Chile, otra isla

Dariel Pradas
El Caimán Barbudo
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12 min readAug 26, 2019
Virgen de la Concepción, cerro de San Cristobal, Santiago de Chile. Foto: Rachel D. Rojas

Tres cuartos de hora encerrado en este cuartucho pestilente… Cada diez minutos el guardia de seguridad privada del aeropuerto se asoma y, cada veinte segundos, una gota se desprende del falso techo abofado para fusionarse con agua que ya ha llenado medio cubo.

El hedor se hace más recurrente. Una peste indescriptible que llega lo mismo del baño que desde los colchones desparramados en el suelo, o quizás de esa gotera aderezada con el cobre de cables de electricidad y el yeso de la arquitectura con forma de embudo, por lógicas parecidas a las del surgimiento de estalactitas en las cavernas.

A pesar del cansancio y el aburrimiento, mis párpados están siempre abiertos y mi mano nunca suelta el equipaje. Un dominicano, un hondureño y dos venezolanos disfrutan de una siesta a pierna suelta mientras yo, desde una silla, los miro cauteloso para luego contemplar mi maleta, los colchones vacíos, la gota cada veinte segundos y el guardia que a los diez minutos vigila al dominicano, al hondureño, a la pareja de venezolanos y a mí, sin diferencia alguna. Somos todos posibles inmigrantes.

Las regulaciones aeroportuarias de México permiten a los viajeros internacionales hacer escala en este país sin tener visado de entrada, siempre que tengan en orden los billetes de conexión para el próximo vuelo y salgan dentro de las siguientes 24 horas. De cualquier manera, los pasajeros tienen que pagar el equivalente a 70 dólares por una especie de visa temporal, no abandonar el aeropuerto y permanecer retenidos en un local bajo la supervisión aduanera.

Y aquí estoy, en la “zona de tránsito” del Aeropuerto Internacional Benito Juárez, de Ciudad de México, donde hasta los supervisores armados que me atropellan me piden propina.

No es mi primera vez en esta habitación transitoria. Hace una quincena, de ida hacia Chile, estuve dos horas; ahora, de regreso a Cuba, el cambio de horario entre Santiago y el Distrito Federal sumó tres horas más a la espera.

Observo la calma de mis compañeros caribeños, acostumbrados tal vez a dichas situaciones. La incertidumbre no me deja tranquilo: los cien malentendidos que pudieran ocasionarse, el pasaporte que no me devolverán sino en La Habana. Recuerdo una sensación similar ocurrida en Valparaíso, la segunda ciudad más poblada de Chile, donde los barrios emergen sobre cerros bien pronunciados y la niebla primaveral difumina los montacargas del puerto.

Zona de tránsito en México. Foto: Rachel D. Rojas

Se habían apagado las luces del reparto donde nos alquilamos dos amigas y yo. Nos movíamos en Uber cuando sucedió el cortocircuito causante. Aún la lluvia caía como latas oscuras y congeladas mientras nos desplazábamos en círculos, extraviados, porque los nombres de las calles, en los GPS de los celulares y el taxi, no coincidían con la dirección real del hospedaje. Para colmo, no conocíamos el lugar a simple vista. Bajamos del auto en una zona cercana, o eso creímos, y decidimos caminar y pedir orientación a algún lugareño. Pero era de noche, el vino asediaba el hígado y no había luz ni almas en la calle.

Con trabajo logramos encontrar el alojamiento, pero cuando intentamos introducir la llave en el cerrojo de la puerta, no logró acoplarse de ninguna manera. Un viejo, presunto dueño de esa casa desconocida, se asomó de golpe a la ventana. Nos disculpamos y le explicamos de dónde venimos y adónde queríamos ir y el hombre, antes temeroso, de repente se brindó con confianza a salir de su casa y ayudarnos. Pero demoraba, seguía demorándose: de viejo bonachón se había convertido, al menos dentro de mi mente, en una solitaria y misteriosa persona, a un paso de ser un sociópata. Pensé en la pistola expuesta en la vitrina de una tienda para machos, siete cuadras más abajo, junto a cañas de pescar, botas con espuelas y otros productos en venta. En Valpo, una 9 mm de segunda mano es más barata que la suma de las entradas para tres turistas al Museo de Arte Precolombino más una visita al mirador del Costanera Center en Santiago de Chile.

Ya el miedo era real. Los tres cubanos nos miramos y tuvimos sentimientos encontrados cuando a trote nos largamos de ahí antes de que el viejo demente saliera de su casa.

