El Complejo

¿Qué pasaría si se erradicara por completo la enfermedad? Eso es lo que se hacía en el Complejo. Así lo aseguraban los datos oficiales que difundía el Gobierno del país. Habían vencido a la enfermedad. Pero, entonces, ¿por qué nadie parecía querer pasar por el Complejo?

Casiopea
El Buscalibros
11 min readMay 20, 2016

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En el primer día del otoño, el país declaró erradicada la enfermedad. El presidente del Gobierno, acompañado del ministro de Sanidad y del máximo responsable del Comité Científico Nacional anunció, en una multitudinaria rueda de prensa a la que asistieron periodistas de todos los medios de comunicación nacionales, la noticia de que al fin habían encontrado una solución que acababa con la enfermedad. Con cualquiera. Tras años de vacunas, medicamentos y tratamientos parciales, de convertir en crónicas enfermedades terminales. Años de extirpar tumores, envenenar la sangre de los pacientes con quimioterapia y radioterapia. Después de recaídas y secuelas, de tratamientos experimentales y de voluntarios que se consumían y se prestaban a probarlos como última esperanza… al fin los esfuerzos de cientos de científicos de todo el país habían dado resultado.

En su comparecencia, el presidente del Gobierno no había especificado en qué consistía el nuevo tratamiento que era capaz de acabar con todo rastro de cualquier tipo de enfermedad. En sus palabras, se trataba de una información de importancia capital para la vida y el bienestar de sus ciudadanos, no podían permitirse cometer un descuido y que alguien la patentara y obligara a la ciudadanía a pagar un precio desorbitado por ella. El presidente aseguró que no permitiría que nadie traficara con la solución a la enfermedad. Por eso, a fin de proteger sus métodos y garantizar el acceso a la ciudadanía como había sucedido hasta el momento con la medicina, el Estado administraría la nueva solución a la enfermedad en el Complejo. Los hospitales continuarían en funcionamiento a fin de realizar revisiones y diagnósticos de enfermedad, así como para tratar aquellas dolencias no consideradas enfermedad en sí mismas, tales como fracturas de huesos o contracturas musculares. El resto de enfermedades, de cualquier tipo o grado de avance o de gravedad, serían tratadas en el Complejo.

La noticia se extendió enseguida por todo el país y la algarabía fue grande. Los ciudadanos, al conocer la buena nueva, se sintieron libres por primera vez en sus vidas, aunque aún no eran capaces de imaginar cómo sería un mundo sin enfermedad.

Pero sospechaban que debía ser un mundo mucho mejor, pues el miedo al dolor, los tratamientos y, en última instancia, a la muerte cuando la enfermedad estaba muy extendida, desaparecían de un plumazo con el anuncio del Gobierno. Pronto los hospitales empezaron a vaciarse, tanto de pacientes como de profesionales: en el Complejo hacían más falta. El Ministerio de Sanidad puso en marcha un plan de traslado basado en la gravedad de los enfermos. Hasta el Complejo, un edificio gris metálico de dimensiones monstruosas ubicado a las afueras de la capital y construido en un terreno explanado al efecto, fueron llegando primero los enfermos terminales de todo tipo de dolencias. Ellos eran los que menos tiempo tenían, de modo que el Ministerio decidió que ellos eran los primeros a los que se debía someter al proceso por el que se eliminaba de su organismo todo rastro de actividad patógena. Visto desde fuera, el Complejo parecía un descomunal edificio de viviendas moderno en medio de un desolado paisaje rojizo más propio de un planeta extrasolar, conectado con la realidad por las fuertes medidas de seguridad que lo rodeaban.

Al llegar, lo primero que los enfermos veían, una vez superado con la ambulancia el cordón de seguridad, eran los edificios donde los pacientes aguardaban antes de recibir, por turno, su dosis de tratamiento. El Complejo estaba dividido en dos partes. La primera era la zona hospitalaria. La segunda estaba formada por las casas de reposo. Eliminar la enfermedad era un proceso muy novedoso y sofisticado, y los médicos preferían mantener a los pacientes en observación durante un tiempo. Más allá de la organización en dos zonas del Complejo, poca información sobre el proceso o el funcionamiento del mismo había trascendido. Lo que sí trascendía eran las cifras de pacientes a los que se había eliminado algún tipo de enfermedad. Además y según los datos oficiales, ninguno volvía a recaer.

