos fui el primero en llegar. ¡La suerte!

Ante tal espectáculo de sardónica ironía, sólo recordé las dulces palabras del hermoso James Altucher:

“Do your best every moment but let go of the results. Be loving with no expectation of love.”

Muchas veces me estreso preocupado por los resultados de mis esfuerzos y me deprimo cuando aparentemente mis pesimistas profecías se vuelven realidad, tanto así que olvido que la mayoría de las veces los problemas aparecen y desaparecen de forma tan inesperada, súbita y caprichosa como lo hace la pinche lluvia.

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