La confusión

Hay equivocaciones que no tienen importancia, pero hay otras que pueden provocar consecuencias terribles.

Fran Rodríguez
El Buscalibros
3 min readDec 13, 2016

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L a semana pasada falleció Teresa, la abuela de mi novia. Teresa llevaba más de veinte años viuda y vivía sola en la casa más grande que yo he visto en mi vida. No llegué a conocerla, pero, según me contaron, era una mujer confiada, generosa y muy amable. «¡Un ángel, Fran, se nos ha ido un ángel!», me dijo mi suegra, entre sollozos, cuando llegamos al pueblo.

Al poco de llegar, la familia de mi novia me encargó que escribiera un discurso para despedirnos de Teresa, que además tendría que leer yo mismo en el funeral. Quise que me tragara la tierra en ese momento. «Pero ¡si ni siquiera la conocía! ¿Qué se supone que voy a escribir?», le dije a mi novia en cuanto conseguimos quedarnos a solas. «Tú escribe algo bonito, te prometo que te lo recompensaré cuando la hayamos enterrado», me dijo justo antes de meterme la lengua hasta la garganta. No pude negarme.

Me pasé toda la tarde pensando qué decir en el discurso y al final, a duras penas, conseguí escribir algo decente, recurriendo, cómo no, a unos cuantos tópicos y lugares comunes. A la mañana siguiente, durante la misa que precedía al entierro, el cura dijo mi nombre y me pidió que me acercara a dedicarle unas últimas palabras a la santa de Teresa. Inmediatamente todas las miradas se clavaron en mí y no me quedó más remedio que subir a leer al altar, muerto de vergüenza. Estaba tan nervioso que me temblaban las manos y se me trababa la lengua. Leído casi todo el texto, cuando ya parecía que iba a conseguir salir airoso de la dichosa encerrona del discurso, metí la pata al pronunciar una palabra. La equivocación no hubiese tenido demasiada importancia si no hubiese sido porque en lugar de decir «tu hermosa familia», que era lo que había escrito, dije «tu hermosa vagina». Creo que los gritos de mi suegra se oyeron en varios kilómetros a la redonda. Salí de la iglesia entre abucheos.

Después de aquello a mi suegra le dio una bajada de tensión, luego enterramos a Teresa y, por último, nos reunimos todos para comer en la casa familiar. Las miradas que me dedicaban los presentes eran fulminantes y mi novia estuvo toda la tarde sin hablarme. Por la noche, calmados los ánimos, mi novia me dijo que me esperaba en la habitación para darme la recompensa que me había prometido. Se despidió de su familia diciendo que estaba muy cansada y que prefería irse a la cama a dormir. Yo no tardé demasiado en desaparecer también de allí. Me dirigí a la planta de arriba, en la que se sucedían todas las habitaciones en torno a un enorme y oscuro pasillo. Entré en nuestra habitación, me quité la ropa y me metí en la cama. «Ya estoy aquí, viciosilla», dije. Lo siguiente que recuerdo es un golpetazo en la cabeza y a mi suegra con la cara desencajada, gritando y llamándome degenerado. Evidentemente, me había equivocado de habitación, pero nadie me dejó explicarme. Me echaron en plena noche de la casa y, desde entonces, mi novia no me coge el teléfono.

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Fran Rodríguez
El Buscalibros

Soy Community Manager y creador de contenidos digitales. También escribo relatos y administro @elbuscalibros.