A los tres meses de la entrada en funcionamiento del Complejo a pleno rendimiento, el Ministerio de Sanidad anunció que, según lo esperado, la eficacia del método era del cien por cien.

Pronto, aseguró el ministro de Sanidad, los ciudadanos que habían recibido tratamiento irían abandonando las casas de reposo. Conforme fueron llegando los datos de erradicación completa de enfermedades en el país y del vertiginoso descenso de casos de otras muchas a los organismos internacionales, otros países empezaron a interesarse por lo que ocurría en el Complejo. El Gobierno se limitaba a responder que habían encontrado una nueva manera de luchar contra la enfermedad, una manera mejor, pero no soltaba prenda sobre el método y los dirigentes de algunos países empezaron a impacientarse. Máxime cuando los medios de comunicación extranjeros comenzaron a hacerse eco de la situación y ciudadanos de todas partes viajaron hasta el Complejo en busca de un servicio sanitario que sí fuera capaz de eliminar de su cuerpo la enfermedad.

Los gobiernos de los países colindantes se sentían cuestionados por sus ciudadanos. Sentían que los consideraban inútiles para mejorar su calidad de vida, toda vez que no eran capaces de vencer a la enfermedad, mientras los datos y las noticias procedentes del país vecino avalaban que, allí, sí se podía. Los disturbios siguieron al descontento general. La situación en los países cercanos se volvió insostenible. Y en el país pionero en erradicar la enfermedad, el Gobierno continuaba guardando celosamente su manera de hacerlo.

A los seis meses de la puesta en marcha del Complejo, la Comunidad Internacional tomó cartas en el asunto. A instancias de los países que se consideraban agraviados por los buenos resultados sanitarios del Complejo, enviaron un requerimiento oficial de información al Gobierno del país que lo había ideado. Luego otro. Y luego, otro más. Lo único que consiguieron fueron informes estatales que demostraban que la morbilidad hospitalaria había descendido vertiginosamente en los últimos seis meses.

El Gobierno accedió a sentarse a dialogar sobre el Complejo cuando el requerimiento internacional llegó en forma de orden judicial.

La Comunidad Internacional exigía ser informada de lo que pasaba y el país, garantías de que sus avances continuarían siendo suyos y de que no se comerciaría con ellos. Solo accedieron a dar información cuando el Gobierno tuvo en su poder una orden internacional mediante la que se garantizaba que toda la información que sus expertos obtuvieran sería considerada confidencial y no se utilizaría con el ánimo de hacer negocio con la salud humana. A cambio, el país aceptó la visita de un Comité de Expertos en Investigación Médica y Medicina de treinta países a las instalaciones del Complejo.

Los expertos revisarían y comprobarían si los datos de erradicación de enfermedades y morbilidad hospitalaria eran ciertos, el funcionamiento del sistema sanitario nacional y serían testigos de un proceso de eliminación de enfermedad en pacientes de cáncer. En la Delegación, antes de aterrizar en el país, había opiniones de todo tipo sobre el Complejo. Unos consideraban que era un fraude y los datos estaban maquillados. Otros pedían con vehemencia que los conocimientos fueran compartidos, pues todos los ciudadanos tenían derecho a deshacerse de la enfermedad. Otros llevaban encargo expreso de pedir las cuentas del país, pues sus ministerios de Hacienda y Economía estaban convencidos de que un sistema como aquel, que relegaba a los medicamentos a un uso residual, no podía ser rentable. El gasto sanitario sería desorbitado, argumentaban, y el beneficio, exiguo.

