El artesano de sueños

En un planeta remoto, un artesano fabrica los sueños de la humanidad. El anciano trabaja sin descanso, pues ¿qué sería de la Tierra sin sueños?

Lucía Lab
El Buscalibros
8 min readFeb 23, 2017

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Muy lejos de la Tierra, tanto que no llega a él la luz del sol, existe un pequeño y remoto planeta en el que habitaba un artesano de sueños. En su desvencijado taller, compuesto apenas de tablas de madera y chapas, el anciano maestro trabajaba día y noche para crear los sueños de la humanidad. Canturreando, feliz, se movía ajetreado en el estrecho espacio iluminado por el fuego, sorteando los polvorientos sacos y las herramientas amontonadas por doquier.

El proceso de creación era laborioso y requería de una gran habilidad: en primer lugar, mezclaba en una marmita un compuesto arenoso de imaginación, ilusión y esperanza. Sobre esta colorida base, el anciano improvisaba, feliz, añadiendo a veces amor, a veces ambición, otras coraje, y toda clase de cosas que pueden incurrir en nuestras fantasías. Una vez bien revuelta la mezcla, ponía la marmita en un horno a altas temperaturas, de modo que la amalgama se fundía hasta crear una masa líquida y uniforme. Con mucho cuidado de no derramar ni una gota, el artesano introducía una vara de acero en la marmita y la empapaba del denso líquido. Soplando por el extremo opuesto de la vara, insuflaba formas variopintas a los sueños, que al enfriarse ascendían, como si de globos se trataran, y escapaban por la chimenea emprendiendo su viaje a la Tierra, listos para ser soñados.

Tan ardua tarea dejaba muy poco tiempo libre al artesano, que apenas tenía unas horas para dormir. Pero, lejos de molestarse por esto, el anciano disfrutaba y saboreaba cada parte de su oficio. Le hacía feliz el olor especiado de los diferentes ingredientes, que cubrían de colores polvorientos toda la habitación; le gustaba el calor del fuego que emanaba del horno, proyectando sombras anaranjadas; le divertía el desafío de improvisar y crear nuevas formas, siempre innovando. Y, sobre todo, le apasionaba pensar que, gracias a él, la humanidad soñaba.

Es por ello que día y noche trabajaba sin descanso en su viejo taller. Tan solo muy de vez en cuando el viejecito se permitía a sí mismo unos minutos para hacer lo que más le gustaba: mientras la mezcla se fundía en el fogón, el anciano aprovechaba para evadirse de su afanosa tarea y mirar por un telescopio, apoyado en uno de sus desiguales ventanucos de madera. Complacido, olvidaba por un momento su agotamiento y sonreía, observando la Tierra. Lejana y tranquila, la esfera azul rotaba ajena al trajín de su destartalado hogar, y al reguero brillante de sueños que, desde la chimenea, emprendía su continuo viaje hacia ella a través del universo.

Este era el pasatiempo favorito del artesano: contemplar a la humanidad. Veía a todos los habitantes del remoto planeta ilusionarse, luchar, alcanzar sus metas, fracasar, soñar de nuevo. Lo maravillaba verlos crecer, buscar, encontrar, perderse, vivir. Y se emocionaba, pensando que era gracias a él que el gran espectáculo proseguía. Luego volvía al trabajo. Y así cada día.

Los años pasaban tranquilos y el artesano continuaba feliz su labor. Un día sucedió algo inesperado: alguien llamó a la puerta. Gratamente sorprendido, pues hacía años que no recibía una visita, el anciano fue a abrir. Al otro lado aguardaba un hombre envuelto en una capa de viaje. Su rostro era pálido, de facciones finas y afiladas, y tenía un porte altivo y majestuoso. Sonreía con aparente gentileza mostrando una bonita dentadura, pero sus ojos permanecían inexpresivos. Era algo inquietante. No obstante, el anciano sonrió amablemente:

—¿Puedo ayudarle en algo, caballero?

—¿Acaso no me reconoce, maestro?

Había hablado despacio, con voz educada. El anciano parpadeó confuso, para sonreír inmediatamente:

—¡Denvir! ¡Qué alegría! ¿Cómo te encuentras?

