La fortaleza gris, capítulo 8: «Confiando en el propio instinto»
Tras una interesante conversación con la Razón, nuestra joven se arma de valor y se dirige a la puerta ocho. ¿Qué peligros le aguardan aquí?
D e nuevo en la sala central del castillo, pero esta vez no es como siempre. Siempre ha estado impoluta, perfecta, y ahora hay unas marcas, como quemaduras en el suelo de piedra que van de la puerta nueve a la seis. Fijándome bien me doy cuenta de que esas marcas tienen forma: son huellas humanas grabadas a fuego en la piedra y parecen recientes ya que siguen de color rojo vivo. Alguien ha escapado de su habitación. Desconozco si han sido una persona o dos, porque parece que hay como dos caminos, como si los habitantes de dichas habitaciones se hubieran citado en la sala o se hubieran ido de paseo por el castillo. Algo me dice que debo dirigir mis pasos a alguna puerta, me da miedo quedarme ahí en medio y que alguien salga de nuevo a pasear. Si me encuentro con alguien quiero que sea porque yo lo decida, no quiero sorpresas. Así pues, atravieso la sala circular sin pisar las huellas ya que no quiero quemarme y me planto frente a la puerta número ocho.
Mi mano se cierra sobre el pomo y al girarlo encuentro una enorme habitación rectangular abierta al cielo. El suelo está cubierto de césped, por lo que antes de entrar, me descalzo. Es algo que siempre he adorado: andar descalza por la hierba fresca. Al frente otra puerta me espera. Ésta es más grande, preciosa, de doble batiente y coronada por un arco ornamentado en plata. Solo hay una cosa que me deja mal sabor de boca: un árbol seco, con una sola rama y sin hojas se sitúa a la izquierda de la puerta. Siento que no pega en este lugar.
Dirijo mis pasos a las escaleras que me llevarán a la puerta, peldaños blancos que en otro tiempo seguramente estarían pulidos, pero ahora tienen algo de musgo en los laterales. Subo por ellos hasta plantarme frente a una puerta de dos hojas, que vistas más de cerca son de madera clara pero están mal tratada. Empujo y entro a una sala totalmente oscura. A lo lejos, un foco de luz ilumina a una figura ataviada con una túnica marronácea y con una capucha blanca. Trozos de tela caen de sus mangas y se encuentra sobre un poste, como si estuviera agachada. Me maldigo por no haber traído mis gafas en este viaje y entrecierro los ojos para ver mejor ya que no acabo de distinguir bien. Inconscientemente doy un paso al frente y me doy cuenta de que entre el extraño y yo solo hay vacío. ¿Qué hacer en este momento? Si avanzo seguramente caeré irremediablemente aunque se me dijo que no podría sufrir ningún daño en el castillo, pero ahora mismo, pensando en frío la verdad es que no sé qué hacer.
Me agacho e intento tocar lo que sea que hay delante de mí con la mano. Es entonces cuando veo tres tocones frente a mí. Parecen estar ahí para llegar al otro lado y encontrarme con la figura de la túnica.
