La agencia

Tomaron la decisión definitiva hace una semana. Era lo único que les faltaba para ser felices y, sobre todo, para volver a tener llena de eventos la agenda.

Casiopea
El Buscalibros
8 min readJun 3, 2016

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El matrimonio sube al coche. Es un coche grande. Por fuera es negro y está reluciente. Como un espejo. La tapicería es de cuero color crema y parece recién sacada del concesionario. Es un modelo antiguo, herencia de familia. El matrimonio se mira. La mujer sonríe y se le ilumina la cara con la ilusión de quien va a recoger un regalo. El marido le devuelve la sonrisa y le aprieta la mano, como queriendo infundirle ánimo. Ella baja un momento la cabeza, le suelta la mano, rebusca en el bolso. Luego vuelve a mirarlo con gesto confidente mientras le muestra un osito de peluche pequeño. El hombre la mira embelesado. Sus ojos van de su esposa al osito de fieltro marrón, con un elegante nudo walter en el pañuelo color burdeos que adorna su cuello y que ha hecho ella misma. La besa. «Le va a encantar», le dice. La mujer vuelve a sonreír y guarda el osito en el bolso. El hombre acciona el mando de la puerta del garaje y arranca.

Es media mañana. El matrimonio deja atrás una casa grande de paredes blancas, enredaderas trepando hasta las ventanas, escalinata para llegar a la puerta principal, terreno ajardinado alrededor, empalizada y portón eléctrico como medida de seguridad. Lo tienen casi todo. Casi.

Tomaron la decisión definitiva hace una semana.

Probaron primero con los perros, luego con un gato y luego incluso con un loro yaco auténtico que la mujer se había encargado de educar junto con un adiestrador a fin de que pudiera mantener con ella una conversación fluida, pero no funcionó. Determinaron que no estaban hechos para compartir su vida con animales de compañía. Los perros — un gran danés y un galgo afgano a los que recibían un rato por las tardes en el salón o en el despacho, el tiempo necesario para interactuar con ellos y tener luego tema de conversación y fotos que enseñar al día siguiente en el trabajo y el fin de semana entre sus amistades — se los terminó llevando el guarda. El gato se escapó por la ventana una mañana y no lo habían vuelto a ver. Fue la mascota que menos interés despertó en sus círculos sociales. El loro había permanecido en la casa seis meses. Se lo acabó quedando el adiestrador y aquella sí fue una pérdida relativamente dolorosa para el matrimonio: durante la estancia del loro en la mansión, recibieron más visitas de familiares y amigos y tuvieron más vida social que nunca en todos sus años de casados.

A pesar de su efectividad, se habían visto obligados a tomar la decisión de deshacerse de él. Sus trabajos, obligaciones y compromisos no les permitían dedicarle el tiempo que necesitaba y, cuando podían, no siempre les apetecía. Además sus amigos habían empezado a tener hijos y aquella variable cambió drásticamente su panorama social. Las agendas de sus amigos, conocidos y compañeros de trabajo con niños se llenaban de cumpleaños, fiestas infantiles, visitas del Hada de los Dientes o del Ratoncito Pérez, citas con el pediatra, baby showers importados y demás eventos relacionados con los nuevos miembros de la familia, al mismo tiempo que en las del matrimonio comenzaban a hacerse fuertes las páginas en blanco. Prácticamente todos los planes que les habían propuesto en los últimos meses eran infantiles, las conversaciones empezaron a girar en torno a tomas, pañales, llantos nocturnos, erupción de los dientes, remedios caseros para los cólicos, color y consistencia de las defecaciones, primeras palabras o enfermedades infantiles y, poco a poco, el matrimonio había ido quedando relegado a un segundo plano social. En sus círculos, eran una especie de parias sin niños. Pronto empezaron a no ser ni siquiera invitados a los eventos de los hijos de los demás: los padres consideraban que una pareja sin niños estaba fuera de lugar.

El viernes anterior, tras más de un mes de ostracismo y sin un solo evento social, el matrimonio resolvió acudir a la agencia.

Era una opción que ya habían barajado antes, aunque nunca en serio. La semana pasada, sin embargo, llamaron para pedir cita. Una operadora muy amable, luego de tomar sus datos, les informó de que les enviarían un cuestionario que debían cumplimentar antes de la entrevista, a fin de ajustar la búsqueda a sus necesidades. El matrimonio invirtió toda la mañana del sábado en responder las preguntas lo más detallada y verazmente posible. Luego mandaron aviso a su fotógrafo de confianza para que viniera por la tarde a tomarles unas fotografías, enviaron la que más les gustó a una diseñadora gráfica que encontraron en internet junto con las indicaciones pertinentes para que la convirtiera en una postal y el lunes, cuando recibieron el correo de la agencia confirmándoles que eran aptos, que admitían su solicitud a trámite y que la cita del viernes era en firme, enviaron la postal en la que aparecían frente a la chimenea tomados de las manos y con la leyenda al pie «¡Vamos a ser padres!» a todos sus familiares, amigos, conocidos y compañeros de trabajo.

La agencia dista un par de kilómetros de la casa del matrimonio. Es un edificio grande y amarillo, lleno de ventanas. Da la sensación de ser un gran hotel de carretera o una residencia universitaria. La mujer lo ha visto en fotos: a lo largo de esta semana ha visitado tantas veces su página web que ha tenido miedo de saturarla.