Varios lustros atrás, el maestro había tenido un aprendiz. Se trataba de un chiquillo inteligente y muy despierto, al que el artesano había enseñado con esmero las delicadezas de su oficio. Sin embargo, por alguna razón el chico tan solo creaba sueños terribles, que de haber llegado a la Tierra hubieran enloquecido al más cuerdo de los hombres. El anciano, consternado al principio, había continuado enseñando con amor y mimo al chiquillo, convencido de que llegaría a ser un gran artesano. Pero sus creaciones continuaban encerrando ambiciones espantosas, para tristeza de su maestro. Tras varios meses de infructuosos intentos, asustado ante lo que el chico albergaba y era capaz de crear, se vio obligado a despedirse de él. No había vuelto a verlo hasta ese día.

—Se me ocurrió que podía hacerle una visita, después de tanto tiempo.

—¡Por supuesto! — los ojos del anciano brillaban de gozo, ¡cómo había crecido el pequeño Denvir! — . Pero pasa, no te quedes ahí. Prepararé un té. No sabes cuánto me alegra verte, ¡eres todo un hombre!

El artesano continuó parloteando alegremente, andando de un lado a otro del estrecho cubículo que era su casa, reuniendo de aquí y allá una tetera, un par de tazas desiguales y un puñado de aromáticas infusiones.

—Como ves, por aquí todo sigue tal y como lo dejaste. Los años no pasan en balde, ¡ni para la casa ni para mí!, pero nos defendemos bastante bien…

—Precisamente — lo interrumpió el antiguo discípulo — por ello he venido a verle. Quiero relevarlo, cuando llegue el momento, en el oficio para el que usted me preparó.

El rostro del anciano se ensombreció.

—Denvir… — musitó — . Sabes que eso no es posible…

—Sabe que soy hábil — replicó rápidamente Denvir, intentando no parecer contrariado –. Hace tiempo ya que dejé mi juventud atrás, y con ella los errores que pude cometer. Usted no vivirá para siempre, y lo sabe. Necesita a alguien que continúe su labor, y yo soy el único preparado para ello.

El artesano quedó unos segundos en silencio, con semblante grave. Denvir estaba en lo cierto: él no viviría para siempre. La idea de una humanidad despojada de sueños desvelaba al anciano cada noche, pero desde el fracaso con su antiguo pupilo no se había sentido con fuerzas como para adiestrar a más jóvenes, aterrorizado ante las atrocidades que podían acontecer si su labor recaía en las manos equivocadas.

—Hablaremos de ello mañana — sentenció con voz suave — , he de meditarlo un poco, Denvir. Puedes dormir en tu vieja cama, está tal y como la dejaste. Ahora necesito descansar.

De repente el anciano se sentía al límite de sus fuerzas. Arrugas de preocupación y tristeza surcaban su rostro, que parecía haber envejecido décadas en cuestión de segundos. Denvir asintió con una fina sonrisa en los labios. Sus ojos continuaban sin ofrecer expresión alguna.

—Como gustéis, maestro. Que descanséis.

Poco después, el anciano despertó agitado y empapado en un sudor frío. Tembloroso, se incorporó en su humilde catre. Había tenido pesadillas por primera vez desde hacía años. Intentando acompasar su respiración, se levantó en busca de un vaso de agua. A su paso, los cachivaches que se amontonaban por paredes y suelos proyectaban sombras oscuras y alargadas. De hecho, toda la casa parecía haber adquirido un tono violáceo. Extrañado, se preguntó por qué la luz no era cálida y anaranjada como de costumbre, ¿se estaría apagando el fuego? Se dirigió a la chimenea, y encontró en ella a Denvir, manipulando la marmita.

—¡Denvir, no! — gimoteó el maestro, aterrorizado.

—No lo entiende, maestro… — siseó en voz muy baja el antiguo alumno, sin siquiera darse la vuelta — . Es usted un necio. Todo este tiempo, todos estos años, ha tenido en sus manos el poder, el poder para dirigir a la humanidad entera, y mírese… — Denvir volvió el rostro y le dirigió una mirada desdeñosa. El anciano se sobrecogió: sus ojos ardían como brasas — ¡Mírese! — gritó — . ¡Los sueños dirigen a los hombres! ¡Y usted los utiliza para fruslerías! ¡Podría ser el hombre más poderoso del universo, y no es nadie! ¡No merece este privilegio!

