El Genio Maligno de Philip K Dick

Matías Blanch
El Bigote Lector
Published in
8 min readDec 13, 2020

Supondré, pues, no que Dios, que es la bondad suma y la fuente suprema de la verdad, me engaña, sino que cierto genio o espíritu maligno, no menos astuto y burlador que poderoso, ha puesto su industria toda en engañarme

- “Meditaciones Metafísicas”, Descartes

Un poco sobre Descartes

Cuenta la leyenda que René Descartes, un filósofo y aventurero francés, se internó en una habitación para alcanzar verdades indiscutibles a partir de una duda inmisericorde que desbarataba cada certeza, cada enseñanza, cada costumbre que había adquirido hasta dejarlo, en términos epistémicos, “en la Pampa y la vía”, o sea, quebrado de certezas.

Su sistemático procedimiento de duda racional asume que no se puede confiar en las percepciones porque estas son falibles o pueden ser el producto de un sueño vivido o una enfermedad. Pero va un paso más allá y se imagina un espíritu maligno que podría estar engañandolo sobre todo.

¿Cómo sale Descartes de este pozo que el mismo se cavó? Primero, se asienta en una verdad indiscutible que se ha hecho famosa, y trescientos años más tarde la seguimos bastardeando para cuanta pavada se nos pasa por la galera. Aún si un espíritu malvado lo engaña, hay alguien que es engañado, un yo es engañado. Puede no estar seguro del contenido de sus pensamientos pero no puede dudar de que hay un yo que piensa.Y mientras ese yo piense, no cabe duda, de que existe. De ahí la archí manoseada expresión: pienso luego existo, cogito ergo sum.

Una biografía de la mente

Emmanuel Carrère en su libro: “Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos”, traza lo que me gusta llamar una psicobiografía del autor norteaméricano de ciencia ficción, Philip K Dick (en adelante, PKD). Es una obra más cerca de la literatura (que se atreve a los hechos) que de periodismo (que se atiene a los hechos). Al menos, de lo que entiendo por periodismo serio.

PKD nació cuando los nazis tomaban el poder en aquella Alemania de la tambaleante república de Weimar y vivió lo suficiente para ver a Reagan convertirse en el cuarentavo presidente de Estados Unidos. El mundo durante esas décadas pasó de la tragedia del totalitarismo nazi y la guerra total a los años dorados del capitalismo de posguerra, la guerra fría, el surgimiento de la contracultura, las drogas recreativas, Vietnam y ese especie de termidor del zeitgeist optimista y militante que fueron los 60 y 70 con el ascenso del neoliberalismo con Reagan y Thatcher sus exponentes más populares.

PKD fue un niño especial, un ñoño fuerte que leía vorazmente al punto de estudiar los manuales de psicología para poder pasar los test psicológicos o fingir cualquier trastorno. Algunas de estas características que lo hacían especial también le impidieron desde temprano integrarse en la vida social. Comenzó a escribir desde joven pero el reconocimiento tardó décadas en llegarle, posiblemente, porque la ciencia ficción no era reconocida como un género serio.

Durante un par de años, bajo la presión de su segunda esposa, intentó ser un escritor mainstream pero no tuvo éxito. El stress, un matrimonio infeliz y el abuso de sustancias para poder mantener su ritmo de trabajo lo llevaron al primer enfrentamiento con su Genio Maligno. Alucinó con un rostro malvado que lo vigilaba desde el cielo. Este hecho quizás fue uno de los cruciales para empujar a PKD al catolicismo al que se mantuvo “fiel” el resto de su vida. Es dudoso hablar de la fidelidad de PKD al catolicismo porque con los años fue desarrollando su propia teología que no era muy ortodoxa.

Carrère hace el maravilloso trabajo de mostrarnos al autor desde adentro. No como una crónica de los hechos concretos de la vida del americano. Al contrario, escasean las referencias temporales y espaciales a excepción de las indispensables para darle contexto al mundo interior del escritor. Es una reconstrucción fascinante en la que uno se olvida que no esta reproduciendo el dialogo interno del escritor sino una recreación, un ejercicio de imaginación de otro escritor, con sus propios sesgos.

El PKD de Carrère es un Descartes que nunca salió de la habitación donde se interno a pasar en limpio sus meditaciones. Nunca encontró la solución que lo rescatara de esas cadenas que como un Houdini de la filosofía se impusó así mismo. PKD es Descartes, atrapado en su propia mente, oscilando entre la paranoia, el delirio, la duda y también la lucidez. Fue un Houdini, pero uno fallido que se ahogó en sus elucubraciones metafísicas.

Descartes logra salir del pozo donde lo dejamos apelando a Dios. Este aparece como garante de sus pensamientos y la perfección de Dios es algo inobjetable porque una idea como la de Dios uno no puede inventarla de la nada. Este tipo de razonamiento, esta certeza de que ciertas ideas son tan poderosas que no podemos inventarlas, también vamos a verlo en Dick.

Para ambos, hay un Realidad forzosamente verdadera pero, posiblemente, oculta, elusiva. No sorprende que ambos recurrieron a un mismo recurso para salir de sus dudas: Dios. Es el garante en las Meditaciones Metafísicas de que en la medida que el hombre no transgreda su capacidad de conocimiento y solo acepte ideas que sean claras y evidentes, no hay peligro de errar y solo el orgullo de ir más allá es lo que lo pone en peligro de equivocarse. Descartes sale de la habitación convencido que él existe, Dios existe y el conocimiento es posible. PKD siguió golpeando los barrotes de su prisión auto impuesta hasta el último día de su vida.

