‘Vestido de novia’, de Pierre Lemaitre

¿Y si la locura fuera antes una consecuencia que un estado natural? De la locura y su origen — la venganza — nos habla esta novela.

Daniel Dilla Quintero
El Buscalibros
5 min readMar 18, 2017

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Pierre Lemaitre (París, 1951) es un escritor tardío. En 2013 salta a la fama gracias a un polémico Goncourt. Para algunos, la obra galardonada carecía de la altura literaria que se la presupone a este premio. Para otros, su autor — que entonces llevaba escritas cinco novelas — era epítome de una literatura popular y, como mucha, de alguna calidad. ¿Dónde está el juicio exacto? Tras leer Vestido de novia — una de esas obras previas, de calentamiento hacia el Goncourt — concluyo que el autor entiende la escritura como un placer, tanto de quien la oficia como de quien, contagiado, la recibe. Si la literatura popular significa tejer con habilidad una intriga, encadenar sucesos con la rapidez de un comic, evitando el aburrimiento de lo previsible, recurrir, si es necesario para mantener la emoción, a lugares comunes o de fuerte huella visual, centrándose siempre en la trama, evitando digresiones, y todo ello en un estilo práctico, directo, que permita leer bien en la cama, bien de pie en un autobús, rodeado de brazos ajenos, entrometidos, entonces sí, este autor es literatura popular. Pero además de calidad.

La impresión de una literatura de apariencia fácil remueve en mí una cuestión antigua. A quien, alguna vez, haya intentado narrar una historia, habrá descubierto, con asombro y también cansancio, lo difícil que es ceñirse a los hechos: perseguir que nuestra participación en ellos parezca como si nosotros mismos no hubiéramos intervenido, buscando, de esta forma, una distancia que sirva como potencia de verosimilitud. La aspiración de neutralidad es una meta para muchos inalcanzable, porque la omnisciencia — esa intromisión de patios y porterías, de madejas de pensamientos, de traiciones del recuerdo — es una parte difícilmente separable de uno mismo. Cíñase a los hechos, cíñase al enunciado, nos exigen tutores y jueces, se lo demandamos también nosotros a periodistas e investigadores, pero qué difícil es alcanzar la literalidad de los hechos, la pureza de palabras hasta el punto de que las palabras, exactas, parezcan no venir porque las hemos invocado, sino que, más bien, parezca como si las palabras hubieran estado siempre allí, antes incluso de que los sucesos ocurrieran, y para que, justamente, sucedieran. Oralmente todo es más fácil: nuestros labios crean historias sin cesar, y como interlocutores del habla sabemos que muchas de nuestras palabras son falsas o distorsionadas, y que somos incluso capaces de morir sin revelar la verdad de nuestras mentiras o silencios. Pero en la escritura esa pretensión de exactitud es una cima difícil que, curiosamente, hay que alcanzar para que, desde ella, se apoye toda una gran mentira, que es la ficción. La obra reseñada me hace admirar el prodigio de lo simple, de la precisión sobre lo que ocurre, sin intervenciones valorativas, y responde a la pretensión de verosimilitud de una manera muy favorable: Vestido de novia es un disparate completamente creíble, porque apunta siempre hacia lo concreto, evita, en su engaño, lo superfluo, como un hábil iluminador de teatro que sabe a dónde dirigir, en cada momento, el cono de luz: luz sobre la ficción, que en la novela es verdad, debe ser verdad, y la verdad contra un fondo de mentira, que son nuestras vidas.

En ese remover de ideas que me ha producido esta novela me vienen recuerdos de primeras lecturas. Cuando era joven me parecía que el monólogo interior y la omnisciencia eran signos de alta literatura. Ese narrador sabelotodo que gobernaba el mundo desplegando anchos párrafos. Si abría un libro y veía grandes parrillas de diálogo, mis prejuicios decían: es malo. Si me encontraba, sin embargo, con eternas páginas sin puntos y aparte — Benet — afirmaba: aquí, aquí hay literatura. Hoy en día, aunque muchos autores me han confirmado lo errado de mi pensamiento — se me ocurren rápidos Modiano o Duras o Camus o Miller, autores inmensamente breves, casi a la manera de haikus — , sigo enfangado todavía en mis errores de base. Que una obra me saque de ellos — y de paso los colores — es algo que multiplica el valor de lo reseñado. En Lemaitre hay diálogos, hay aparente sencillez, hay párrafos mínimos –también amplios. Y todo ello no es literatura popular, o si lo es, es de calidad, porque apunta a una verdad. Su verdad.

Vestido de novia se sitúa dentro del género de intriga, pero no es una novela policíaca. En las pobladas estanterías dedicadas a este género, cuesta encontrar obras de un tema y su aproximación originales. Ahí radica la principal virtud de la novela, y también en cómo logra atrapar al lector. Si la intriga engancha es porque, aunque inverosímil, está dotada de un realismo que hace de la acción un lugar plausible. Aceptamos las reglas de su juego, y también las trampas cuando el desenlace parece próximo, al borde de nuestros dedos. Un error: el autor sonríe, pega una patada al misterio, y el misterio avanza hacia delante. La intriga busca ser adictiva, sí, pero, en última instancia, comprensible. Una aspiración que logra gracias a un estilo que es antes eficaz que estético –y, como mencionado antes, ello no es ningún demérito. Para que este efecto se perpetúe, lo mejor es guardar celo sobre su contenido: baste decir que la novela gira en torno a la venganza, a la capacidad humana de hacernos daño, tan inmensa que pueda abarcar toda una vida. Y ya he dicho suficiente: Vestido de novia debe recomendarse como un secreto, una puerta oculta. Que sea la novela misma la que, con toda su masa de ficción, nos perturbe, nos muestre no una manera de alterar la realidad, sino, más bien, de verla. Mucho de nuestra vida es mentira, pero en esta obra, también inverosímil, todo encaja como una apasionante verdad.

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Daniel Dilla Quintero
El Buscalibros

Colaboro en la web elbuscalibros.com, donde se pueden encontrar buenos consejos de lectura, y escribo con irregularidad periódica en taganana.wordpress.com.