Me río solo. El aduanero se percata y se fija en mí por un instante. Lo ignoro. En general, la experiencia en Chile no estuvo mala. Todavía me llegan nítidas las imágenes de la primera noche en Santiago: los brillos del aeropuerto Arturo Merino Benítez, el frío, el vaho en mi boca, un taxi, la carretera, carteles con supermodelos, más carteles sobre edificios, las luces, el hotel, pesos chilenos por dólares, un restaurante italiano, vegetales con pechuga de pollo, cerveza… el camarero que reconoció nuestro acento porque trabajó antes con cubanos; el compatriota que emigró, amigo de una amiga, que nos invitó a cenar… charlas sobre violencia, pandillas con gorras, algo sobre sujetar los celulares con dos manos, Venezuela… otra cerveza… el camarero que canta algo parecido a un tango de Carlos Gardel, solo que no debió ser tango ni Gardel porque ambos son etiquetas argentinas, y un chileno no recibe a extranjeros con argentinadas.

El pseudotanguero aficionado presentó a Chile como un estado unitario y presidencialista, ahora en tiempos de democracia. De alguna manera terminó describiendo hasta la distribución de clases sociales y los ingresos correspondientes a cada una de estas. Salió el tema de los mapuches, él se encogió de hombros como si aquella conversación no valiera la pena y se refirió a un pueblo que simplemente se rehúsa a aceptar la civilización. Descubrí, poco después del plato fuerte, que había sido militar en el pasado. Por la edad que aparentaba, probablemente pinochetista.

Se llena el local por veinte salvadoreños recién llegados de Estados Unidos, en camino a su tierra natal. Todos de buen humor, agarran colchones para recostarse. Bromean entre ellos. Algunos se quitan el sombrero. Una sola mujer viaja en el grupo. La más bromista. Me cierro. Acerco la maleta. No entiendo la jerga de ninguno. Desconfío de cualquiera, quizás porque nací en una isla y este roce de culturas me es inusual; o por la peste, la gotera y el guardia, que me hacen creer que en derredor todos son delincuentes.

Mi situación no es diferente a la de ellos, me pellizco. Chile también es una isla, esa idea se infiltra de repente en mi cabeza. Sí, una metáfora bastante repetida por los mismos chilenos: el desierto de Atacama en el norte, la cordillera de Los Andes al este, el Pacífico por el oeste y pingüinos en el sur. Una isla dentro de un continente. Si alguien rebusca en la historia de esa nación, encontrará que el desierto se hizo cada más extenso y las montañas, más empinadas; mientras caían las hojas del calendario, sus trincheras se fueron convirtiendo en fronteras.

Todavía persisten las disputas limítrofes que causó la Guerra del Pacífico (1879–1884) que Chile ganó a Bolivia y Perú, con la cual se engulló los territorios de Tarapacá, Arica, Tacna y Antofagasta, y dejó sin litoral a uno de los vencidos. También continúan desavenencias con Argentina por el calcañal de Las Américas, aun después del Tratado de Límites de 1881, con el que se repartieron la cordillera y la Tierra del Fuego.

Los chilenos se sienten aislados, pero no se muestran ingratos con el destino de una insularidad simbólica. Parece agradarles ese estatus. ¿Para qué ser latinos?, confesarían algunos solo en su intimidad conyugal.

Cerro en Valparaíso. Foto: Dariel Pradas

Las calles de Santiago se encuentran repletas de haitianos que venden agua, de puestecitos de comida peruana, tiendas con baratijas chinas, argentinos, bolivianos y venezolanos que acaparan los empleos como plagas; o así piensan algunos de los nativos más retrógrados. Sin embargo, muchos “progresistas” utilizan trabalenguas para repetir lo mismo.

Érase un bar, a media tarde, recién servida la segunda jarra de la cerveza belga Stella Artois. Me espanté un buche, hipé y seguí charlando: “…con la solvencia económica que tiene Chile en estos momentos, la inmigración ha aumentado en los últimos años”, dijo mi interlocutor, un joven de izquierda, descendiente de una colonia alemana. “Por ejemplo, los argentinos… los argentinos no han sabido gestionar con eficiencia su economía, la han arruinado, y entonces vienen acá”.