La Delegación Internacional puso pie en el país en el noveno mes tras la apertura del Complejo. La visita duró cinco días. Los dos primeros, los expertos se dedicaron a revisar y cotejar los archivos de los hospitales, historiales médicos, encuestas de morbilidad y a compararlos con los anteriores a la apertura del Complejo. Los dos siguientes fueron los dedicados a visitar el sistema sanitario y comprobar si los datos se correspondían con la realidad. En nueve meses, los hospitales se habían vaciado de enfermos por completo. Todos, hasta los más leves, habían pasado ya por el Complejo. Cuando los miembros de la Delegación accedieron a la infraestructura sanitaria del país, acompañados por miembros del Ministerio de Sanidad y del funcionariado del Sistema de Salud, encontraron centros hospitalarios silenciosos, semivacíos, plantas cerradas, luces apagadas. Los pocos profesionales que quedaban en ellos y no habían sido derivados al Complejo, caminaban muy serios y cabizbajos por los pasillos. No respondían a las preguntas y algunos de los integrantes de la Delegación comentaban entre ellos en el hotel que rehuían sus miradas cuando les mencionaban el Complejo.

A decir verdad, nadie hablaba del Complejo en los centros que habían visitado.

Tampoco se hablaba en la calle, ni en las cafeterías y restaurantes donde los llevaron a comer y cenar durante los primeros cuatro días de visita, ni en los comercios o en los ascensores. Del Complejo nadie hablaba. Ni del Complejo ni de nada. Los ciudadanos vivían en silencio. Cabizbajos. Haciendo su trabajo de manera mecánica. Algunos miembros de la delegación creyeron percibir que, en lugar de sonreír o sentirse aliviados por no tener que luchar más contra la enfermedad, fuera cual fuese, los ciudadanos, al oír pronunciar la palabra Complejo, se sobresaltaban. En el segundo día de visitas a hospitales, de hecho, sorprendió a la delegación la reacción de una paciente al saber que tenía cáncer y sería derivada al Complejo esa misma tarde. Al conocer la noticia, mientras ellos observaban el desarrollo de la consulta, la mujer había roto a llorar. La médico que había firmado el diagnóstico la había mirado espantada, enarcando las cejas y negando sutilmente con la cabeza. Entonces, la mujer se había serenado al momento y, dando las gracias varias veces por ser derivada al Complejo, había salido de la consulta. Los miembros de la Delegación más cercanos a la puerta de la misma observaron que la mujer llevaba en el rostro una expresión de terror.

Esa noche, las conversaciones, en otras ocasiones animadas, habían perdido fuelle entre los miembros de la Delegación. Algunos opinaban que la reacción de la mujer era normal. Todo el mundo temía a la enfermedad hasta que se la quitaban. Otros consideraban que todo lo relacionado con el Complejo era extraño y algunos otros preferían no posicionarse hasta que no hubieran concluido la visita. En lo que todos coincidían era en la impaciencia creciente que sentían por visitar el Complejo.

Una comitiva de coches oficiales recogió a los miembros de la Delegación a las siete en punto del quinto día de visita. En cada coche viajaban dos miembros de la Delegación y un funcionario del Ministerio de Sanidad, a su disposición para dar respuesta a todas las preguntas sobre el Complejo que se les ocurrieran. Debían hacerlas todas antes de llegar, pues, una vez allí, deberían guardar silencio. Los profesionales necesitaban máxima concentración para trabajar. Luchar contra la enfermedad era un trabajo duro. Los miembros de la Delegación hicieron cuantas preguntas sobre el Complejo se les ocurrieron, así como algunas sobre situaciones que habían vivido en las calles del país aquellos días y que, a su juicio, no se correspondían con los datos que el Gobierno daba sobre la salud de sus ciudadanos. Habían visto personas enfermas, dijeron. Gente con un aspecto cuanto menos poco saludable vagaba por las calles y el resto de los transeúntes se apartaba de ellos como si fueran apestados. Pero eso no era lo más curioso. Lo que más les había llamado la atención eran las patrullas.

