De las misiones literarias y aventuras místicas que viví en Torino (III y Final)
VI. DE LA PESQUISA PARA HALLAR EL DOMICILIO DE CRISTIANO RONALDO
Al final de este episodio voy a descubrir la morada de Cristiano Ronaldo. Nadie sabe decirme dónde vive exactamente el nuevo as de la Juventus, si bien el rumor unánime le atribuye una de las varias mansiones de superricos desperdigadas por Superga, una zona elevada que recorta a la ciudad más allá del cauce del Po y es visible ya desde su centro. Para llegar ahí, tomamos mi prima y yo un par de autobuses hacia el extrarradio de Turín y caminamos después hasta la Stazione Sassi, ubicada al pie del monte. Una pareja cuarentona de México, grupos de la tercera edad: uno de británicos y otro de gallegos, el trío de jóvenes indios y el dúo de cubanos: sólo este breve y universal reparto de turistas, junto a algún local aislado, se embarca a las 10 a.m. en el pintoresco tranvía rojo, de interior tapizado en madera, que remonta la colina.
Hago el trayecto parado, con la cabeza fuera de la ventanilla, escudriñando entre los árboles con el zoom de la cámara, como si fuera a dárseme el ver de pronto al ganador de cinco Balones de Oro tomando el sol al borde de su piscina o reclinado a un balcón acompañado por la hermosa modelo que funge de novia de turno.
Fan de Messi y el Barcelona, no del ex goleador del Real Madrid; mi ansiedad es sólo fiebre de curioso extremado. Hay un parque en la cima y, al momento de escoger entre las atracciones, esquivo el sendero de naturaleza y me decanto por los sitios de la historia. Admiro el frontispicio clasicista y el domo perforado con ventanales a la manera barroca de la Basílica de Superga, en la que enterraban a los nobles de la Casa de Saboya.
Junto a una columna marmórea está esculpido en bronce un hombre de talante fiero y similar a los celtas de los animados de Asterix (tocado de plumas en la cabeza, largas trenzas y afilados mostachos) y una bestia aplastada contra el suelo, de pelos erizados y hocico de lobo, abatida por el mandoble — quebrado en la hoja, sorpresivamente — del guerrero. En la tesela del monumento se aclara que fue dedicado por el pueblo subalpino a Umberto I, el primer Rey de Italia, y cavilo yo en si la espada rota será alusión a que este monarca murió asesinado. La escena toda me invoca una expresión que aquí escucho a menudo. Cuando un nativo pronuncia In bocca al lupo (En la boca del lobo) y su interlocutor replica: Crepi il lupo! (Muerte al lobo); el intercambio se entiende como una suerte de conjuro optimista, un cortés intercambio de deseos acerca de vencer cualquier adversidad. Surca el cielo una bandada de palomas y algún cuervo. Gris, por supuesto.
Bordeamos la majestuosa iglesia hasta su muralla trasera, el rincón donde ocurrió “la Tragedia”. Hace doce días se cumplieron 70 años exactos del suceso y abundan todavía las pruebas del homenaje que la multitud rinde ahí cada 4 de mayo, desde 1949. Coronas y búcaros con flores, portarretratos y esquelas, bufandas y camisetas delante de la cruz grabada en la piedra con los nombres debajo y la foto de la plantilla de Il Grande Torino, el campeón de cinco copas consecutivas en la Liga, la base del plantel de Italia, el mejor once de su época, evaporado en un santiamén, cuando el avión en que viajaban se estrelló en este preciso lugar. Nunca más pudo el club recuperar el esplendor de entonces, pero siguen siendo los que portan el emblema taurino de la ciudad impreso en la chamarra vinotinto, los favoritos de los humildes de esta ciudad en menoscabo del plantel harto de estrellas y ganador de ocho títulos seguidos en la Serie A. (Sobre el muro en la margen del río, incluso he visto un grafiti peyorativo: JUVE MERDA).
Aun así, persiste mi obsesión con el astro juventino. Yanara acata a regañadientes mi idea de pagar los cinco euros para acceder a la escalera en el interior de la Basílica. La gradería en forma de caracol es tan angosta que si hay gente descendiendo, se debe esperar abajo a que concluyan antes de emprender la subida. Se asciende por el hueco claustrofóbico atravesando varios niveles y los escalones suman cientos, sin rellano alguno. Imagino que ni siquiera un atleta alcanzaría la cúspide sin perder el aliento. Tomo una instantánea en el último tramo para comprobar que la vista desde arriba regala una imagen cilíndrica y de espirales concéntricas, semejante a la concha diseccionada de un fósil de ammonite.