Conmocionado, el artesano intentaba pensar lo más rápido posible. Tenía que impedir que los delirios de Denvir llegaran a la Tierra, como fuera. El aprendiz sonrió con suficiencia: un débil anciano no tenía nada que hacer contra él. Sin embargo, el artesano conocía cada entresijo de su pequeño taller: rápidamente, cogió un puñado de solución plomiza de uno de sus sacos para que la densidad de la creación de Denvir fuera tal que no fuera posible su ascenso por la chimenea. El malvado joven adivinó su pensamiento y se interpuso entre el maestro y la enorme marmita. Forcejearon a escasos centímetros de la oscura masa que bullía en el caldero. De un empujón, Denvir envió al maestro contra la pared más cercana, dejándolo derrotado y dolorido.

—Es usted un estúpido — profirió en tono triunfal — . Pero se acabó. Hoy por fin, después de tantos años, contemplará usted mi gloria…

Denvir tomó la varita que tantas veces había empuñado con amor el artesano, la introdujo en el denso líquido y sopló. La oscura masa empezó a hincharse lentamente adquiriendo dimensiones y formas grotescas.

—¡No!

Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, el anciano saltó sobre su aprendiz, empujándolo y haciéndole perder el equilibrio. Sorprendido, Denvir cayó al suelo, tirando la varita y salpicándose a sí mismo con los restos del siniestro sueño que estaba fraguando. Comenzó a proferir chillidos de dolor: en aquellas partes en las que la poción lo había rozado aparecieron úlceras humeantes. Denvir se irguió enloquecido, dispuesto a acabar con su maestro, que había contemplado horrorizado lo ocurrido, agazapado junto a la marmita.

—¡Estúpido! ¿De verdad crees que puedes detenerme?

Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. El antiguo aprendiz se abalanzó sobre el maestro, que apenas logró escabullirse rodando hacia un lado. Ciego de dolor y rabia, Denvir chocó contra la humeante marmita, que se desestabilizó vertiendo gran parte de su contenido sobre él. Una espesa nube de humo cubrió el cuerpo de Denvir y, en cuestión de segundos, junto al caldero tan solo quedaba un charco de líquido humeante, y un fuerte olor a ácido impregnó la habitación. Con los ojos llorosos, el maestro contempló cómo el que había sido su único aprendiz desaparecía. Con voz ronca e infinita tristeza, el anciano susurró:

—Denvir… los grandes sueños dan lugar a grandes hombres. Pero los malos sueños acaban consumiéndolos.

Los días siguientes el anciano volvió al trabajo. No obstante, esta vez el tintineo de brillantes sueños que brotaban de su chimenea no bastó para aliviarlo del enorme pesar que sentía. Estaba débil, las fuerzas lo abandonaban cada día, y sentía una gran congoja. Las palabras de Denvir lo perseguían: su tiempo llegaba a su fin. Durante sus minutos de descanso el anciano seguía contemplando la Tierra, pero ahora lo hacía con angustia: ¿qué sería de la humanidad el día en que se acabaran los sueños?

Pasaron varias semanas en las que el artesano apenas pudo dormir ni comer. Fatigado y tembloroso, se devaneaba el cerebro intentando dar con una solución, desesperado: ¿quién podría sucederle? ¿Cómo encontrar a alguien cuyo deseo no fuera otro que proseguir su labor cuando él ya no estuviera? ¿Cómo dar con alguien que soñara con ser artesano de sueños?

Y entonces se le ocurrió. Con los ojos brillantes, el maestro se puso a trabajar de nuevo con afán. Eligió cuidadosamente los ingredientes, calentó la marmita y modeló con mimo la que debía ser su gran obra. Después, como siempre, corrió a su telescopio para contemplar cómo tras ascender por la chimenea la brillante esfera se alejaba de su hogar hasta que ese último sueño, el suyo, se perdió de vista en su viaje al planeta azul. Con un leve suspiro, el anciano cerró la ventana y se acostó con una sonrisa en los labios, sabiéndose merecedor de un largo descanso.

Minutos más tarde, a miles de millones de kilómetros de distancia, un niño despertaba en la Tierra. Con los ojos muy abiertos, meditaba pensativo en su cama, mirando las estrellas a través de la ventana. Había tenido un sueño extraño. Había soñado que poseía un taller de sueños.

El presente relato quedó en 2º lugar en el III Concurso Literario de la Comarca Bajo/Baix Cinca.

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Lucía Lab
El Buscalibros

Profesora y periodista. Viajera y lectora insaciable. Siempre llevo conmigo una libreta para garabatear.