Según datos publicados por el Instituto Nacional de Estadísticas de Chile, al cierre de 2018 el número de extranjeros residentes en el país ascendió a un millón 251 225 personas, correspondiente al 6,6 por ciento de la población total. La mayoría de estos procede de Venezuela (288 233), Perú (223 923) y Haití (179 338). Además, habitan alrededor de 75 mil argentinos y 16 mil cubanos.

“… Y ahora que les hemos ganado la Copa América del Centenario”, continuó la tertulia sobre los argentinos, “están muertos de envidia”.

Pitazo final. Cero a cero. Tanda de penales. Romero atrapa el disparo de Vidal. Le toca a Messi: por encima del travesaño. El público se desborda. Aciertan los próximos futbolistas. Tres a dos. Biglia falla. Los argentinos rezan. Silva remata y Chile se corona como campeón de la copa América.

En el bar, la conversación se fue animando. Nos burlábamos de nosotros mismos. Descubrí que tengo acento. Los dos chilenos allí presentes me imitaron: parezco una copia de Tony Montana en Scarface; Al Pacino con “chico” por aquí y “chico” a cada rato. Hablamos de preservativos. De lo baratos que son en Cuba. Ese es el gran problema de nuestro país, comentaron ellos, porque el aborto es ilegal. Cada vez que hay un desajuste de esa índole, se soluciona con bisturí y el aborto es justificado por los médicos como una urgencia de apendicitis. De los países en el continente con más altos grados de apéndices defectuosos, a veces –aseguraron con ironía– hasta más de una por mujer. “Pero es una enfermedad de señoras con plata –aseveró una muchacha del grupo–; las pobres utilizan cucharas calientes para abortar”.

“Es serio… –reiteró el pichón de alemán respecto a los precios de los condones–, sobre todo porque el chileno tiene mucho sexo. Está probado estadísticamente que, de Latinoamérica, los chilenos son los que más follan”. Los cubanos nos miramos. “No es mentira –insistió– existe una explicación científica: es por el frío, ¿cachái?”.

“¡Tres canillas, tres canillas!”, le grita jocoso un salvadoreño a su paisano. Cuando miro el reloj, ha pasado hora y cuarto desde que llegó el grupo grande a la zona de tránsito. Y aún seguían molestando con lo de “tres canillas” — versión centroamericana del hipersexuado “tres patas” cubano. ¡Qué diferentes a los chilenos son esta gente!

En distintas ocasiones de mi estancia en el cono sur, varios santiaguinos admitieron poseer de manera autóctona un temperamento reservado y austero. Uno de ellos explicó que aquella conducta se remite a los tiempos de la dictadura de Augusto Pinochet, cuando las máscaras evitaban desapariciones.

El 11 de septiembre de 1973, las Fuerzas Armadas descarrilaron la “vía chilena al socialismo” propuesta por el presidente Salvador Allende. Vendrían después casi 17 años de régimen militar, 40 mil fallecidos y 200 mil exiliados, hasta que con el triunfo del “No” en el plebiscito de 1988, dejarían de conservarse los poderes del dictador.

Sin embargo, tras “entregar” la presidencia el 11 de marzo de 1990, Pinochet continuó como comandante en jefe del Ejército. Ocho años después, cedió el cargo a cambio de ser senador vitalicio, puesto que solo le duró hasta 2002. Su currículum cerró en 2006 por un infarto agudo del miocardio. Cuando todos daban por sentado que ya nunca moriría, lo hizo con la naturalidad que le procuraron sus 89 años de edad.

“Cuando cayó el régimen y llegó la democracia, ambos bandos hicimos un pacto no escrito contra la violencia. Estábamos cansados. Cansados de todo…”, me explicaba Mauricio, un intelectual llegado a sus cincuenta.

No sé si las contradicciones son generacionales, o de ideologías tal vez, pero los jóvenes con los que compartí una tarde, consideran que su país, el mayor productor de cobre en el mundo, hoy continúa atado, de cierta manera, a buena parte del legado pinochetista. Para ellos, el neoliberalismo, incluso algunos de los poderes políticos actuales, constituyen la prueba de que Pinochet, o sea, su gente, nunca llegó a soltar por completo las riendas del país.

Los veinteañeros me hablaban de Allende con simpatía. A pesar de que muchos le atribuyen la invención de las colas en Chile, lo reivindican como “quien nos dio el cobre” (nacionalizó este rubro en 1971) y “a quien nunca le dejaron probar la funcionalidad de su gobierno”. Y efectivamente, el mandato del presidente socialista profundizó su crisis debido a la presión económica de Estados Unidos.

