Todos peluqueros

Mechas y mechones del sector de cardado popular de cabezas de pescado

Víctor Rodríguez Gago
El abolladero

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Los intersticios del barrio, entre el colmado chino del croar de vientres y el locutorio de analistas gritándole en el cubil a la parentela, se han petado de salones de belleza que son como el moridero de Mario Bellatín, hospicios de podredumbre, dispensarios de sopa y tinte de pelo a los desguaces de la Transición. A maquinilla o navaja, las cabezas de España –¡España! — tiran de la demanda interna en plena burbuja peluquera. Cabezas a todas horas por la pecera rotulada de moscas, boqueando el palique gañán de tertulias con teletienda; caretos como pelotas de bádminton, fijos en su capa de guiñol “piramidal y funesta” al modo del sueño de Sor Juana, rodando mechas y goterones de Grecian 2000 –cabezas bien asfaltadas– por las sienes y la gasa hacia el detector de radares capaz de una oda a un ministro. “¡Escuchen esta auténtica joya!”, exhorta el vendedor del noticiario de los obispos –zafiro a lo bruto él mismo: rutilante granizo–, y aprieta el botón del Angel Driver –cero en manicura, eminencias– : “Atención, radar a 500 metros, reduzca a 80”. Oída la joya, total para qué, la homilía sigue a 200 por hora ajena a los controles –“¿Qué hacemos con Cataluña, general?”.

El trasquile industrial de cabezas, el barrizal pinturero para alquitranar el adoquín y la caspa, se impone en las peluquerías abajofirmantes. El cambio de modelo productivo era abrir salones de belleza en todas las pantallas con cachos de tendones y en todas las portadas con olor a meado; la salida social a la crisis era lavar, cortar y peinar por cinco euros toda la morralla del tinglado, cabezas o muñones asomando como Nell y Nagg por el cubo de basura y gritando “¡mi galleta, quiero mi galleta!”.

Al comentar la entrega del Cervantes a José Emilio Pacheco, la dueña de uno de estos garitos de acicalamiento de muertos dijo con un pronto de flequillo: “Le han dado el Cervantes a un gran desconocido”. Y una economista, muy preocupada por el inminente rescate financiero de España, intervino sólo para encomiar lo campechano que es el Rey I y añadir, de su propia cosecha: “Le han dado el Cervantes a un gran desconocido”.

Cuando Vargas Llosa y Cortázar se las tienen tiesas con Óscar Collazos sobre el tema de la libertad artística frente al realismo socialista, Cortázar se lanza a toda mecha en el cohete divino de la libertad, pero luego lo frena en seco con un: “¿Qué pensará de todo esto Fidel?”, ansioso de la propulsión definitiva, como alongándose por el ojo de buey al vacío, donde no es la crítica, sino la brutalidad del poder, lo único que cuenta.

La pregunta de Cortázar es hoy una inquietud sin sentido en las peluquerías que hacen la raya al pellejo raído de los consensos. Preguntar qué se debe pensar, cuando todo es corte cuartelero y tinte de garrafa, es una frivolidad. Basta con pasar por delante de la morgue acristalada del salón de belleza para ver las mentiras peinándose lacias como lombrices en las cabezas putrefactas.

En The testament of Mary, Colm Toibin imagina un tenso diálogo entre la Virgen, anciana en Éfeso, y los discípulos, un grupo de fanáticos que la mantienen prácticamente secuestrada porque ella sabe que no es verdad lo que están contando de su hijo: ese hechicero que resucita muertos, expulsa demonios y hace hablar a los mudos, de palabras oscurecidas por la jerga de sus seguidores, no tiene nada que ver con el maestro ágrafo de las sencillas bienaventuranzas y el claro mandamiento del amor que ella conoció. María les pregunta por la razón del brutal sacrificio de su hijo:

Ha sido para salvar al mundo y para darnos la vida eterna –responden los discípulos.

–¿A todo el mundo? –pregunta la madre de Jesús.

Sí, a todo el mundo.

No valía la pena.

De país de albañiles y camareros, se ha pasado a hinchada peluquera arreglando el mundo. Keynes se equivocó al quitarle hierro a las consecuencias a largo plazo de un Estado providente: dentro de cien años, todos calvos, parece que dijo, donde debió decir: “todos peluqueros”. Cada cual quiere cortar y teñir más, “y se vale de su vaso de veneno”, como vio Carlos Edmundo de Ory, otro gran desconocido.

¿Qué pensará de todo esto Ángel Driver?

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