‘Ensayos’, de Italo Svevo
Decía Muñoz Molina, a propósito de Trieste, que lo más sorprendente de las ciudades de la literatura es que a veces también existen en la realidad. Trieste es una ciudad de frontera, mezcla de hechos y de sueños, al borde siempre de una identidad. La sucesión de propietarios es fe de esa naturaleza cambiante, y también de su valor. Los austro-húngaros hicieron de ella el puerto de los Habsburgo. Al acabar la Gran Guerra les relevaron los italianos, que permanecieron allí hasta 1943. En ese año la ciudad fue ocupada por tropas alemanas, que levantaron el único campo de concentración en territorio italiano. Volvió a ser italiana al terminar la contienda, en 1945, pero con el territorio partido entre dos dueños: una zona controlada por británicos y americanos, y otra de dominio yugoslavo.
Los que a esa ciudad llegaron, se quedaron, la amaron, parecen haberse contagiado del mismo espíritu transitorio. Tal es el caso de Jan Morris, soldado galés que fue destinado a la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial. Jan Morris es el autor de un gran libro sobre la ciudad, Trieste and the Meaning of Nowhere. A semejanza de Trieste, Morris tiene una identidad discontinua, como las líneas de frontera de un mapa, y cambió de sexo unos años después de vivir en la ciudad. Así que en su obra habla la voz de una mujer que recuerda el hombre que fue allí, y que ya solo existe en el recuerdo.
Italio Svevo es el autor de la obra que nos ocupa, Ensayos. Svevo nació en 1861 en Trieste, en el seno de una familia judía. La sola mención de esta ciudad, como un conjuro, explica los brincos de su personalidad, y reflejados ya en su propia identidad. Tal y como señala Cuqui Weller en el prólogo a la obra, Hector Schmitz era el nombre de nacimiento de nuestro autor. Estudió durante su juventud en Alemania pero no estaba cómodo con su lado germano. Decidió entonces italianizar su nombre a Ettore Schmitz. En 1886 italianizó también su apellido y pasó a llamarse Ettore Samigli, sacando de su identidad cualquier referencia a su nacionalidad austriaca.
Si llegamos a los Ensayos de Italo Svevo es porque venimos del goce de su obra maestra, La coscienza di Zeno (La conciencia de Zeno). Leemos por lo tanto los Ensayos de Svevo como una continuación de la obra anterior, buscando seguir el rastro a Zeno Cosini. Zeno Cosini, como Italo Svevo, es un hombre de negocios nacido en Trieste, hipocondríaco, adicto a la nicotina, y que culpa a ésta como la causa de su insomnio. Si Zeno existe hoy es porque Svevo, buscándole horas al día, luchó por ser un hombre de letras. El padre de Svevo, exitoso comerciante de una empresa de pinturas, sufrió un duro revés en su patrimonio en el año 1880, y Svevo fue forzado entonces a trabajar en una sucursal del Union Bank de Vienne en Trieste. Pese a los vaivenes de su fortuna, a Svevo nunca le abandonó en vida la felicidad de la escritura, ni tampoco la lucha invisible que hay detrás de lo bien hecho, y de esa alegría y esa lucha está hecha la razón de que hoy le leamos. Una lucha que le llevó, casualidad última, a conocer a James Joyce, y quién sabe si tal vez, sin el apoyo de este último, tampoco hubiéramos conocido a Svevo. En suma, la existencia literaria hoy de Italo Svevo es todo una conjura, una hipótesis tan frágil como la identidad de su querida Trieste.
En La conciencia de Zeno la narración es del todo inverosímil, y la novela se goza como una suerte onírica de Don Quijote. Si en algo coincide Don Quijote con Zeno, y por lo tanto con Svevo, es la certeza de que la única libertad humana es la de la imaginación. Los Ensayos tienen también algo de sueño profundo: cuando Svevo hace crítica de una novela, de una obra de teatro, o de un personaje contemporáneo, se acaba el artículo sin saber muy bien si le admira o le denosta. Svevo celebra y critica, alaba y destruye, ensalza y arremete, tal vez con el objetivo de multiplicar la atención y sentido crítico del lector.
El conjunto de estos artículos es heterogéneo, como la confusión que domina los sueños, y también es desigual su acierto. Esa sensación ambigua es provocada en ocasiones por ciertos descuidos en el texto, y que uno no sabe si imputar a la traducción o al original. El estilo de Svevo en estos ensayos es de palabras sencillas, pero a veces parecen no estar en el lugar correcto, y provocan confusiones de significado. Su autor tenía tanto de pensador como de escritor, pero en ocasiones lo segundo no tenía la claridad exigida por lo primero. Sirvan algunos ejemplos: en la página 27 nos dice que Nordau «parece que ha dormido mal porque llega de mal buen humor», lo cual parece toda una contradicción. En la página 46, hablándonos de una novela de Émile Zola, nos dice que Lazare se casa con Louise, personaje que no nos ha presentado, y para aumentar la confusión Svevo continúa y afirma que, tras el matrimonio, Lazare comprende lo que ha perdido «con Pauline y, lejos de la mujer, está a punto de arrastrarla a una aventura amorosa vergonzosa». ¿A quién se refiere con la mujer? ¿A su mujer, o a Pauline? Suponemos que a la primera. En la página 125, hablándonos de las Memorias de los hermanos Goncourt, leemos: «De otra manera no se podrían explicar en sus obras ciertos matices que con el trabajo acabado es difícil definir, antes del trabajo es imposible preparar y discutir». ¿Qué quiere decir la segunda parte de la frase, tras la coma?
