Del miedo a los avances científicos

Guillermo Peris
El blog de Melquíades
10 min readJun 15, 2015

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Del ferrocarril a los transgénicos

Desde que el hombre es hombre, desde el primer avance tecnológico de la humanidad, el miedo a lo nuevo y lo desconocido ha contribuido a colocar palos en las ruedas a la ciencia, usando para ello como únicos argumentos la superstición y las creencias. Por suerte, el paso del tiempo ha ayudado a derribar las barreras de la ignorancia y cosas que hasta no hace mucho la sociedad consideraba potencialmente peligrosas, han sido aceptadas e incorporadas a nuestra vida cotidiana. Pese a esta experiencia del pasado, nuevos avances del presente siguen generando miedo y rechazo.

El pasado

Uno de los grandes avances tecnológicos que contribuyó a la revolución industrial fue el desarrollo del ferrocarril. James Watts inventó el motor de vapor a mediados del siglo XIX, registrando la primera patente de su descubrimiento en 1769. La primera locomotora funcional se presentó en Inglaterra en 1825 con el nombre Salamanca, pero no fue hasta 1830 cuando se inauguró la primera línea comercial entre Liverpool y Manchester.

Locomotora Salamanca (fuente).

Como ocurre con tecnologías acabadas de surgir, el ferrocarril empezó a despertar las suspicacias de distintos sectores sociales. Estas dudas sobre sus posibles efectos nocivos en la salud y el medio ambiente se vertebraron en tres frentes distintos: rechazo científico, social e institucional.

Rechazo científico

Pasaron pocos años desde que los primeros científicos se apuntaron a alimentar el miedo a las nuevas líneas de ferrocarril. Por ejemplo, en 1835 los miembros de la Academia de Medicina de Lyon se preguntaban «si valía la pena arriesgarse a subir a un tren y padecer daños en la retina y problemas en la respiración debido a la alta velocidad, y a que las mujeres embarazadas pudieran sufrir abortos involuntarios debido a las sacudidas.»

En febrero de 1862, la prestigiosa publicación médica The Lancet publicaba una serie de artículos sobre los peligros de viajar en tren, entre los que se analizaba su efecto en el cerebro y el útero, así como los daños que podía provocar un número excesivo de viajes.

Rechazo social

La expansión del ferrocarril en Inglaterra tuvo una gran contestación social. Por un lado estaban los grupos que tenían miedo a esta nueva tecnología y protestaban cuando había rumores de que una nueva línea iba a pasar cerca de sus casas (incluso aunque fuera a varios kilómetros de distancia). También hubo acciones de protesta de asociaciones que, pese a no estar en contra del ferrocarril en sí, temían el efecto que pudiera causar en el paisaje. Posteriormente, las protestas se canalizaron hacia las empresas que monopolizaban la construcción del ferrocarril.

A este rechazo social también contribuyeron los primeros accidentes ferroviarios. La primera muerte debida a un tren fue la de un parlamentario de Liverpool, William Huskisson, al intentar éste subir al tren en marcha. Pero sin duda el caso más conocido por su presencia en los medios fue el de Charles Dickens, que estuvo a punto de morir al descarrilar el tren en que viajaba en un puente, siendo el vagón en el que iba el escritor el único que no cayó al río.

Ilustración del accidente de tren en el que se encontraba Charles Dickens (fuente).

Rechazo institucional

Aunque en el caso de la expansión del ferrocarril la postura institucional no fue tan tecnofóbica como lo sería hoy en día, una parte de las instituciones locales se manifestó en contra de las líneas férreas, sobre todo por la influencia de los granjeros, terratenientes y clases acomodadas. La idea de que un tren pasara por sus tierras les hacía temer que pudiera afectar a sus cultivos y su ganado. Por ello, cada línea ferroviaria debía ser debatida y ratificada por el parlamento de forma independiente.