Lo curioso es que Allende, autoproclamado marxista, no era de ninguna manera comunista para estos muchachos. “Jamás izó la bandera del comunismo”, afirmaron. “Realmente nadie sabe qué habría logrado si Pinochet no lo hubiera derribado”.

El capitalismo está tan insertado en la sociedad y la cultura chilenas, que la palabra “comunista” es una blasfemia.

Y si la isla de Cuba es el santuario del socialismo en Latinoamérica, la isla de Chile es el del neoliberalismo. Incluso pudiera decirse que la economía del país ha sido eficiente bajo dicho modelo, si bien viviendo del salario mínimo, a un trabajador –presunto atleta sexual– probablemente le salga más barato criar a un hijo que comprar condones.

La zona de tránsito se convierte en una zona de silencio. Todos se duermen y solo escucho mi respiración y la gota. Me duele la espalda y los párpados me pesan… Las escaleras automáticas me levitan al cuarto piso del Costanera Center, el edificio más alto de América del Sur. Percibo una tienda a lo lejos que vende utensilios para esquiar. Un abrigo me fascina especialmente. La cara sonriente de un niño besa una Coca Cola Light. Salgo del edificio, todavía levitando. Las aceras son límpidas y los hogares lucen sus vallas blancas en las entradas. Una mujer hace footing y un hombre saca a pasear a su perro, mientras en el banco del parque dos ancianos pasan el rato. Todos son rubios y altos.

Siento que me halan y aterrizo en el metro, rodeado de rostros indiferentes, ansiosos. Los vendedores ambulantes pasan apurados por los vagones. Sin preámbulos, se destrozan a golpes dos personas en segundos. Se baja uno de los peleadores en la parada. Yo también lo hago. Tropiezo con gente de todos los colores.

En la superficie, una marcha pacífica de decenas de miles de católicos ortodoxos, con carteles y consignas, exige la desaparición del discurso de género. “Eso es democracia”, dice una chilena que solo observa.

Ya lejos de la marcha, lloro y moqueo por respirar residuos de gases lacrimógenos. Los carabineros (la policía) han apaciguado lo que minutos antes fue una protesta por los derechos del pueblo mapuche.

Foto. Rachel D. Rojas

Como si fuera telequinesis, me transporto al funicular del Cerro de San Cristóbal y logro apreciar toda la extensión de la ciudad: más de siete millones de personas se dan cabezazos en las aceras y el subterráneo. El cerro divide la ciudad en dos: la zona que conozco, la céntrica; y otra rasa, sin edificios que destaquen. Santiago son dos islas separadas por la montaña…

“¡Échate para allá con eso, tres canillas!”, me despiertan los chillidos de la salvadoreña. Me había dormido por pocos minutos y hasta soñé una mezcla de recuerdos de mi viaje a Chile. La gotera se había detenido.

La idea de la insularidad repica en mi mente como las campanas de la colonial iglesia de San Francisco, el monumento arquitectónico más antiguo existente en el país, a un costado de la Alameda del Libertador Bernardo O’Higgins, la principal avenida de la ciudad.

Pienso en Cuba, una isla real, física pero también mental. Como Chile, encerrada en sí misma, aferrada a sus ideas. Temo por las islas latinoamericanas. Por todas, incluso las continentales. Por la insularidad de nuestras mentes.

Me siento como un náufrago entre cuatro paredes, en un rincón olvidado de Ciudad de México. Y apenas llevo tres horas esperando el próximo vuelo.

En 120 minutos un guardia dirá mi nombre, firmaré par de papeles y subiré al avión finalmente. Sabré que estoy en Cuba desde el cielo, por el aire caluroso que me obliga a quitarme el abrigo.

Pero ahora escucho al dominicano conversar con cuatro de los salvadoreños. Mencionan sus países de origen y las adversidades que siempre deben superar para regresar a casa. Se ríen. El hondureño se une a la charla. Opino sobre cualquier cosa. El dominicano descubre que soy cubano, por mi acento de Pitbull, dice. Alguien saca galletas, las reparte entre los condenados al limbo de la zona de tránsito. Nos hacemos preguntas. Termino hablando sobre internet en Cuba. Pasa el tiempo. Se van los veinte salvadoreños. Cada uno se despide de mí con choques de puños, hasta la mujer. Se ven felices. Le toca al dominicano. Un abrazo y andando.

Entra gente nueva. La peste del cuartucho arrecia. La gota vuelve a caer.

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