Crónica de una filóloga en el Pico Turquino

El Caimán Barbudo
El Caimán Barbudo
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La montaña de pronto fue más que tierra y elevación, fue el estrepitante alivio de un cuerpo que por fin se aplacaba a la respiración pausada de unos jóvenes pulmones…

Por Lizabeth Gabriela Rodríguez Frometa

Fotos: Andy Clemente Gago

A mí me avisaron de este loco viaje una noche en la que el estrés y la ansiedad hacían callar a mi optimismo. No creo ser la única estudiante universitaria que pasa por momentos en los que siente que el agua del vaso le llega hasta el cuello (a todos nos pasa, así es la vida), pero, a pesar de esa circunstancia, un mensaje con una propuesta consoladora cambió mi estado de ánimo al instante.

¿Subir el Turquino?¿Por qué?¿Para qué?

No me lo cuestioné demasiado porque mis pies se sentían inquietos de tan solo pensarlo, aunque días después encontraría las respuestas.

Estaba emocionada, parecía una niña a punto de ir al lugar más hermoso del planeta, en parte porque iríamos al punto más alto de toda Cuba sobre el nivel del mar, y eso conllevaba nubes, naturaleza, una meta, sentirse digno de vivir y disfrutar la gloria de un paisaje precioso.

Desde el día uno, cuando nos reunimos en la terminal de trenes de La Habana, se veía la emoción en los rostros de jóvenes que, al igual que yo, estaban allí por una oportunidad, una elección que se nos hacía dulce a los recuerdos, la satisfacción de contar tan magnífica travesía. Y allí estábamos todos, montados en un tren, de camino a una montaña, agotando las horas de charlas y de sueño para que el tiempo transcurriese más rápido.

Éramos 48 efímeras vidas moviéndose hacia el suroeste de la isla.

En las horas iniciales no faltaron las expectativas, los gritos, las bromas y cánticos para atenuar los minutos que se hacían horas, y, a pesar de que la lluvia bañaba al municipio Buey Arriba, nuestros ojos purificaban el aire con la empatía y confianza que comenzaba a aflorar.

Llegamos al primer campamento en horas de la madrugada. Fue difícil, duro, y un poco desalentador, estábamos agotados y saciados de sudor y lluvia. Sin embargo, hubo un momento en el que apreciar nuestro alrededor colmó de placer a los músculos cansados, se aminoraron las quejas, se respiraba más lento, se contemplaba con más intensidad.

Cuando ya todos se habían relajado pudimos comer y seguir en la cháchara. En estos primeros momentos pude notar el esfuerzo de J, el líder de nuestra guerrilla, la constancia de Rivas, el ímpetu de Sofía, la amabilidad de Amalia, el coraje de los estudiantes de FCom, la paciencia y ayuda de Celia y Jorgito, los ánimos de Dailene (la profe) y el entusiasmo del resto.

Al siguiente día, listos y con más decisión que nunca, partimos con la mañana y una tenue luz que nos avisaba del clima húmedo de la Sierra, el rocío y el cobijo de los árboles. El fango marcaba los pasos que se iban dando. Nos aferramos a piedras, ramas, troncos y a las voces de quienes gritaban penitencias de voluntad.

Sobre el mar verde a disposición nuestra estaba el azul del cielo, olas de vapor de agua. Las piedras fueron peldaños en el derrotero del Turquino, no molestaban, eran parte del proceso. Cada caída, resbalón, no eran motivo para detenerse, cada pisada era un metro menos que recorrer, una distancia más cercana al objetivo. Así se fue consolidando la fuerza del grupo, zapatos con barro, cuerpos sudados y peso en la espalda: era una alegoría de la existencia misma.

El día se hizo eterno, las personas a mi alrededor, familiares. El ser humano tiene la hermosa capacidad de conocer y saberse conocido, por fuera, por dentro, de todas las maneras posibles, en aquel lugar parecía fácil y sincero compenetrar con otras almas. Fueron enredándose nuestros hilos rojos, tejieron momentos de tensión, felicidad, preocupación, admiración, agobio. Las palabras cobraron más sentido, un grito era la vanguardia de la fila interminable de emociones, un «eo» rodeados de monte era un sorbo de consuelo sagrado.

Tuve la oportunidad de conocer a varias personas, mantener debates, contemplar posturas, admirar sueños, ver ojos brillar con pasión, escuché gritos silenciosos de alegría escabulléndose entre la suciedad de las mochilas; no sé de qué forma, en qué momento exacto, pero me sentía en paz. Durante esos cinco días encontré en una esquina de mi pecho, con algo de polvo encima, la tranquilidad de respirar sin la carga invisible de las responsabilidades que a veces nos acongojan. Ocurrió una metamorfosis, la montaña de pronto fue más que tierra y elevación, fue el estrepitante alivio de un cuerpo que por fin se aplacaba a la respiración pausada de unos jóvenes pulmones.

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