Este es Rancho Mundito
Por Mairyn Arteaga Díaz
Imágenes tomadas de Phottic
A mi abuelo Mongo, sin decir adiós.
Mi bisabuelo ayudó a construir la vía que hoy lleva desde Fierro hasta el Consejo Popular Niceto Pérez, en San Cristóbal, Artemisa. Fierro es, en la geografía del territorio, una curva a medio camino, por la carretera central, entre Pinar del Río y La Habana; y por el entronque, si se sigue bien recto, se llega al centro de las lomas donde un pueblo se alza con la ambivalencia de dos nombres como casi todos los del interior del país. Mi bisabuelo vivió por aquellos montes, y sus manos estuvieron ahí cuando el vial de montaña interrumpió trillos y decidió serpentear en lo alto, como quien quisiera llegar al cielo.
Niceto Pérez, conocido así solo en papeleos oficiales, o al menos omitido así en las referencias cotidianas, fue Rancho Mundito desde el mismo momento en que al coronel Raymundo Ferrer se le ocurrió plantar allá arriba su residencia y proclamarse dueño de todo cuanto se movía por los contornos, casi literalmente.
Era la década de 1940 y mi bisabuelo sería un muchachón de veintitantos, cuando todavía los senderos estaban arrevesados y los matorrales acechaban los caminos por donde vagamente transitarían arrias de mulos y caballos, todos al servicio de El Coronel.
Cuando yo nací, todavía vigilaba desde el pico de la loma más alta la torre de una antigua construcción hecha en tiempos de Mundito Ferrer; y a la que se iba de vez en cuando a modo de excursión, que atraía a la muchachada del batey y, desde allá, se oían los gritos eufóricos cuando la comitiva alcanzaba la cima.
Yo, que nací casi junto a la década del 90, viví bajo la mirada de El Castillito hasta que, unos veinte años después, un temporal acabó de arrasar con lo que quedaba de él en pie, su redonda cúpula incluida. Y así algo más se había ido de la obra de Ferrer que dejó piedra por medio dos casas, otrora de visitas y su residencia ahora convertida en círculo social con una piscina natural construida antaño a su gusto y medida.
El Castillito, contaba mi bisabuelo, era el punto desde el cual los guardias de El Coronel controlaban la entrada y salida a aquel terruño para entonces prácticamente despoblado. Se veía desde el que venía por los rumbos de Bahía Honda, hasta el que subía de San Cristóbal o el aparecido por la vuelta de La Palma.
Pero lo que más asombraba de trepar loma arriba, las veces que lo hice, y llegar al torreón con el corazón en los oídos, no era la vista imponente que descubría cada pedacito de pueblo, ni la adrenalina que provocaba la pendiente empinada y a ratos escarbada; era buscar entre los matorrales que rodeaban la especie de fortín, una laja enorme, parte del mogote natural que yacía allí desde otra época y en la que El Coronel había dejado su cuasi profecía para causar admiración a todo el que la tuviera enfrente.
En varias ocasiones la excursión era vana en este sentido, y aun cuando la gente hablaba de ella, para mí continuaba siendo misterio, que por fin un día, sin mucho empeño y algo de resignación, apareció como las cosas cuando dejan de buscarse:
“Se extinguirá la vida, se sucederán las generaciones, transcurrirán los siglos y sin embargo mi obra del fomento de Rancho Mundito continuará imperecedera, será eterna. Crear de esta manera produce satisfacción que va más allá de los pequeños límites de nuestra vida en la tierra. Raimundo Ferrer, año 1941”.
Militar retirado del gobierno de Machado, Ferrer habitó aquí hasta los años 50 del pasado siglo. Hasta hoy, se dice que su esposa y la del dictador Fulgencio Batista, eran primas, por lo que la pareja presidencial visitó a la otra en no pocas ocasiones.
En 1959, tras el triunfo de la Revolución los campesinos que antes estaban obligados a trabajar para Ferrer se mudaron a Rancho Mundito desde sitios más intrincados como La Yaya, Machuca y Rangel y fueron construyendo el poblado que hasta hoy cuenta con más de cuatro mil habitantes. Entonces también se hizo la carretera, que mi bisabuelo ayudó a construir.
Cuando mi bisabuelo murió, en enero de 2014, Rancho ya solo le quedaba en su imaginación y en la certeza de que lo encontraría en las montañas que veía a lo lejos, desde su portal en la localidad del Hidropónico, en San Cristóbal. Él, que siempre añoró el verde de las lomas y la historia que se tejió en ellas, y de la que en algún momento fue protagonista. Tanto, como quise que lo fuera en esta.
Publicado en la revista El Caimán Barbudo