Los funcionarios del Ministerio de Sanidad explicaron amablemente que había personas que no deseaban deshacerse de la enfermedad. Que no querían eliminarla. Que tenían más miedo a lo desconocido que a la propia enfermedad. Esas personas rechazaban los avances de la ciencia y eran un peligro para la sociedad. Provocaban contagios. Extendían el mal contra el que tanto habían luchado. Para eso existían las patrullas. Para detectar a esas personas, examinarlas, determinar si realmente estaban enfermas y, en ese caso, enviarlas al Complejo a deshacerse de la enfermedad.

Todos los ciudadanos tenían derecho a quedar limpios de sus enfermedades. Quisieran o no.

El cortejo cruzó la ciudad en la más absoluta soledad de las calles. Al llegar al Complejo franqueó sin problemas los controles de seguridad y accedió a una explanada en la que se facilitó a cada miembro de la Delegación una bolsa sellada con un traje esterilizado. Una vez se cambiaron en las dependencias, comenzó la visita al Complejo. En numerosas habitaciones de la primera zona había pacientes. Todos tenían la misma expresión en el rostro. Ojos enrojecidos y vidriosos, mirada perdida, palidez extrema. Incluso los que estaban allí por una simple gripe. La Delegación revisó rápidamente los pasillos de las habitaciones camino del lugar donde el procedimiento estaba a punto de comenzar.

El Gobierno había elegido a un grupo de personas con diversos tipos de cáncer para la demostración. La sala del proceso era circular. El centro tenía una especie de rejillas en el suelo y en el techo. La sala estaba acristalada, de modo que la zona reservada para los pacientes estaba separada de la que ocupaban los médicos. En una zona de honor ubicaron a los integrantes de la Delegación. Luego, todo ocurrió muy rápido. Personal sanitario equipado con trajes especiales condujo a los nueve enfermos al centro del círculo acristalado. Entre los rostros, algunos miembros de la Delegación distinguieron a la mujer enferma de cáncer a cuyo diagnóstico habían asistido el día anterior. En el centro del círculo, los funcionarios apiñaron a los pacientes unos junto a otros. Sobre las rejillas del suelo. Los miembros de la delegación pudieron ver que había tres mujeres, cuatro hombres y dos niños, que todos tenían profundas ojeras violetas y que ninguno tenía pelo. Ni siquiera la mujer del día anterior, a quien recordaban con una larga melena castaña. A lo lejos, a través del cristal, vieron que algunos lloraban. Otros movían los labios, como murmurando una oración. Mientras tanto el personal sanitario continuaba con los preparativos del procedimiento. Ataron a los nueve pacientes juntos a fin de que ninguno se moviera del centro y el tratamiento fuera efectivo. Luego salieron, cerraron la puerta, activaron el protocolo de sellado y comenzó el procedimiento.

La administración del tratamiento duró siete minutos con treinta y dos segundos. En ese tiempo los expertos de la Delegación vieron cómo los pacientes iban cayendo en una especie de sopor que les hacía cerrar los ojos, agachar la cabeza y, finalmente, deslizarse blandamente al suelo. Al acabar de suministrar el tratamiento y cuando se encendió el indicador de seguridad, los profesionales sanitarios de los trajes especiales volvieron a entrar en el cilindro. Con unos aparatos que los miembros de la Delegación nunca habían visto, comprobaron si quedaban rastros de la enfermedad en los cuerpos inertes desplomados en el suelo. Cuando confirmaron que no había rastro de actividad patógena, los médicos del exterior del cilindro prorrumpieron en aplausos, vivas y gritos de alegría, y se abrazaron unos a otros por haber derrotado a la enfermedad un día más.

Tras las celebraciones aparecieron varios funcionarios con camillas y bolsas azul marino. Lo último que vieron los miembros de la Delegación fue a los funcionarios metiendo a los cuerpos en bolsas cuyas cremalleras cerraban por completo antes de ponerles encima una pegatina que decía «Casa de Reposo» seguido de un número.

Cuando los miembros de la Delegación abandonaron el Complejo con una sensación de náusea en el cuerpo, todavía olía a gas.

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Casiopea
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Distópica. Escritora cruel. Periodista por vocación y de profesión. Colecciono cuadernos. Cazatormentas. Amanecista. Tolkiendili. Sigue las baldosas amarillas.