Vampiros burócratas del tercer mundo!

eduardo j. umaña
EDUARDIARIO
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6 min readOct 27, 2016
Bela Lugosi circa 1931, el chupacabras original.

Todos los que trabajan allí son unos vampiros.

El otro día pase casi una mañana entera y buena parte de la tarde en el Hospital del Seguro Social. Fue una tortura, un verdadero castigo infernal.

Estos desalmados chuparon de mi cuerpo toda alegría, ánimo y esperanza… Encima me drenaron de sangre. Si en la tierra hay una antesala del averno de seguro es la sala de espera del Seguro Social.

Esperar se convierte en la penitencia que hay que sufrir antes de poder donar sangre y, este acto abnegado, termina siendo un terrible castigo.

Real como es triste, el Seguro Social te castiga por hacer algo bueno.

Estuve convencido de que este lugar es el purgatorio desde que puse un pie en él. Entré a la sala y comencé a encontrarme ánimas que deambulaban y muertos vivientes administrando la divina sanción.

Mi hermana y yo estábamos allí para donar sangre porque un amigo de la familia iba a ser operado y el hospital exige donaciones de sangre para aprobar una operación y poder compensar la sangre del banco que se utilizará en el procedimiento.

No tengo criterio suficiente para cuestionar esta política. Supongo que no es como que pueden comprar sangre por eso es que la toman con tanta violencia como genuinos vampiros que son… Me pregunto si este proceso es igual en todo el mundo o es otra idiosincrasia del pésimo sistema de salud de mi país.

Encima de todo esto, tenía mis reservas sobre donar sangre. Nunca lo había hecho antes.

No tengo ningún problema con las agujas. Tampoco tengo problema alguno con ver sangre. Creo que las ansias de recibir resultados de los exámenes de sangre son los que hacen pedazos mi psiquis. Detesto los exámenes y detesto aún más y con toda mi alma esperar los resultados de exámenes.

No obstante estos problemas e inseguridades se ven pequeños cuando reflexionas que tú no eres el que será operado. Así que traté de comportarme como un héroe mientras pasaba por este difícil momento de prueba.

Aquella fue la mañana de los muertos vivientes… Lo primero que noté al entrar a la sala de espera es que estaba a cargo de zombis. Saludé amablemente a la recepcionista, me reporté y pedí información sólo para encontrarme con las habilidades de comunicación y servicio de un babuino cascarrabias porque le quitaron la banana. Acababa de entrar a un lugar de torturas infinitas.

Una vez terminé el incomodo y tedioso proceso de chequeo que hace parecer que un enema suene como un paseo al parque, comencé a purgar mi condena.

Esta condena comprendía una tortura cuya sencillez era burda al compararla con los imaginativos e intrincados círculos del infierno de Dante pero era mucho más efectiva y diabólica que cualquier martirio divisado por el poeta italiano. El nombre de esta tortura es esperar. Esperar, esperar y esperar… finalmente, esperar un poco más.

Cuando veía frente a mí los horrores de aquella sala pensé que ni de broma contemplaría la idea de visitar el baño pero después de tantas horas de espera tenía que ir. No iba a agravar la angustia de la espera aguantando las ganas de ir al baño. Es paradójico como un supuesto hospital puede tener un baño tan decadente e insalubre.

Regresé a mi a siento y escuché a la voz más indiferente y monótona llamar mi nombre. Nunca mi nombre tan cotidiano había sonado como la más bella de las trompetas victoriosas.

Como ganado al matadero fui al chequeo inicial. El intercambio de preguntas y extracción de una primera muestra de sangre fue tan impersonal y autómata que me sentí sucio. Creo que ni las putas son tan frías, distantes e indiferentes.

En un abrir y cerrar de ojos estaba sentado, esperando una vez más.

