‘La forma de las ruinas’, de Juan Gabriel Vásquez

Las teorías de la conspiración son enredaderas: se agarran de lo que sea para subir y siguen subiendo hasta que no se les quite lo que las sostiene.

Daniel Dilla Quintero
El Buscalibros
4 min readOct 3, 2016

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La autoficción contemporánea es a la literatura lo que el tartar de atún a la gastronomía: una moda. Así que no sorprende comenzar La forma de las ruinas, novela del colombiano Juan Gabriel Vásquez, y encontrarse, dentro de la historia, a su autor, que nos narra los sucesos en primera persona. Vásquez presenta dos hechos fundamentales en la historia reciente de Colombia: la muerte, en 1914, de Rafael Uribe Uribe, general de talante liberal, y el asesinato, en 1948, del líder Jorge Gaitán, crimen que dará inicio a un periodo de violencia ciudadana en el país conocido como bogotazo. El tema esencial de la novela no es tanto dar luz o profundidad al relato oficial de estos dos asesinatos, como, más bien, llamar la atención sobre los interrogantes que rodean cualquier interpretación de la historia.

Si no sorprende que el libro se sirva sobre un plato de pizarra, porque es lo que impera hoy, sí que nos llama la atención, y no es favorable, el tiempo que se toma la historia en arrancar. Hasta la mitad del relato el lector se contagia de la misma apatía que su autor muestra hacia las teorías conspirativas. Aquí radica una contradicción: a la novela parece que la motiva una especie de lealtad hacia los hechos invisibles del pasado, pero su autor, escéptico, no parece muy interesado en dejarse llevar por las elucubraciones que giran a su alrededor. La conexión de los asesinatos con el de Kennedy, la película de Zapruder que dio testimonio al mismo, la larga escena en el hospital sobre la eutanasia, la reiteración cansina de unos pocos elementos materiales guardados celosamente en un cajón, o la conexión entre la historia individual de su autor — contada a través del nacimiento difícil de sus hijas — y la reflexión histórica, son elementos que no acaban de funcionar. Aunque en todos ellos parece habitar una especulación de la verdad oficial, su mezcla resulta forzada, distrae antes que centra la atención y, por encima de todo, hacen de la lectura un espacio donde domina la confusión y el tedio sobre el interés. Vásquez, no obstante, es siempre un narrador formidable, cualidad de la que ya ha demostrado buena cuenta, y por ello que, incluso con sus aspectos más discutibles, esta primera parte esté incluso próxima a ser buena.

Hacia la mitad de la novela, un personaje le dice a su autor:

«Es la labor más noble que puede llevar a cabo una persona, Vásquez: desbaratar una mentira del tamaño de un mundo».

Contagiado con la fuerza de esta idea, surge entonces el mejor personaje del relato, Marco Tulio Anzola, un joven abogado que inicia un periplo apasionante de pesquisas a instancias, y con el apoyo de la familia Uribe, para esclarecer la muerte del general. A esta motivación corresponden las páginas más brillantes de la novela, y que solo ellas justifican la lectura. Es imposible no correr con la vista línea tras línea, párrafo tras párrafo, aturdidos por la tensión del relato y la concatenación precisa de los sucesos. El mundo queda en suspenso, los correos y las llamadas y las tareas pendientes, y uno solo puede tener en la mente la urgencia de querer avanzar, con agilidad, y leer. Estas páginas nos hacen perdonar la lentitud con la que la historia se puso en marcha, están llenas de agilidad y de alta literatura.

La novela se termina con una sensación extraña, como de regla aritmética equivocada. El autor se ha metido en la historia, ha roto la cuarta pared, pero no para acercarnos más nuestra mirada a los hechos, sino para, una vez próximos, y advertidas las grietas de lo oficial, girar la cabeza hacia otro lado. Y a su alrededor todos parecen buscar obcecados por una verdad, inventando teorías conspiratorias que, sostenidas con desigual fortuna, tienen siempre la potencia de la ficción. Parapetados tras el autor, esos personajes no logran transmitirnos su fascinación obsesiva por el pasado. Los restos de un hombre son, para uno de ellos, un extraño privilegio y, al mismo tiempo, un peligro. Por eso que este personaje se dirige al autor y le dice:

«Los restos (…) son armas potentes, y cualquiera los puede usar para cosas que ni usted ni yo podemos imaginar».

Efectivamente que la lectura confirma este inconveniente: tras el discurrir de casi seiscientas páginas, donde parece que solo por la palabra puede alcanzarse la verdad, ese peligro, vagamente anunciado, ni se entiende completamente ni mucho menos se llega a producir. Contagiado de esa desorientación, el autor define a la literatura, en su última parte, de una manera brillante, pero que suena a excusa de lo anterior: una extensa y multiforme declaración de perplejidad. En ese asombro por renegar de los recursos que él mismo despliega, la altura lejana de los personajes, la de Carballo y, especialmente, de Anzola, empequeñece y hace dudoso el punto de vista elegido por Vásquez. Como un disparo de tinta contra sí mismo, La forma de las ruinas, admirable a ratos, se desmorona por la voluntad de su autor a descreer perpetuamente de ella.

Ficha técnica:

La forma de las ruinas. Juan Gabriel Vásquez. Alfaguara. Barcelona, 2015. 547 páginas. 17,95 euros. Comprarlo en Amazon.

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Daniel Dilla Quintero
El Buscalibros

Colaboro en la web elbuscalibros.com, donde se pueden encontrar buenos consejos de lectura, y escribo con irregularidad periódica en taganana.wordpress.com.