Con la salvedad anterior, y que ojalá sea corregida en futuras ediciones, el volumen justifica su lectura en valiosas reflexiones sobre temas diversos. Del arte, dice Svevo que el puro goce del mismo «lo tiene el inteligente que nunca se le acercó con pensamientos ambiciosos». Toda una lección de humildad, porque lo bien hecho borra las huellas del esfuerzo. Y así él mismo escribe: «Cuando uno se encuentra con las numerosas páginas perfectas, no se advierte el trabajo de pulido, sino que se piensa que los grandes artistas encuentran con naturalidad la eficacia y, por lo tanto, la perfección, como ese gran actor que, incluso cuando se acostaba, conservaba la dignidad y la elegancia misma con la que se acostumbraba a entusiasmar a miles de espectadores».
Hablando de Schopenhauer, Svevo afirma que «no existe signo de mayor nobleza de espiritud que la manifestación de solidaridad con hombres que han sufrido ideas que amamos». Reflexión atemporal, como también otra sobre la desorientación vital derivada de la privación de la libertad: «sólo hacemos nuestro deber dejando que nos pongan el uniforme y que nos controlen dentro de la colectividad más feroz. Y es muy cierto: de esa manera, a determinada edad, ninguno de nosotros es ya aquello a lo que la madre naturaleza nos destinaba». A raíz de estas palabras cabe reflexionar: ¿no son las redes sociales la cárcel de nuestros proyectos, antes que su liberación a la colectividad?
El estilo de Svevo esquiva cualquier ascensión poética: él aspira a convencer sin adjetivos ni metáforas. Esa desnudez voluntaria flota en las plazas amplias de Trieste, en las conversaciones de los cafés, en el silencio a medias de bibliotecas públicas. Son en estos lugares donde encuentro las mejores páginas de esta obra, y no tanto en sus apreciaciones sobre el arte o la política, a menudo enrevesadas y contradictorias. En la crónica de lugares y personas Svevo adopta ese estilo de árbol otoñal; una sobriedad que hace que el lector añada luz y matices a lo contado, y no al revés. Situaciones, lugares y personajes nos esperan detrás de cada página, y nosotros llevamos un arpón de luz. Como ejemplo de esta clase de artículos destacaría «El señor Nella y Napoleón», a mi juicio uno de las mejores crónicas del volumen, y donde la Historia en mayúsculas y la biografía de un hombre sin gloria se unen dentro de la observación social, y se hacen gran literatura.
Italo Svevo y James Joyce se conocieron en Trieste cuando Svevo tenía entonces cuarenta y seis años. De regreso de un viaje de negocios a Londres, y con objeto de mejorar su nivel de inglés, Svevo se matriculó en la academia de idiomas Berlitz. Allí, un joven Joyce daba clases. Usando el dialecto triestino, Svevo le habló de sus aspiraciones literarias: le mostró su novela Senilità, y Joyce la leyó con entusiasmo. En París, Joyce introdujo a Svevo en las corrientes de vanguardia, y logró por fin encontrarle un editor. El oficinista bancario que robaba horas al día para poder escribir, que luchaba contra una identidad partida, contra una mujer que rechazaba sus sueños literarios, y contra una ciudad siempre en tránsito a otra identidad, había logrado un reconocimiento último. Una identidad. Una consciencia.
Conoció al fin la fama y la gloria, pero fue demasiado tarde. Murió en 1928 tras un accidente de coche. Como señala Cuqui Weller en su prólogo, era un accidente ya escrito, pues Svevo había advertido del riesgo de este nuevo invento durante su estancia en la capital británica. ¿Quiere rezar?, le preguntaron en su lecho de muerte. Svevo respondió: «cuando no has rezado nunca en tu vida, no tiene sentido hacerlo en el último minuto». Le preguntaron también si se lamentaba del tiempo perdido en sus trabajos como oficinista. «No creo que haya perdido mi tiempo. Mi militanza fabril me ayudó a estar en contacto con el mundo real». Un mundo del que quedan sus páginas y del que se marchó con su muerte, la que ocurre de nuevo cerrando el libro. Lo cierro y recuerdo el comentario sobre las Memorias de los hermanos Goncourt; un comentario de Svevo que bien se puede aplicar también a sus Ensayos: «Al acabar el libro se siente, más que la pena de haber acabado un buen libro, la de abandonar una compañía tan agradable». La compañía de un triestino, y por lo tanto la compañía de una identidad variable.
Al devolver el libro a la estantería, suena un acorde. Pienso en Jaume Vallcorba, creador de las editoriales Acantilado y Quaderns Crema. Vallcorba, fallecido en el verano de 2014, decía que no apreciaba tanto los libros por lo que había aprendido o disfrutado de ellos, sino por lo que le habían acompañado a lo largo de su vida. La familiaridad de una melodía canturreada a todas las edades. En figuras como las de Vallcorba o la de Joyce reside una virtud literaria, pero también enólogica: el buen olfato. Saber encontrar en un mundo plano alturas como la de Svevo. Saber editarlas. Para Vallcorba, las obras de un catálogo debían dialogar entre ellas. Y así ocurre. Porque cuando devuelvo el volumen de Ensayos a la biblioteca, suenan otras dos obras de Páginas de Espuma: un acorde con Andrés Neuman y sus Barbarismos y con Eloy Tizón y sus Técnicas de Iluminación. Detrás de Páginas de Espuma se aprecia una voluntad decidida por cuidar la forma externa del libro. Los volúmenes de su catálogo se acarician, apoyados uno sobre el otro, y así sucesivamente, como una cadena. Estos Ensayos ya hablan en mi salón con las definiciones de Neuman, un argentino que se siente español en Buenos Aires y argentino en España; los dos dialogan, a su vez, con los cuentos de Eloy Tizón, que según el propio Neuman nació en Madrid «y en unos cuantos lugares más». Tres obras de tres artistas maravillosamente descolocados en el mundo, y que forman un solo acorde buscando una identidad.