El presente

Hoy en día nadie parece tener miedo de subir a un tren y de las consecuencias sobre su salud (más allá de accidentes, claro está). Sin embargo, la fobia hacia los nuevos avances tecnológicos sigue existiendo y se repiten los mismos clichés de los inicios del ferrocarril: alarmas injustificadas sobre los peligros para la salud, prejuicios de algunos científicos respaldados por (pocas) publicaciones científicas, alusión a los intereses de grandes multinacionales implicadas en el desarrollo del invento… La diferencia con la época victoriana inglesa es que hoy internet permite la difusión de estos bulos con mayor rapidez y extensión. Todos hemos oído algunas de estas paranoias (incluso puede que alguno de los lectores de este artículo las tome como ciertas): los móviles provocan tumores cerebrales, las vacunas causan autismo, el wifi se asocia a problemas de salud, los conservantes y aditivos alimentarios son responsables de muchos tipos de cáncer... Pero si hay un caso paradigmático del miedo actual a los avances tecnológicos es la oposición a los organismos modificados genéticamente (OMG), conocidos en general como transgénicos (aunque ambos conceptos son distintos).

Los alimentos modificados genéticamente no son precisamente populares entre la sociedad.

Una especie transgénica es aquella en cuyo ADN se ha introducido un gen de una especie distinta mediante técnicas de ingeniería genética. Por ejemplo, la insulina que se inyectan actualmente los diabéticos la fabrican bacterias en cuyo genoma se ha insertado el gen humano que se encarga de producir esta hormona. Si estamos interesados en que el arroz contenga una mayor cantidad de vitamina A basta con insertar en su ADN un par de genes y así alimentar con este arroz a poblaciones con un déficit de vitamina A en su nutrición, como se pretende con el proyecto arroz dorado.

Pese a estos ejemplos de beneficios de los OMG y muchos otros que no cabrían en este artículo, los transgénicos son conocidos en todo el mundo por el maíz BT comercializado por la empresa Monsanto. Este maíz incorpora un gen de la bacteria Bacillus thuringiensis que produce un insecticida natural que no afecta a los humanos, lo cual hace que las cosechas resistan las plagas y por lo tanto los agricultores puedan aumentar la producción y sus beneficios.

Fuente

¿Y cómo sabemos que los transgénicos son seguros? Lo podemos afirmar por varios motivos:

  • Se han realizado cientos de estudios en los que no se ha encontrado ningún riesgo para la salud humana. De hecho, a día de hoy no hay ninguna evidencia clara de ninguna persona que haya enfermado por el consumo de transgénicos.
  • Las especies transgénicas destinadas al consumo humano se someten a un control mayor que el de cualquier otro producto (natural o procesado) destinado a la alimentación.
  • Incluso se ha estudiado el efecto en la salud de los animales que consumen transgénicos en su alimentación, y tras analizar mil millones de ejemplares de ganado en un periodo de casi 30 años, no se ha encontrado que la introducción de este tipo de alimentación en animales supusiera un cambio de tendencia en sus enfermedades.

En este vídeo puedes encontrar una magnífica conferencia sobre los beneficios de los organismos genéticamente modificados:

No obstante, la sociedad está claramente en contra de la comercialización y consumo de estos productos. Y de nuevo, las causas están ligadas al desconocimiento de esta nueva tecnología y a las mismas fuentes de rechazo que ya encontrábamos dos siglos atrás en el caso del ferrocarril.

Rechazo científico

Pese al gran apoyo científico al uso de transgénicos y el extenso número de publicaciones que apuntan a los beneficios de su utilización (incluso para el medio ambiente) y la seguridad de su uso, existen unos pocos científicos que discrepan de estas conclusiones, y en algunos casos publican estudios de dudosa fiabilidad para justificar su aversión personal a los transgénicos.

El ejemplo más conocido es el del científico francés Seralini, que publicó un trabajo en el que mostraba cómo ratas alimentadas con maíz transgénico resistente al glifosato desarrollaban tumores monstruosos. Tras su publicación en una revista, el trabajo tuvo que ser retirado debido a las protestas de la comunidad científica por sus graves errores metodológicos. Por ejemplo, y además de no tener validez estadística por el bajo número de ejemplares utilizados, la especie de rata de los experimentos se conoce por padecer este tipo de tumores independientemente de la alimentación recibida. Por si fuera poco, Seralini tiene un interés comercial en desacreditar los transgénicos al poseer una empresa dedicada precisamente a realizar este tipo de estudios para el gobierno francés.