Aunque abrazó el catolicismo, se bautizó, concurrió a la iglesia, no tuvo el mismo efecto salvífico que en el filósofo francés. Solo le dió un nuevo color a sus dudas y hasta un nuevo sentido a sus delirios cuando décadas más tarde pensó que fue contactado por una secta de cristianos gnósticos que usaron un collar de un pez para despertarlo y que asuma su rol como profeta moderno. “El contacto” fue una mensajera de una farmacia que le trajó un analgésico que había ordenado por teléfono. Llevaba un collar con un pez, nada sorprendente en los EE.UU de los 60' con el surgimiento del New Age. Esa coincidencia fue suficiente para encerrar a PKD, de nuevo, en la habitación cartesiana de la duda y la iluminación, en un bucle infernal.

PKD es el Descartes de la era atómica, de la psicodelia y la paranoia de la infiltración soviética, atrapado en la habitación de su propia mente convertida en una prisión de cuestionamientos metafísicos que para cualquier otro ser humano, se desvanecerían apenas termina la pausa comercial, pero para el escritor es una obsesión de la que no puede escapar.

El mismo se siente separado del resto de la humanidad, esa barrera invisible que todos los depresivos sienten lo separa de los otros, incapaces nunca de la certeza de ser entendidos ni de entenderlos ¿Los demás son replicantes o es que uno es el replicante? ¿cómo puedo saber si los demás son reales si ni siquiera yo puedo estar seguro que mi vida no fue implantada? Esa pregunta esta presente en sus obras porque esta presente en sus propias meditaciones, en sus propios temores.

Mi recurrente abuso del concepto budista del sufrimiento dicta que uno es definido por la forma en la que lidia con ese dolor en su relación los demás. Siempre buscó estar acompañado porque era su forma de poner coto a ese dolor pero no para compartirlo, como exprese en mi reseña de “De vidas ajenas” (también de Carrère) en el amor transpersonal, sino para delegarlo en el otro. Sus sucesivas relaciones sentimentales repiten una otra y otra vez su egoísmo e incapacidad de asumir la responsabilidad de su propio dolor y el dolor que producía a los demás. Carrère rescata momentos donde PKD tiene raptos de lucidez sobre su responsabilidad en el dolor ajeno pero, como muchos otros momentos de claridad, sus hábitos son más fuertes y vuelve a ser el mismo.

Aún consciente de sus raptos de paranoía, luego del episodio del “contacto” con “cristianos gnósticos”, estuvo convencido, o todo lo convencido que un tipo que duda constantemente de todo y hasta de sí mismo puede estar, de que se libraba una guerra secreta y él era espiado constantemente porque era una pieza clave de esa guerra invisible.

Los anormales

Como especie mutamos constantemente. Un mecanismo que alguna vez favoreció nuevas permutaciones genéticas que nos dieron más chances de sobrevivir y prosperar como especie. En la media, las desviaciones son pequeñas y se diluyen en la normalidad de la masa. Pero a veces, algunas configuraciones son tan singulares que arden como pólvora húmeda: humo espeso, repentinos fogonazos y un puff final. Quizás él expresó una configuración altenativa donde la paranoia es el motor de la especie.

En ese mundo alternativo, uno no sale victorioso por derrotar al miedo sino por demostrar que esta justificado. La Guerra Fría fue el ejercicio colectivo más grande y más peligroso de paranoia de nuestra historia. Philip K Dick fue la expresión individual de esa paranoia que aún cuando el macartismo ya había desaparecido como cruzada, no desapareció como gen de esa cultura. El escándalo de Watergate reveló hasta sensata esa paranoia como muchos amigos del escritor tuvieron que admitir cuando explotó en los medios. Demostró que la paranoia de PKD tenía algún asidero fuera de su cabeza y la retroalimentó.

Su obra

Su primer novela de éxito fue “El hombre en el castillo” (actualmente adaptada por Amazon) donde los aliados perdieron la 2da guerra mundial y USA está dividida entre Japón y Alemania. No obstante, una novela circula clandestinamente describiendo un mundo donde los aliados ganaron. PKD utilizó el I Ching para guiarse y la novela plantea las elucubraciones que obsesionaron al americano durante toda su vida: ¿nuestra realidad es Real o una Ilusión? Si es una ilusión ¿cómo puede saberlo?

Estas preguntas cartesianas son parte del arsenal de tópicos que repite en toda su obra: realidad, ilusión, memoria, drogas, espionaje, manipulación y duda, una duda cartesiana que naufraga incapaz de encontrar un puerto. Sus novelas rara vez terminan bien y dejan al lector inquieto. A Carrére le interesa mostrarnos la mente de ese escritor mientras estas preguntas que aparecen en sus novelas lo perturban en el mundo real. Son un reflejo de sus propias preguntas, de su propia vida y también del sentido del mundo tal y como él lo vivió.

En su última década de vida, osciló entre la convicción de ser un profeta contactado por los soviéticos, cristianos gnósticos, Dios mismo o aceptar su locura. En esa época, escribió lo que él llamaba una “Exégesis”. Una especie de diario, auto dialogo entre múltiples voces que lo habitaban, incluyendo el escéptico, donde pretendía interpretar los sueños y alucinaciones que tenía convencido por momentos de que eran mensajes telepáticos, saberes codificados en su subconsciente o señales divinas y si los comprendía la realidad se le revelaría. Al momento de su muerte, su “Exégesis” tenía miles de páginas en las que da vueltas como un perro que se muerde la cola.

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Matías Blanch
El Bigote Lector

Lector, aprendiz de filósofo, artesano del código, rolero. IG @elbigotelector