Los libros (que) me salvaron la vida

Podría decir: leed, leed, que leer mola. Pero eso ya lo saben. O no. En todo caso, yo hoy vengo a contar cómo leer me salvó la vida.

Violeta Tomás
El Buscalibros
5 min readApr 23, 2018

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Pasa el dedo por las letras y pronuncia lentamente los sonidos. De repente los símbolos toman forma, chisporrotean sus neuronas, ahí delante hay una palabra, hay una frase entera, un pájaro va a salvar el bosque de un incendio, exactamente tal y como hacía sospechar la ilustración. Tiene cinco años, gira la página de cartón con las manos temblorosas y comparte a grito pelado su descubrimiento.

Pasa el dedo por las líneas y bisbisea. Se recoloca las gafas que quedan grandes y se acerca un poco más a la lamparita, porque la posguerra le enseñó a ahorrar y siempre utiliza bombillas de poca potencia. Tiene ochenta y dos años y una historia de amor en un mundo fantástico que le ha prestado su nieta.

Suspira y vuelve a mirar la pantalla en la puerta de embarque, el vuelo retrasado, y el dolor de espalda. Tiene cuarenta y tres, trabaja sesenta horas a la semana, viaja en domingo. Se frota los ojos y sube la luminosidad del Kindle. Se ajusta un calcetín que se quiere escapar talón abajo.

Me acomodo sobre la almohada y enciendo la mantita eléctrica. Reviso el móvil por última vez y aprovecho para comprobar que el despertador sonará a las 6:30, que tengo una botella de agua y empiezo. Con suerte podré leer veinte minutos seguidos. Las últimas líneas las leeré dormida. Tengo treinta y seis años, tres niños pequeños, y por las noches me duele toda la piel.

A mí los libros me han salvado la vida. He olvidado por completo la ropa que he tenido, pero sé exactamente qué libro he cargado en todos los momentos importantes y en los que no lo eran. He cargado libros hasta romper los bolsos, he ido al hospital a parir con la tarjeta sanitaria metida en un libro y nada más, he esperado la nota de mi oposición leyendo, he leído a escondidas en mi despacho cuando Lisbeth Salander me tenía en un ay. He aplacado ataques de pánico en medio de la noche leyendo a oscuras en mi Kindle, he amamantado leyendo. He leído manuscritos en pdf en el móvil. He leído llorando y he leído hasta llorar.

Yo he leído hasta caer dormida y me he levantado a lavarme la cara y poder seguir. He leído de regreso a etílicas horas de la madrugada, en estados lamentables. He leído con ansia por terminar los libros, y también he abandonado centenares.

He releído hasta memorizar pasajes enteros. He dejado libros maravillosos sobre la mesilla para que no acabaran nunca. He atravesado duelos que dejaban mi vida sin sentido al terminar trilogías y sagas.

He leído, y leo, libros malísimos que me han hecho inmensamente feliz. Libros de bolsillo con las esquinas húmedas, que aquella profesora de Literatura con voz de pito llamaba «piscineros» con desprecio y que son, con diferencia, los que mejores momentos me han dado. He desistido de los «indispensables». He leído, leo y leeré lo que me ha dado la real gana.

Tengo prejuicios. Puede que algunos pueda vencerlos, pero muchos otros ni lo pienso intentar. Muchos autores me dan pereza. Hay editoriales a las que ni me acerco, a otras se lo perdono todo y hay una en particular cuyos libros nunca compro, pero leo a escondidas con enorme regocijo.

Todo lo francés lo leo en original y, por muchos libros que pasen, la hilera de libros de Poche siempre idénticos serán preparar la selectividad, es café descafeinado, escuchar a Chopin traduciendo La guerra de las Galias. Para mí leer en francés siempre es casa.

A veces leo en inglés y lo entiendo todo y otras empiezo libros con portadas maravillosas y no soy capaz de entender ni el prólogo. Miro entonces las fotos interiores (en inglés solo compro biografías) y los acumulo y me siento culpable, hasta que tienen el cerco de una taza de té en la portada.

Colecciono biografías y libros de y sobre mujeres, y también de ciencia que querré ofrecer a mis hijos dentro de muchos años y a los que no prestarán ninguna atención. Paso horas en las secciones infantiles y no puedo con la impaciencia de revivir con ellos el descubrimiento de Roald Dahl, Christine Nöstlinger, Fernando Lalana, Enid Blyton.

No soy capaz de imaginar cómo habría sido mi vida si el Ratoncito Pérez no hubiera dejado Doña Filomena y su Perro bajo mi almohada. Si mi tío abuelo, hoy nonagenario y por lo demás nada interesado en los niños, no hubiera llenado nuestras estanterías trayéndonos cada domingo un libro de Ala Delta. No sé en qué momento los libros se me hicieron imprescindibles; supongo que siempre estuvieron ahí.

Si lo pienso, creo que no hubiera podido sobrevivir con cordura a tres postpartos sin las más de 18 000 páginas que me hicieron compañía durante aquellas semanas. No hubiera sido capaz de salir adelante cuando el miedo se apoderó de mí. Pero es que tampoco hubiera aprendido a ser feliz. Y mi vida sería aburrida, aburridísima, y me hubiera vuelto completamente loca viajando en Alsa ocho horas, todos los viernes, durante los largos meses de mi oposición.

No sé qué sería de mí si esta noche no pudiera arrebujarme con mi mantita eléctrica para seguirle la pista a un cirujano victoriano.

Sin todos esos libros yo hoy sería otra persona o no sería.

Y esta es, queridos míos, mi (particular) historia con los libros. Podría haber escrito algo así como leed, leed, que es cantidad de bonito. Pero eso ya lo saben. O no, pero no cambiarán de idea porque yo se lo diga. En lugar de eso, me limito a contarles que a mí, de verdad, los libros me han salvado la vida y la cordura. Varias veces.

Feliz Día del Libro.

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Violeta Tomás
El Buscalibros

Leer, cocinar, criar, escribir, ordenar, el derecho administrativo y el café.