Del humanismo como plaga

Para observar animales y hombres, nada como el zoológico de Chapultepec, nos enseñó Augusto Monterroso

Víctor Rodríguez Gago
El abolladero

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Que se nos fue la mano con el humanismo, lo prueba la utopía animalista hoy tan en boga o en calamar –a la plancha, por favor– . Una cosa es nombrar senador a tu caballo y otra, seguir traumatizados por lo de Bambi, buscándolo en todo lo que se mueve “pequeño, peludo, suave” debajo de cada fiera. Esta mañana leí un artículo para turistas que van a Tailandia este verano y están pensando en dar un paseo en elefante. ¡Qué bien suena: “Tailandia”!, dije para mis adentros, y luego calculé cuántos combates de kick boxing tendría que ganar para pagármelo. Combates a muerte, claro, y con cristales en los puños, que si no, no me llega para el billete de Air Thai. Por no hablar del resort con bungalós en pantalanes sobre agua turquesa, ni de Shimba, mi elefante porteador, paciendo tan ricamente cañas de bambú, mientras acabo mi siesta y le ordeno darme un volteo por la jungla. Para ese nivel, Maribel, creo que tendría que darme a la ruleta rusa en algún tugurio de Bangkok, como Christopher Walken en El Cazador –ya lo sé, putos frikis, no era Bangkok, sino Hanoi: que me mueva solo con el abono mensual de transportes no quiere decir que nunca he abierto un atlas geográfico–.

La autora del artículo denunciaba el maltrato a los elefantes que son amaestrados para pasear a turistas y pedir limosna en la calle. Cuando estés en Tailandia de vacaciones, acuérdate del sufrimiento de los elefantes. Describía cómo los capturan siendo solo unos cachorros. Y ahora, confiesa, ¿sigues queriendo ir a ese resort de lujo y darte un masaje, sabiendo que te haces cómplice de la tortura de bebés elefante? Se demoraba contando que, con los padres vivos, acercarse a las crías es imposible, así que matan a los adultos y se llevan a los recién nacidos, que se quedan quietos junto a los cuerpos de sus queridos papás, cobardemente asesinados. Eso, tú sigue haciendo la maleta como si nada, no sea que se te olvide el repelente de mosquitos; ¡que se jodan los elefantes! Luego –añadía– los encierran y muelen a palos para amaestrarlos según un ritual chamánico que dura varias semanas y culmina en la separación del alma y el cuerpo, si es que a los pequeños elefantes les quedan cuerpos y no se los han destrozado en la tortura. Ahora vas, y pides para cenar langosta cocida viva en tu resort de mierda, maldito fascista asesino de elefantes.

Ahora que lo pienso, estar en paro y leer artículos de viajes que nunca harás, artículos escritos por misioneros progres –la plaga humanista nunca va a países exóticos de vacaciones, sino de misiones– sobre lujos progres en diarios progres para mileuristas y demás gente abollada, tiene alguna que otra pequeña ventaja. Alivia no tener restricciones morales del tipo comercio justo, turismo sostenible y trato humanitario a los animales en complejos exclusivos para indigenistas biempensantes europeos. A diferencia de la plaga humanista, que ve un ser humano en todas las cosas menos en el hombre, uno puede disfrutar de la brutalidad y permitirse el lujo de tener, como Hamlet, sólo pensamientos sanguinarios.

En el capítulo cuarto de su Historia general y natural de Las Indias, Fernández de Oviedo cuenta que un negro cimarrón de La Española, un rebelde, un fugitivo de la esclavitud, ha vivido oculto y “en cueros” por las sierras de la isla durante doce años, en compañía de “una puerca e dos puercos mansos”, a los que adiestra para que cacen cerdos salvajes, “de los cuales hay innumerables en esta isla, de los que se han ido al monte de los que se trujeron de España”. El hombre vive, come y duerme “entre aquella su bestial compañía, rascando horas al uno e horas al otro”. Fernández de Oviedo nos proporciona dos datos muy valiosos: uno, no es un bárbaro, sino que “hablaba nuestra lengua castellana muy bien”; y dos, usa el idioma y la ciencia de los europeos para adiestrar a los cerdos para cazar y destripar a otros cerdos, de tal forma que “uno hacía el oficio de sabueso, e el otro de lebrel, e la puerca era consorte e coadjutor de los dos cuando era el tiempo que convenía ayudarlos”. Capturado por el capitán Antonio de San Miguel, la patrulla a su mando mata a los cerdos y se da un banquete con ellos. Fernández de Oviedo concentra entonces la intensidad del relato en el duelo del cimarrón, al que da voz por primera y única vez: “Estos puercos me daban a mí la vida e me mantenían e yo a ellos; eran mis amigos e mi buena compañía; el uno se llamaba tal nombre, e el otro se decía el tal, e la puerca se llamaba la tal (como él los tenía nombrados)”. La respuesta del capitán español, arrepintiéndose de haber matado a los cerdos, revela respeto por un pacto con la naturaleza que sólo puede cumplirse en la violencia. Para Fernández de Oviedo, no es posible humanizar a los animales sin animalizar al mismo tiempo al hombre en la violencia de la naturaleza. Sólo Bartolomé de Las Casas, Montaigne y sus acomodados tataranietos indigenistas de hoy siguen creyendo en la patraña del buen salvaje y las bestias mansas.

Hay que rescatar el humanismo de las garras de la religión, como hicieron nuestros ancestros del Renacimiento. Cuando Bacon entra en el jardín del conde de Arundel y ve las esculturas de desnudos antiguos, exclama: “The resurrection!”. Hoy el espíritu tridentino no se propaga desde los púlpitos, sino desde el mullido sofá urbano y occidental de la catequesis exotista. A veces sueño que los elefantes vienen de vacaciones a Europa y nos liberan.

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