Salimos al exterior en la galería que circunda la cúpula a la altura de la torre del campanario. Es mediodía y tan brillante y límpida luce la bóveda celeste, que me ayuda a desterrar una superchería chovinista: sí existen otros cielos tan azules como mi cielo del trópico. Aunque desde el mirador se obtiene un panorama prodigioso de la ciudad en lontananza, me concentro en las edificaciones dispersas por el bosque de los alrededores. Elijo la más opulenta y señorial: un castillo a la medida de los millones de su sueldo y del ego desmesurado del delantero portugués. Esa es la casa de Cristiano Ronaldo, me digo con delirante seguridad y hago la foto.
VII. DEL MUCHO RUIDO CON DA VINCI Y LA POCA NUEZ DE SU AUTORRETRATO
No era maldita la circunstancia de Da Vinci por todas partes, pero sí me salía hasta en la pizza (porque mucha sopa no me parece que beban los italianos). Entre las primeras fotos tomadas en Turín ya estaba el anuncio de Leonardo Da Vinci 1519–2019. Disegnare il futuro, impreso en un cartel donde el autorretrato del renacentista con la Mole al fondo llenaba la pantalla de un móvil agarrado con la mano izquierda.
Tuve chance de avistar esa pancarta mil veces, sobre paredes y murales, en los costados de autobuses y tranvías, y nunca descubría, en cambio, indicación alguna sobre la sede de lo que suponía un evento en curso. Y aunque el artista célebre nació en una aldea de la Toscana, región perteneciente a la provincia de Florencia, era ostensible que de “la fiebre de Leonardo”, esparcida por la celebración de su cumpleaños 500, no escapaba la capital del Piemonte nordestino.
El paseo por los pabellones del Salone Internazionale agrandaba esta sensación. Libros de Da Vinci y sus máquinas y sobre sus estudios de las aves y la anatomía humana. Álbumes con la Gioconda y otros retratos de Leonardo, y con La última cena y demás pinturas famosas. Da Vinci biografiado y psicoanalizado. Examinado por la neurología a propósito de su zurda prodigiosa y la escritura en espejo. Novelas y cómics para su vida y milagros. Cientos de ejemplares explicando al genio para los niños y para los adultos. Todo un stand, “Leonardo en Toscana”, como homenaje de su comarca natal.
Por fin, en el área del recinto ferial destinada a la municipalidad, recibo un plegable que me trae la luz. En el Palazzo Real se ha desplegado la muestra anunciada y lleva guinda ese pastel: el dibujo celebérrimo de Leonardo detallado por el propio Leonardo, la disección precisa de su ancianidad bajo el acecho de la muerte.
Aunque se alcance a conocer de memoria una imagen reproducida infinitamente, no hay quien deje pasar la oportunidad de observar a la obra maestra en su formato original. Se me contagia “la fiebre” y por nada del mundo me perdería esta dádiva, exclusiva de Turín pues la pieza es patrimonio de su Biblioteca Real. Transcurren, sin embargo, varias jornadas de ajetreo mientras el ansia me consume porque no llega la dichosa hora. Ya con mi partida fijada para el día después y en una mañana sin buenos auspicios, fría y pluviosa, vienen al rescate Luigi Mezzacappa y su esposa, anfitriones del Centro Studi de comprobada bondad con mis antojos. Ellos asumen un último capricho y me conducen hasta el supremo palacio en Piazza Castello.
Una emoción discordante me ataca al rememorar la decepción de una coterránea ante la visión in situ de la Mona Lisa. Pero Niente può essere amato o odiato se non è prima conosciuto3, según la frase del propio Da Vinci inscrita a la entrada de la Galleria Sabauda, y comienzo el recorrido. Una maqueta de la catapulta gigante calcada en Juego de Tronos para derribar dragones. Acariciando el cuello del cisne, la Leda opulenta y sensual de un dibujo con tema mitológico. Esbozos en papel de sus característicos rostros de madonnas. La máquina de volar modelada a partir de la osamenta de los pájaros. Facsímiles de los Codice, esos cuadernos de apuntes donde Leonardo recogía observaciones sobre absolutamente todo. Indicios de que hasta pionero de la meteorología fue. Los libros doctos que reunía en su biblioteca.
Y al cabo, la fruta prohibida de mi obsesión: hecha en tinta roja, ridícula en su dimensión (33 x 21,6 cm), todavía más minúscula a ojos vista porque la cinta circundante obstaculiza a un metro de distancia el arrimo de cualquier espectador. Sabe a fake la instantánea que me tomo con la brumosa estampita detrás. Pero la desilusión no me mina el goce por haber estado ahí. Para mejorar el recuerdo material, quedaba la opción a la salida de llevarse al viejo Da Vinci impreso en una jabita de tela de cinco euros.
NOTA
4. Nada puede ser odiado o amado sin antes haberlo conocido.
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