Relación kentuki

Matías Blanch
El Bigote Lector
Published in
6 min readJan 14, 2021

NOTA: el siguiente artículo contiene spoilers.

La contratapa del libro anuncia que la novela trata “la compleja relación que tenemos con la tecnologia” pero, en mi opinión, la autora usa la tecnologia como una excusa para explorar un tema atemporal: nuestra relación con el Otro.

Un kentuki es un peluche con una capacidad de movimiento limitada. Esta equipado con micrófono y cámara de video. Necesita recagarse regularmente y solo puede emitir unos sonidos toscos que corresponden al animal que imita el peluche.

El kentuki es una interfaz entre dos personas: el dueño del kentuki (al que llamaremos “tener-kentuki”) y otro ser humano que paga por ser un kentuki (por consistencia y vicio heideggeriano, vamos a denominarlo, un “ser-kentuki”). Ni el dueño sabe quién va a ser el ser de su kentuki ni su controlador qué kentuki le va a tocar. Es una ruleta para ambos.

La novela está estructurada como un mosaico de historias más algunas que funcionan como interregnos, comienzan y terminan en un par de páginas con un final más bien abrupto.

Las historias principales podemos dividirlas entre los “ser-kentuki” y “tener-kentuki” pero hay dos particulares: Emilia, una mujer mayor, que empieza como “ser-kentuki” pero recibe uno de regalo, adquiriendo el doble status de “ser” y “tener”, clasificación inspirada en ella. El otro caso atípico es Grigor que durante casi toda la novela es un indiferente revendedor de “ser-kentukis” hasta que las circunstancias lo obligan a involucrarse.

La interpretación primaria es que esto es un metáfora de las redes sociales y, en cierto modo lo es, pero solo porque estas en su esencia son pobres imitaciones, sino perversiones, de las relaciones interpersonales. La relación-kentuki es una expresión más auténtica y problemática que cualquier red social sobre las relaciones existenciales aún cuando las reduce a ciertas características sobresalientes para cada usuario mientras abstrae otras.

En la misma novela, hay algunas señales que la idea de la ubicuidad de la tecnologia, la vigilancia o el anonimato no son su combustible. Una de ellas es un comentario de Alina, una “tener-kentuki”:

“no ser nadie es también una forma de anónimato”.

Otra señal es una de las historias breves donde dos “ser-kentukis”, son ellos los vigilados, en vez, de darse la relación natural de ser ellos los que vigilan y acechan desde el anónimato de sus peluches cuasi mudos.

También hay otros dos elementos más que no tienen sentido si son interpretadas desde lo tecnológico:

  • cuando una conexión se corta, ya sea porque el kentuki se rompe o se queda sin bateria, no hay retorno. El kentuki no funciona más, está “muerto”.
  • los kentukis no hablan, solo emiten sonidos. Hay una asimetria en quién habla y quién solo puede escuchar y ver.

Ambas características son inverosimiles con el desarrollo técnico actual. Su presencia es adrede para construir un tipo de relación que resalta ciertos aspectos de todas las relaciones humanas.

Un poco de Hegel

Lo que busca el “tener-kentuki” no es diferente de lo que busca el amo en la dialéctica hegeliana de amo y esclavo: reconocimiento, pero el kentuki en tanto objeto es incapaz de darlo completamente sin darle una entidad. El “ser-kentuki” aún cuando tiene el poder de la “mirada”, está limitado a la arbitrariedad del amo y la libertad tiene el riesgo de la muerte, la desconexión definitiva.

La relación entre “ser” y “tener” recuerda la relación amo y esclavo de Hegel. Para este filósofo, los hombre son consciencias deseantes: desean el deseo del Otro. El amo busca el reconocimiento aún a riesgo de morir. Y el esclavo, por temor a morir, se niega su deseo y se somete al amo.

Los tener-kentuki buscan el reconocimiento de los ser-kentuki y estos a su vez aceptan este rol so pena de ser desconectados. Ni uno ni otro quieren llegar a este punto. Hay una necesidad mutua. Sin embargo, la relación kentuki presenta una limitación que es insalvable: la comunicación es incompleta, solo funciona en una dirección. “Tener” es hablar. “Ser” es escuchar. A menos que establezcan un acuerdo para comunicarse más allá de las limitaciones impuestas, la relación kentuki es asimetrica.