Una voz proviene de toda la sala: «Debes elegir». Izquierda, derecha o centro. ¿Qué tocón debo pisar? «Tu instinto, sigue tu instinto». La voz vuelve a escucharse por toda la sala. Se me ponen los pelos de punta. No es una voz conocida ni normal, pero una vez dentro de la habitación tengo que averiguar el misterio que encierra, así que cierro los ojos, intento dejar de pensar y mi cabeza se detiene en el tocón del medio. Una vez colocada sobre él, los dos tocones que estaban a los lados se tambalean y son engullidos por la oscuridad. No sé si he tenido suerte pero mi sitio sigue en pie y otro tocón aparece delante de mí acercándome más al extraño que habita en esta sala. «Si fallas, volverás a la sala circular» dice el extraño, ahora veo que es él el que habla porque me ha parecido ver que ha movido las comisuras de la boca. Ahora no tengo que elegir, así que de un salto me planto en el siguiente tocón. De nuevo aparecen más: uno a la izquierda y otro a la derecha. «El instinto carece de aprendizaje y de enseñanza. Es algo que se lleva en la sangre. En la piel. En el alma». Salto a la izquierda, sin pensar. Y el lugar del que vengo y el no elegido, arden en llamas cayendo al vacío. Tres nuevos tocones aparecen, cada vez más cerca del individuo. Salto a la derecha. Algo que habitaba en el interior de los mismos, los devoran, como si fueran termitas y los convierten en polvo. Otro tocón aparece delante de mí. Ya veo algo mejor al extraño y veo que tiene los ojos vendados y que a pesar de estar agachado, es tan alto como yo. Desprende un profundo olor, como a viejo. «Ahora camina hacia mí. Déjate guiar». Ahora es él el que da un paso, y se queda frente a mí flotando en el aire, sobre el inmenso vacío. Suspendido en el aire me hace una seña para que me acerque a él. No hay nada sólido donde pisar, pero verlo así frente a mí flotando en la nada, hace que imite sus movimientos y me plante delante. Confiaba en no caer, pero tampoco acabo de creerlo, por lo que mi cara debe mostrar algo parecido al miedo y al asombro. «Bien, bien. La confianza en uno mismo es el primer paso para la liberación. Acércate a mí, pequeña joya» me dice el extraño. Sonrío a la vez que contesto: «Si tú no confías en ti mismo, nadie lo hará». Ahora él es el que sonríe. Cuando llego hasta él, su voz vuelve a llenar la estancia: «Como recompensa por entrar en el Templo del Instinto, te premiaré con tres respuestas, pregunta pues pequeña joya».
La primera pregunta escapa de mis labios velozmente debido a mi curiosidad:
— ¿Por qué tanto interés en verme?
— Eres la primera que entra. Todos hablan de ti. El hecho de estar aquí demuestra que eres especial para el Señor del Castillo. Incluso el Rey Encarcelado está interesado.
— Ahora quiero saber quién es el Rey Encarcelado, pero ya será mi segunda pregunta y solo tengo tres…
— Te dejo profundizar en tu recompensa, así que tranquila. El Rey Encarcelado es el hermano gemelo de la Arquitecta, su dominio es La Jaula del Odio, la puerta número nueve.
— ¿Tú puedes salir de este templo?
— No. Solo Nueve y Seis pueden. Ellos llevan aquí desde antes de que se impusieran las Normas. El resto y yo mismo llegamos después.
— Así que ellos fueron los primeros, cuando no había normas…
— Exacto.
— ¿Y quién ha sido el último en llegar?
— No lo sé. Lo siento. ¿Cuál va a ser tu última recompensa?
— Tú eres el instinto, así pues, ¿qué te dice el propio instinto de mí?
— ¿En qué sentido? ¿General o algo concreto?
— Digamos que la primera impresión que has tenido de mí.
— ¡Ah! Fácil. Fue como cortar mantequilla.
— ¿Qué debo entender de eso?
— Que fue fácil conocerte, confiar en ti y dejarme arrastrar por tu estela. Supe que desde entonces todo iría para mejor. ¿Era eso lo que querías saber?
— Exacto. Mil gracias por la recompensa — digo alegre.
— Aunque…
— ¿Qué?
— Lo siento — comenta con tristeza.
Mi cara refleja perplejidad porque no entiendo el motivo de ese lo siento, pero enseguida sé el porqué: dejo de tener ese apoyo bajo mis pies que me hace flotar y caigo en la oscuridad. Pero tampoco es una caída, sino que parece que me sumerjo en un agua que se mete en mi boca y me impide nadar de lo espesa que es. Desesperada muevo los brazos mirando con angustia el rostro del Instinto. En el segundo que tardo en cerrar y abrir los ojos, me encuentro tumbada en la sala circular pataleando y dando manotazos al aire.
Continuará…