El caso de Seralini no es único. Existen otros científicos que se han posicionado en contra de los transgénicos pero, al igual que ocurría con el caso del ferrocarril, son una minoría. El problema es que es justamente la posición discrepante de esta minoría la que recibe un mayor eco mediático, y por tanto la que acaba llegando a la población.

Rechazo social

Los grupos ecologistas son los que abanderan el rechazo a los transgénicos, siendo Greenpeace uno de los principales grupos en esta campaña. Los argumentos que utilizan para ello son diversos, como los efectos en la salud, su posible influencia en el medio ambiente o el uso de patentes de semillas transgénicas por parte de las multinacionales. Para defender estas ideas suelen utilizar únicamente estudios de científicos afines (como el de Seralini), ignorando los estudios más amplios y numerosos que no encuentran ningún problema, y obviando el gran número de especies transgénicas obtenidas por centros públicos y sin ninguna patente asociada. Es particularmente llamativa la oposición a productos que pretenden aliviar los problemas de malnutrición del tercer mundo, como el arroz dorado antes citado.

El rechazo de los grupos ecologistas a los OGM, por desgracia, no se limita a los escritos de protesta o manifestaciones, sino que llegan a organizar actos de vandalismo. Ejemplos son la destrucción de cultivos de transgénicos (sí, incluso de arroz dorado) o el reciente caso de escrache y amenazas de muerte a JM Mulet en Argentina, donde tuvo que cancelar una conferencia y ser protegido por guardaespaldas.

Pero no son únicamente ecologistas las organizaciones sociales que rechazan los transgénicos. En España tenemos el caso de una organización de consumidores, Facua, que también se ha posicionado en contra.

Rechazo institucional

Un ejemplo claro de rechazo político es la reciente directiva de la Unión Europea en la que, aunque no se prohíbe explícitamente el cultivo de transgénicos, se deja abierta la posibilidad a que cada país miembro pueda legislar en su contra según considere aunque esta decisión no esté respaldad por ninguna evidencia científica. También hay que recordar en este punto la reciente eliminación de la figura del asesor científico de la Unión Europea por las presiones de Greenpeace, por su defensa de la utilización de criterios exclusivamente científicos para legislar transgénicos.

Por lo que respecta a España, hay que recordar que se permite la comercialización de productos transgénicos para el consumo humano siempre y cuando se indique en la etiqueta. Esta norma supone una prohibición de facto ya que las empresas evitan su uso por el recelo de los consumidores. Pero prácticamente la totalidad del pienso de consumo animal es transgénico, ya que la ley no obliga en este caso a su etiquetado. Respecto al cultivo, España produce el 90% de maíz transgénico de la Unión Europea. Este hecho lleva a muchos partidos políticos a exigir la declaración de zonas libres de transgénicos e incluso a llevar estas proposiciones en sus programas electorales.

Pese a todo el rechazo social que genera el uso y consumo de transgénicos, es de esperar que con los años se vaya disipando y esta tecnología acabe siendo aceptada por todos y formando parte de nuestra alimentación diaria. Pero el caso de los transgénicos no deja de ser un caso particular de la fobia social a los avances científicos. De hecho, este artículo podría haber utilizado como ejemplo la paranoia contra los móviles, el wifi y las antenas de telefonía, y la estructura y conclusiones hubieran sido exactamente las mismas.

Dado el salto espectacular que se espera de la ciencia y la tecnología en las próximas décadas, podemos esperar que este fenómeno se repita. Surgirán nuevos avances científicos y tecnológicos de los que la sociedad desconfiará y a los que tratará de poner trabas. Por ello es tan necesaria la divulgación científica, dado que no podemos esperar el apoyo de muchos grupos sociales y ecologistas influyentes, de las instituciones, o incluso de algunos científicos. Si por ellos fuera, hoy en día ni siquiera podríamos viajar en tren.

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Guillermo Peris
El blog de Melquíades

Aprendiendo a divulgar ciencia y desmontar pseudociencias. A veces escribo cuentos. Y a veces bailo. Cientifista (eso me dicen).