Alina, una joven que acompaña a su pareja, un artista, por todo el mundo donde este presenta sus obras, esta decidida a no darle voz a su kentuki, a no inventar ningún medio de saltear la incomunicación. Ella, a su vez, se siente sin voz en su relación cono su novio, Sven, y sostiene esa asimetria con su kentuki. Solo quiere ser ad-mirada, desea esa asimetria, posiblemente para compensar la relación con Sven.

Otra relación kentuki es la de Enzo, un padre divorciado que no logra conectar con su hijo y que es despreciado por su ex. Hace lo contrario que Alina y busca romper el silencio de su kentuki.

Ambos desean al Otro y trasladan el reconocimiento que no reciben de su pareja o ex-pareja hacia los kentukis. No obstante, acá se revela el significado del kentuki. El peluche es la interfaz entre ambas consciencias pero también es la barrera. Es una manifestación del vínculo y separación entre nuestas consciencias. Los ojos electrónicos del muñeco ocultan la esencia humana que lo controla tanto como los ojos de los seres sintientes ocultan la psyche que los habita. El lenguaje solo puede expresar un fragmento del mundo que enuncia así como la interfaz-kentuki solo puede mostrar una sombra del Otro.

En la novela, el misterio de lo que hay más allá se revela brutalmente para ambos: el ser-kentuki, víctima de una Alina tóxica y sadica, es un niño que sufre sin comprender el maltrato; y el de Enzo, en quien deposito la esperanza de una amistad, un presunto pedófilo.

Los ser-kentukis expresan un deseo de ser, de participar en la vida del Otro. Marvin, un niño que perdió a su madre y pasa sus días en soledad, confinado “estudiando” en el escritorio de su padre. Y Emilia, una mujer mayor con un contacto esporádico y superficial con su hijo adulto. Ambos buscan reconocimientos perdidos e irrecuperables: Marvin, el de su madre. Emilia, el de su hijo. Ambos se aferran a su papel de ser-kentukis y sus búsquedas personales pero aterrados de “morir” y perder esa relación, esa última oportunidad de vivir aunque más no sea a través del proxy de un peluche con ruedas.

Hay una dialectica en juego que colapsa, antes de la conclusión de la novela, con el fin de esas relaciones kentukis. No es casualidad que lo que busca Marvin es lo que quiere dar Emilia. Y lo que quiere Alina es lo que ofrece Enzo. No lo es porque son los extremos de toda relación reciproca. Algo que la asimetria de la relación-kentuki no puede dar sin doblarse hasta romperse.

El deseo humano está lleno de duplicidades. Marvin es el caso más patente en su búsqueda de la nieve. Es evidente, que busca revivir el cariño de la madre, busca la armonia de lo perdido. Su muerte-kentuki es acompañada con la frase:

La mano del padre lo empujaba ahora por la espalda. Escalón tras escalón, cada vez un poco más abajo.

Marvin pierde la oportunidad de “ser” que le ofreció el kentuki liberado y se convierte en el “tener” de su padre. Una relación vacía de amor, de intimidad. Para Emilia, el fin de su relación-kentuki se da con la realización de su auto-engaño, de que la vulnerabilidad que percibe en su “tener-kentuki” es solo una excusa.

Lo que Grigor vende es la esperanza de elegir quién ser en esa relación. Vende kentukis preconectados a clientes que desean una experiencia en particular y no soportan la aleatoriedad, como los kentukis que conectados en el hogar de ancianos se desconectan, quizás desilusionados de un destino al que intentaron escapar al asumir el rol de “ser-kentuki”.

Entre las historias breves, sobresalen las que muestran el sadismo tanto de un lado como otro de la relación: el kentuki que apenas conectado ataca a sus amos, u otro que apenas es asesinado por el comprador. La búsqueda del Otro corre el riesgo de corromperse y volverse tóxica en la desesperación por alcanzar reconocimiento aún carente de afecto.

Las “muertes” de kentukis, al final, de la novela son un simbolo de la superación o fracaso de las relaciones. La relación muda y servil que pone en contacto inicialmente a “ser” con “tener” no puede perdurar sin resolución por mucho tiempo. Una relación genuina requiere un dialogo, dos logos, dos voces que hablan y escuchan. Sin un esfuerzo por alcanzar este tipo de relación, quedamos atrapados entre los ojos sin vida de un peluche.

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Matías Blanch
El Bigote Lector

Lector, aprendiz de filósofo, artesano del código, rolero. IG @elbigotelector