Para acceder al recinto es necesario mostrar la identificación al guardia de la barrera a la entrada. La mujer lo ve bien. La seguridad en un lugar así debe ser de suma importancia, considera. Un hombre uniformado como un botones de hotel de lujo les espera al otro lado de la barrera. Indica al marido que apague el motor, pide amablemente a la pareja que abandone el coche y, tomando las llaves que le tiende el marido, se aleja con él en la dirección que marca un elegante cartel negro con letras doradas en las que se lee «Aparcamiento para clientes». Otro hombre, uniformado como el anterior, aparece entonces en las escaleras de acceso a las instalaciones de la agencia. La mujer se admira. La entrada se parece a la de un hotel de cinco estrellas y es mucho más bonita que en las fotografías. El hombre les da educadamente la bienvenida y les invita a entrar a una recepción llena de plantas, de suelos impecablemente limpios y brillantes, paredes blancas, luz tenue y un suave hilo musical que da el toque acogedor. Luego los conduce por un pasillo igualmente inmaculado y silencioso hasta un despacho en cuya puerta de madera de roble cuelga un cartelito que dice «Dirección». El auxiliar llama, abre, entra, anuncia al matrimonio y se marcha una vez han entrado y cerrado la puerta.

La directora de la agencia, una mujer en la cincuentena, discretamente maquillada y vestida con un favorecedor traje dos piezas en color crema, saluda cordialmente al matrimonio y les indica que tomen asiento. Tras los formalismos iniciales, la directora da la espalda al matrimonio y se centra en las hileras de álbumes negros que tapizan la pared de su despacho. Tras examinarlos durante unos minutos, deposita sobre su escritorio un pesado álbum negro de piel en cuyo interior se encuentran, enmarcadas en terciopelo, las fotografías de los niños que mejor se ajustan a las necesidades, deseos y disponibilidad especificados por el matrimonio. «Tenemos más», apunta. «Pero estos son los que nuestro equipo de expertos ha seleccionado para ustedes». La mujer alarga las manos primero y toma el álbum. Nota cómo le tiembla y el marido viene en su socorro, ayudándola a sujetarlo. Con las cabezas unidas, van pasando las páginas lentamente, una a una. Ninguna de aquellas imágenes les dice mucho, en verdad. Con cada nueva fotografía se miran, menean la cabeza. La mujer comienza a inquietarse. ¿Qué pasará si acaban el álbum y ninguno es para ella? Ya han enviado las postales. Hecho hueco para la fiesta de presentación en sus agendas.

Entonces la ven. Rubia. Con trenzas. Los ojos muy azules. Cuatro años y todos los dientes en una sonrisa de ratoncillo.

La mujer, en un impulso, saca el osito del bolso y lo pone junto a la foto. Se le saltan las lágrimas al comprobar que parece hecho expresamente para ella. Lo llevará en sus fotos de presentación a la familia. La mujer mira a su marido, que le sonríe al verla tan contenta. Luego mira a la directora. «Esta», dice con firmeza. La directora les da la enhorabuena por la elección, separa la foto del catálogo — que devuelve a su sitio en la estantería tras ella — y se la entrega al matrimonio. Luego teclea un rato en el ordenador. Cuando ha terminado, imprime el documento y avisa al matrimonio de que se lo leerá en voz alta a fin de formalizar el trámite antes de firmarlo. Ellos se miran, sonrientes. La mujer aprieta muy fuerte la mano de su marido. Ambos firman una vez han escuchado las condiciones del contrato. La directora vuelve a darles la enhorabuena y pregunta si desean subir a ver a la niña, pero la mujer declina la oferta. No tienen tiempo. Deben estar de vuelta en media hora. «Como quieran», responde la directora sin inmutarse. La mujer saca entonces del bolso un documento cuidadosamente doblado y se lo entrega a la directora. «Es la agenda de la niña», explica. «De Eva. Así hemos decidido llamarla, en honor a mi bisabuela. Junto con la agenda he compilado una serie de datos que debe conocer sobre su nueva familia: nombres de sus padres, de sus abuelos, tíos, primos y otros familiares importantes; su nueva fecha de nacimiento, sus apellidos, los nombres de sus nuevos amigos, algunas canciones infantiles, que es intolerante a la lactosa y varias oraciones que rezará cuando nos acompañe a misa». La directora recoge la documentación y asiente. «A partir de ahora enviaré a la niña una agenda mensual para que conozca con antelación los eventos a los que nos acompañará y sepa cómo tiene que comportarse — prosigue la recién estrenada madre — . El primero será en la tarde del próximo sábado. Daremos una fiesta infantil en su honor para presentarla en nuestros círculos. El chófer vendrá a recogerla por la mañana. A las doce. Comerá y merendará con nosotros y la traerá de vuelta para la cena».

La directora asiente. Después, se estrechan la mano enérgicamente. La directora avisa al auxiliar para que acompañe a los padres primerizos a la salida, haciendo sonar una campanilla. Al llegar a la puerta, la mujer se detiene, mete la mano en su bolso y, sacando el osito, se vuelve y se lo tiende a la directora. «Para Eva», le dice. «Que no olvide traerlo el sábado».

En el camino de vuelta a casa, la mujer saca una foto del retrato de la niña usando su móvil. Luego accede al grupo de mensajería llamado «Madres», al que ha sido invitada esa semana, y la envía con la leyenda «Mi hija». Pocos minutos después, su teléfono emite varios pitidos. La mujer lo enciende y se le ilumina la cara al ver el mensaje: «Tiene cuatro nuevos eventos en la agenda». «Sí», se dice. «La de acudir a la agencia ha sido, sin duda, la mejor decisión de su vida».

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Casiopea
El Buscalibros

Distópica. Escritora cruel. Periodista por vocación y de profesión. Colecciono cuadernos. Cazatormentas. Amanecista. Tolkiendili. Sigue las baldosas amarillas.