‘Chicas muertas’, de Selva Almada
Retrato durísimo, sin moralejas ni sensiblerías, sobre la constante de feminicidios que suceden en Argentina.
Es frecuente la tendencia literaria hacia la concreción. Parece que al siglo XXI no le gustan las frases largas, los grandes párrafos, las voluminosas novelas. Ello no significa renunciar a la literatura, sino, más bien, hospedarla en reducidos espacios. Como si la atención lectora solo pudiera sostenerse en tramos cortos. La tarea hacia lo mínimo, para un escritor, no es fácil, porque las tendencias expansivas son naturales a su oficio, y en cierta manera una forma, tan válida muchas veces como innecesaria otras tantas, de exhibir un talento. Algo así como las bicicletas que realiza un futbolista: vistosas al público, odiosas para el rival, y, generalmente, de escasa eficacia práctica.
La obra de Selva Almada titulada Chicas muertas es epítome de esa voluntad férrea hacia lo breve. Selva Almada no escribe: más bien poda. Ofrece, quita la mano. Enseña, se da la vuelta. En su persecución de un estilo microscópico, la búsqueda de la inmediatez, de lo apenas sugerido, hace que se desenfoque el propio tema. Pegamos la vista al texto, como esos libros de tres dimensiones, y, al rato, miopes, la realidad está del todo desenfocada, y no hemos comprendido — tampoco sentido — nada. Antes de saber de qué trata la obra, parece que la autora ha primado — demasiado — en mostrarnos cómo quiere enfocar el asunto. Nada en el estilo es abusivo: no abundan las metáforas, ni los adjetivos, ni tampoco las subordinaciones. Todo tiene un aspecto casual, de crónica notarial, como desafectada. Rechazada la tradición, perseguida la literatura mínima, se revela entonces el asunto: los altos niveles de violencia de género en Argentina, país en el que — leo un dato del 2015 — una mujer es asesinada cada treinta y dos horas.
La principal virtud que cabe destacar en Chicas muertas es la continuidad. Los asesinatos se engarzan unos a otros con la perfección geométrica de un telar. Esperan su turno, actúan, le toca al siguiente. Al lector español — que de violencia doméstica observa mucho, lucha poco, lee nada — , le sorprende tanto, en el caso de Argentina, la reiteración de la violencia como la ineficacia policial. No hay reconciliación que cierre la novela, porque no hay reparación al daño: la justicia, simulacro de buenas intenciones, es siempre oscura, tardía e insuficiente. De la ausencia de culpables, resulta que éstos se multiplican, en ese todo perpetúo que es la novela, y donde radica uno de sus puntos más favorables. Como no hay diferenciación posible, como no hay inocentes y asesinos, todos los hombres son una masificación de posibles culpables que cogen el ómnibus y atraviesan feísmos de paisajes, que beben mate y calientan barbacoas pobres junto al galpón, que esperan, en suma, su turno para entrar en la tramoya de la violencia.
Segunda virtud: la escritora ha desoído las tentaciones lacrimosas del argumento. La presencia constante de la muerte habría hecho de este libro un manual dolorosamente real. Selva Almada niega la melancolía: no aspirar a conmover, sino a informar. No busca que cerremos los ojos con pesadumbre, felicidad lejana, occidental, ¿occidental? No: Selva Almada quiere que abramos la mirada, que la acerquemos bien al papel, a las líneas de un drama continuo, sin final. La mirada próxima enlaza con su compromiso estético por la concreción: una escritura quirúrgica, brevísima — máquina de escribir sin cinta. Solo a veces — pero, ay, pocas — la autora mira hacia otro lado, se aleja de lo escrito, busca reflejos de aquello que nos cuenta. Entonces, sorpresa, se escapa la voz hermosísima de un sentimiento, como cuando dice:
«Pobrecita. La arrancaron como a un junquito. Era tan chica todavía. Estaba tan poco agarrada a la vida. Como los juncos que crecen a orillas de las riberas, me dice».
Se advierte entonces, hueco en el decorado, que detrás de la escritura existe una voz débil, desconocida, íntima. Se celebra en esos raptos la otra gran posible Selva Amada que hay dentro de Selva Amada. Una voz excepcional — en todo el sentido del término — y que en Chicas muertas permanece demasiado callada, porque el tema manda, le aplasta, nos aplasta, a todos nos aplasta. Cierro la obra con la sensación rara de falta de empatía hacia una realidad terrible — la mirada aún desenfocada — , pero celebrando el hallazgo de una literatura latente, próxima.
Chicas muertas. Selva Almada. Literatura Random House. Barcelona, 2015. 192 páginas. 15,90 euros. Comprarlo en Amazon.