Esperaba entre un mar de almas desahuciadas como yo que crecían en números conforme se acercaba el medio día. Además, no importaba cuánto revisara mis redes sociales no encontraba escape real en la distracción de las mismas…

Comencé a estudiar a las ánimas en pena que entraban y salían. Muchas mentes pequeñas no lograban comprender lo que pasaba al entrar, no conseguían resolver los problemas más elementales y la petición de información los dejaba más perdidos que cuando entraron. Seguramente desesperadas y confundidas, salían sólo para volver a entrar y volver a comenzar. Creo que estaban convencidos de que esta fútil tarea iba a acelerar el proceso de espera.

Harto de este suplicio me acerqué a enfrentar a la meretriz que estaba a cargo de todas mis aflicciones con la esperanza ilusa de apresurar el proceso. La violencia de mi santurronería fue cortada de tajo cuando cerró las proverbiales puertas de su escritorio en mi cara para poder irse a almorzar.

Pensé que nunca saldría de aquella demoníaca cámara de espantos. Comencé a desenmarañar mi predicamento, ¿si todos se toman la hora de almuerzo, el proceso de espera queda en pausa? Pero antes de que pudiera sugerir alguna horrible respuesta a esta incógnita, me llamaron a pasar a donar sangre.

Estaba relajado a pesar de que era mi primera vez. Es más, estaba tan emocionado por haber pasado finalmente que estaba feliz por que perforarían mi brazo izquierdo. Como dije, no le tengo miedo a las agujas, le tengo miedo a que encuentren algo malo o extraño en mi sangre aunque yo mismo esté seguro que nada puede estar mal. El hecho de haber llegado hasta esta etapa creo que calmó mis miedos.

Me senté, me amarraron el brazo y me lo pincharon. La pinchada dolió un poco y no era de extrañar porque la perforación la realizaron con la que tiene que ser la más grande aguja que he tenido la suerte de tener atravesada en cualquiera de mis brazos. Así comenzó y terminó la succión, mientras veía las noticias internacionales. Irónicamente, la parte más sangrienta fue la más agradable de toda esta velada macabra.

Ejecuté mi salida lenta pero seguramente y aunque caminé parecía como si había un poco de ritmo y baile en mi andar. Vi que mi hermana era la siguiente y cuando pasamos uno a la par del otro no pudimos evitar celebrar con un “cinco arriba”, la pesadilla estaba por acabar.

Cumplí con este tiempo extra de espera con una cautelosa sonrisa en mi rostro. Pasó un tiempo prudencial y la hermana salió. Sin embargo sucedió lo peor y antes de que pudiéramos realizar nuestro escape, una vil enfermera llamó mi nombre. Mi mundo se derrumbó en pedazos y el sonido de mi cotidiano nombre se torna en una diabólica trompeta de juicio.

Volví a entrar al cuarto de donaciones temiendo lo peor… algo de seguro está mal con mi sangre. Se acabó todo para mí.

La enfermera me recibió con las siguientes palabras,

–“Disculpe. Lo sentimos mucho pero no podemos usar su sangre.”

Nervioso y alterado, indagué,

–“¿Por qué? Dígame la verdad, ¿está algo mal?”

Ella, claramente sabía poco o nada porque no era más que una técnico de laboratorio leyendo resultados, y sólo me comunicó que “encontraron un problema con mi sangre…”

Aterrado pierdo la razón y neurótico, demandé una respuesta. Ella, risueña, exclamó:

–“Es que su sangre es más alcohol que otra cosa.”

Confundido y desconcertado no tenía idea ni de cómo contestar a esta noticia pero la enfermera interrumpió mi pesadumbre con una solución “lo que sí podemos hacer con su peculiar sangre es preparar unos deliciosos Bloody Marys”.

Y los hicimos. Vaya que los hicimos.

Doctores, enfermeras, conserjes, conductores de ambulancia, personas de todas clases sociales, abandonaron sus diferencias y prejuicios para unirse a disfrutar de los más fuertes pero sabrosos cocteles que he preparado.

Al final, el día no fue un desperdicio completo porque se armó épica verbena en pleno Seguro Social.

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