La muerte de un viajante, de Arthur Miller

La reflexión sobre el lugar e impacto que ocupan los sueños incumplidos. Cómo se puede vivir (o no) próximos a todo aquello que no logramos.

Daniel Dilla Quintero
El Buscalibros
4 min readJun 13, 2016

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Lo más valioso de La muerte de un viajante es lo minúsculo de su motor: la explicación de la historia cabe en la cáscara de una nuez. Si el texto es leído, no prestar atención a un párrafo — una persona en el metro — significa no comprender su totalidad. Si la obra despliega su naturaleza, se hace teatro, entonces el riesgo es máximo: basta una tos inoportuna, un momento solo de falta de concentración, para que la historia pierda parte de su sentido.

Como pocos piensan y muchos copian, de la obra de Miller se dice lo mismo ad nauseam: que refleja con fidelidad el meridiano del siglo XX en Estados Unidos, años dominados por la indefinición social y los cambios tecnológicos; que Willy Loman, su protagonista, cuestiona el sueño americano, y en su duda la trastienda oscura del materialismo capitalista. Si la obra de Miller solo fuera eso, si La muerte de un viajante fuera apenas el testimonio acertado y fiel de su época, no hablaríamos todavía hoy, con asombro, de ella. Las obras clásicas se despegan de los calendarios, y valen para cualquier tiempo. Hay un error terrible en los estudios literarios universitarios — decir uno responde a un propósito de síntesis — : pretender que todo lo explique el entorno. Por ese afán se explica que cualquier capítulo de cualquier libro de literatura arranca con un análisis social e histórico de una época. Luego se busca y, si hace falta, tergiversa la obra, con el objetivo único de que el relato tenga sentido con lo que a su alrededor sucede — ¿pero es que lo que sucede alrededor solo ocurre de una manera? — . Por eso que las obras clásicas, y la de Miller lo es, tienen que, cada poco, despegarse de la caspa académica que, ay, las alejan de los lectores.

La muerte de un viajante, duchada con un champú contra la erudición y el historicismo, es una obra magnífica. Rápida, divertida, emocionante. Solo la estropea el innecesario Réquiem final, porque toda la obra, desde su mismo título, es una muerte anunciada. Desde su primera línea el lector se siente arrojado a una cuneta, a fiestas que suceden siempre fuera de uno, a las que nunca fue invitado, pero de las que toca recoger los vasos. Willy Loman es un hombre al que la vida no le reconoce su pasado, lo que alguna vez logró y ya nadie recuerda, como cuando a un jugador se le pregunta, recién ganado un título, si ya piensa en el siguiente. Willy Loman es incapaz de cumplir los objetivos que el mundo, hoy, le exige. Los sueños cada vez le pesan más y las fuerzas cada vez menos. Está lleno de ideales y carece de los medios para conseguirlos: una tragedia. Regresa agotado a casa, donde todo su mundo derrumbado se hace material: una mujer que debe coser para ganar dinero, un espectro que deambula por la casa y es el trasunto de su pasado, el recuerdo de por qué sus hijos ya no creen en él. Arrastrado por una lucidez última de cansancio, visualiza sueños breves que el amanecer apaga. Mira entonces por la ventana: perfiles y más perfiles de casas. Los sueños de los demás se hacen viviendas, ladrillos, existencias, proyectos, jardines, porches, barbacoas, abundancia. Todo el mundo, salvo el suyo, parece que avanza, porque sus sueños se desenmarañan en insomnio, son globos que la luz del sol convierte en nada.

Hay otras lecturas posibles y gozosas en la obra de Miller. Como carreteras secundarias, son trazados sinuosos, menores, que pueden pasar desapercibidos, pero que nos llevan a lugares remotos que parecen nunca antes transitados. De ellos destaco no tanto la historia de Ben, hermano del protagonista — sus negocios en Alaska no dejan de ser el vaso cóncavo que multiplica lo que Willy no fue — , sino que más bien destaco la relación del protagonista con sus vecinos. Will Loman festeja que su hijo sea well-liked, y ello significa — paradoja — que no le importe saber que se dedica al robo de madera en casas ajenas. La importancia de las apariencias — epítome de un comercial — parece ser el eje centro de la vida del Willy Loman, y esa virtud es transmitida a su hijo como un terrible error genético. Da igual que no estudie, da igual que sea un desastre en las matemáticas y que le vayan a echar del colegio: Biff, hijo de Will, es un chico apuesto, que podría llevar una vida como la suya, ficticiamente positiva y objetivamente mala. Pero hay algo más: esa nuez amarga que la lengua muerde y que destapa la historia. La de un hombre que cargó el mundo de sueños sin advertir que acabaría huyendo de ellos. Romped la nuez, escuchad, ved, leed: la historia de Miller aguarda ser contada.

La muerte de un viajante. Arthur Miller. Edición de Ramón Espejo Romero. Ediciones Cátedra. Madrid, 2010. 328 páginas. 15 euros. Comprarlo en Amazon.

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Daniel Dilla Quintero
El Buscalibros

Colaboro en la web elbuscalibros.com, donde se pueden encontrar buenos consejos de lectura, y escribo con irregularidad periódica en taganana.wordpress.com.