Noches sin dormir, de Elvira Lindo

De cómo es posible quedarte diciéndole adiós a una ciudad que, sin quererlo, te andaba queriendo. Un paseo por Nueva York desde los recuerdos de una española.

Imuka de Sebastiane
El Buscalibros
5 min readJun 17, 2016

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¿Por qué escribir un diario nocturno? ¿Por qué el insomnio, a veces, se disfraza de musa?

«No duermas artista, no duermas, no te entregues al sueño». — Boris Pasternak

Con esta cita de Pasternak, Elvira Lindo quiere hacernos cómplices en su última novela, Noches sin dormir, de confesiones lúcidas, quizá un poco insomnes. Nos relata sus últimos días en Nueva York, desde enero hasta mayo del 2015, aunque ella, junto a su marido Antonio Muñoz Molina, lleva ya en esta ciudad once años. Nueva York, ciudad también insomne como la escritora: «Que no duerme, donde se puede comprar a cualquier hora, horas nocturnas que el trabajador ha de robarle al sueño para cuidar un poco de sí mismo». Nueva York es, a veces, también un poco protagonista de este singular diario donde la noche aparece como redentora, expiando sueños y espiando recuerdos.

Un diario «casero» (por el frío) y «nocturno» (por el insomnio). Porque un diario sirve para retratar la vida, pero a veces la vida te retrata a ti; es como un contrato con uno mismo donde confesamos nuestros delitos y curiosamente, a ratos, hay más ficción en ellos que en las novelas. Para Elvira Lindo es como una especie de «tesina» del final de sus días neoyorquinos, exponiéndose al juicio arbitrario del lector, sin opción a contratar servicios de un abogado defensor.

Retrata sus ambientes: externos, internos, pasados, presentes; a sus amistades, a su familia; saca recuerdos y los desempolva y, literalmente, hace retratos, fotografía sus últimos momentos como residente en Nueva York. La novela va acompañada de otro diario fotográfico, externos, de fotos hechas por la autora. Fotos de una Nueva York fotogénica, con gran expresividad visual, fuerte y potente, con cierto halo onírico.

Los paisajes de Nueva York, al atardecer, lleno de nieve, con ciertos tintes de frío soviético; el Nueva York subterráneo, en su metro y en sus gentes, a los que Elvira Lindo osa a hacer robados. Estos neoyorquinos a veces miran, otras no: negros, inmigrantes de tercera o cuarta clase, los losers, las excéntricas viejecitas. Gente transeúnte en soledades underground.

Son como retratos de barrio, sensitivos, tomados con disimulo, podría decirse que hay cierta poesía de lo cotidiano.

Es una narración visual, para que podamos compartir ese imaginario común que nos han transmitido de esta ciudad en múltiples películas.

Dentro de estas fotos están las «autofotos»: fotos del hogar, fotos de Antonio Muñoz Molina, de sus amistades. Estas fotos son más templadas, más nítidas.

Hay un diario con otros diarios dentro: un diario personal junto a un diario fotográfico, un diario musical, de series, de películas, de lecturas, de comidas y de lugares.

Es como si tuviera vida y se pudieran utilizar los cinco sentidos. Incluso puede que Elvira Lindo le esté poniendo su propia banda sonora original: melancólica, sosegada, nada estridente (como debe ser la música que acompañe al insomne).

Billie Holiday, esa gran voz que odiaba «melodías en línea recta» (un poco como la autora en esta narración, que salta y vuelve a recordar episodios de su vida anterior acomodados en un tiempo presente, pero con visos futuribles), Bessie Smith, Bola de Nieve, Bobby Short, Chet Baker junto al folk urbanita de Paul Simon y Nick Drake.

Música «con alma», como la canción de Dizzy Gillespie que le hace recordar los comienzos de su relación con Muñoz Molina.

Música que suena en «sus lugares», que frecuenta tanto porque le gusta ser «cliente fija».

En el Lam’s Club, el Barney, el Greenglass, el 21CLUB; restaurantes donde la comida se adereza con buenas conversaciones entre amigos: The Edge, Pampano, Knickerbocker.

Lugares que ha conocido gracias a su gran «vicio y pasión», que es el «zascandileo», el vagabundear por las calles, de arriba a abajo y de abajo a arriba; por Washington Square, Broadway, Brooklyn, Times Square, Harlem y siempre bordeando el East River, a veces el Hudson. Unas veces sola y otras acompañada.

Sus ilustres y carismáticos amigos, que van animando su soledad diurna, neoyorquinos no tan individualistas, aunque Nueva York se vea rodeada de una suma de individualidades, de extranjeros baratos.

Rubiela, «la profesional de la limpieza», que se parece a Giulietta Masina: bruja vegana, con gran fortaleza, que limpia la casa a los famosos y a la que apetece pedir consejos.

Julián Tepper, camarero-novelista del Barney al que apetece leer.

Dani, el peluquero en su Salon West, al que le encanta escuchar historias de la mezquindad de los ricos y al que no nos importaría pedir un cambio de look.

Las «Almagro Sister», esas malagueñas «flamencas», con un desparpajo apabullante, que no paran de hablar; a las que primero «se las sufre y luego se las disfruta». Dan cuenta de su particular forma de hacer turismo, donde lo importante es «disfrutar de la ciudad».

Pero nos quedamos con las dulces estampas que dedica a Antonio Muñoz Molina y a su padre. Sus dos grandes hombres (junto a Miguel, su hijo, que está al otro lado del charco).

Antonio es tratado con un dulce pincel: hay gran amor y admiración. Su generosidad a la hora de transmitir cultura, su benevolencia para el trato con los demás y su gran humanidad es clara y convincente a lo largo de toda la novela-diario.

Luego está su padre, al que dedica el diario. Diario nocturno, escrito después de las doce, lleno de soledades y recuerdos muy concurridos.

«A la memoria de mi padre, que nunca quiso tenerme tan lejos».

Deja claro su «arrepentimiento legítimo» por no haber estado más con su padre. Él, que siempre andaba preguntando que cuándo volvía. Padre a la vieja usanza: ni demasiado buen marido ni demasiado buen padre. Padres educados en una España un poco analfabeta en eso de lo emocional. Pero, inevitablemente, se les quiere.

Las idas con permanencia o las marchas sin regreso. Con Elvira Lindo siempre hay permanencias.

«La vida cosida por un hilo invisible que entrelaza relaciones caprichosas, pero posibles, no forzadas por las fantasías, a las que tan aficionados son los literatos, sino basadas en coincidencias reales».

Ya estamos en junio, y Elvira, junto a su esposo, andará por España, aclimatándose e intentando alegrar un poco este país, que, como bien sabemos, últimamente no gasta «mucho sentido del humor y anda muy enfadado».

Llevará, posiblemente, ese cartel que diga: «A esta mujer le gusta ser tratada con respeto no exento de cariño».

Es imposible no tenerle cariño: literario y humano.

Espero que sus amenazas sobre «no volver a escribir» sean solo falacias neoyorquinas y que siga siendo esa «traviesa de la nueva picaresca española».

Noches sin dormir. Elvira Lindo. Seix-Barral. Barcelona. 2015. 218 páginas. 20 euros. Comprarlo en Amazon.

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Imuka de Sebastiane
El Buscalibros

Actualmente opositora al Sillón iota de una Academia Evanescente. Amante y deudora de libros marcescentes para rimar con el horizonte manchego.