Ginebra: La ciudad de las apariencias

Ernesto Eimil
El Caimán Barbudo
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16 min readNov 20, 2019
Ginebra. Foto tomada de erasmusu.com

I

Hacía tres meses que Maggie vivía en Ginebra, en la Rue du Montchoissy número 4. Se sentía sola y me invitó a que pasara la Navidad con ella. Era un hogar sencillo. Dos habitaciones. La ventana de la cocina tenía vistas al lago Leman y por las mañanas siempre había algún cuervo jugando sobre el alero. El comportamiento de los cuervos era para mí una importante fuente de información. Si se quedaban durante mucho tiempo, entonces el día sería bueno.

Aquel diciembre bebimos café, gaseosas y toda clase de jugos de frutas. En la casa no se podía tomar alcohol. Esa era la única regla. Maggie se la alquiló a un alcohólico recuperado llamado Ralph Lugano, cincuentón delgado, de expresión siniestra que trabajaba para una importante empresa de exportación de gas. Su madre había nacido en Madrid por lo que hablaba español de manera perfecta, con acento abundante en eses. Ralph demostró ser un tipo comprensivo y le dejó el apartamento por casi nada. A veces nos llevaba a pasear por el Casco Histórico. Iba siempre con nosotros una señora. Asumí, en ese momento, que era su mujer.

Ginebra es la segunda ciudad más grande de Suiza. La capital mundial de la diplomacia, de la puntualidad y del fraude fiscal. El secreto bancario hace que muchas de las grandes fortunas del mundo elijan este lugar al pie de los Alpes para reposar y crecer. La actriz Elle McPherson, el expiloto de Fórmula 1 Fernando Alonso, el rey de Marruecos, Phil Collins y la abuela del rock, Tina Turner, son algunas de las estrellas internacionales que guardan sus billetes en la patria de Guillermo Tell. Suiza tiene más bancos que dentistas, les gusta decir con aire primermundista.

País neutral por antonomasia, en Suiza nunca pasa nada. El estatus político hace que sea el sitio perfecto para construir la sede de una organización internacional. La OMS, la OIT, la Cruz Roja y la ONU son los ejemplos paradigmáticos de Ginebra. Frente a la ONU, en la Plaza de las Naciones, se encuentra un monumento peculiar: una silla gigante de tres patas simboliza a las personas mutiladas por las minas de tierra. La gente alza el brazo y trata de tocar la pata rota; y eso es morbo y, dicen, es arte y es turismo.

Foto tomada de geneve.com

La ciudad no tiene industrias, por lo que su economía depende de los servicios. De la venta de relojes, de quesos, de chocolate, de navajas suizas, de peladores de papas, de celofán, de velcro, de influencias. Y de absenta. Los suizos inventaron la absenta. Parece increíble, pero es cierto.

En Ginebra la vida se termina temprano. Anochece a las cinco de la tarde y a esa hora cierran la mayoría de los negocios. Después de las nueve cesa el transporte público. Es normal que los suizos tengan fama de aburridos, pienso. En 2012 dijeron que no en referendo a tener cinco días más de vacaciones. Maggie añade que también son muy religiosos. Y muy puritanos. Aunque no lo parezcan. En la ciudad del raciocinio y el diálogo uno lleva su fe con discreción.

II

En el apartamento vecino había dos señoras: Andrea, la tía de Ralph, de 96 años; y su cuidadora Gaby, una rumana que tenía a su familia en Castellón de la Plana, España. Andrea llegaba a sus últimos días en silencio. Casi no hablaba. Cuando lo hacía era para quejarse. Su cuerpo parecía mezclarse con la silla de ruedas a la que estaba confinada. Tenía miedo de entrar allí. Una vez lo hice y le pregunté a la anciana si no le molestaba el teclear de mi laptop por las noches. Su pensamiento se liberó por un instante y me dijo:

— No. Eres apuesto. Por eso puedes hacer lo que quieras.

Gaby hablaba español con fluidez. En los inviernos dejaba a su familia en España y se iba a Ginebra para cuidar de Andrea. Ya estoy cansada, decía. Esta es la última vez que vengo. Pero seguro que todos los años era lo mismo. Tenía vocación de monja carmelita.

En el edificio de enfrente vivían Diego Lugano, hermano de Ralph, y su familia. La esposa, Fabienne, era una mujer gorda de maneras educadas y ojos grises; Pablo, el hijo, un muchachito enclenque parecido a Harry Potter. A veces Diego nos invitaba a cenar. El motivo: una suerte de solidaridad antropológica, como para estudiar al extranjero. Casi siempre el menú consistía en platillos a base de queso como raclette o fondue o rosti. De postre, chocolate. Los suizos comen una media de 11kg de chocolate al año. Lo huelen. Lamen. Se ensucian de chocolate. Son como niños pequeños. Durante la cena hablábamos de política y otras cosas que ahora no recuerdo. Una vez preguntaron si en Cuba usábamos calefacción. Que ridículo, pensé, pero no dije nada y seguí mordisqueando mi pedazo de Toblerone.

Gaby me cogió cariño. Siempre se interesaba por los libros que leía y si escribía cosas bonitas. Le decía que sí. Ella sonreía. Me contaba, en voz baja y conmovida, que me cuidara de Diego. Le pregunté por qué. Me dijo que nada, que tenía malas formas. Con ella supe que la madre de ambos, Guillermina, llegó a Suiza en 1959 huyendo del franquismo. Allí conoció al padre de sus hijos. Ahora Gaby baja un poco más la voz y pide que me acerque. Guillermina tuvo otro hijo antes que Diego y Ralph. Nació fuera del matrimonio, en España, producto de una aventura con un estibador de Cádiz. Como ella pertenecía a una familia de alcurnia tener un bastardo era muy mal visto. Un día le quitaron al niño y lo desaparecieron. Nunca supo más. Nunca preguntó. Guillermina le contó todo eso a Gaby antes de morir. Por la noche trataba de recordar todo y lo transcribía.

Diego trabajaba en una empresa farmacéutica de alto nivel así que ganaba bien. Su casa era blanca y amplia y limpia. Montó un Belén al lado de la chimenea que cuidaba con recelo. Maggie tomó al Niño Jesús entre sus manos para verlo mejor. Al devolverlo lo puso unos centímetros más a la izquierda de su posición original, más cercano a María que a José. Diego la fulminó con la mirada. Mejor movámoslo para aquí, dijo en tono áspero. Fabienne nos miró con simpatía, apenada por la actitud de su marido, pero no dijo nada. Había sido sindicalista en su juventud. Soñadora neohippie. Ahora era ama de casa con vocación de activista. Le gustaba conversar. Hablaba francés, alemán, inglés y español. Nos recomendó que fuéramos a Les Grottes y a los Baños de Paquin.

Les Grottes

Encontramos en Les Grottes, el barrio de los Pitufos, un puestecito de castañas asadas. Decía Enrique Núñez Rodríguez que en Cuba antes vendían castañas en el Parque Central. El puestecito daba un toque rural. Miras las cáscaras, las ruedas, al quiosquero y entonces piensas que estás en el campo y no en ese laberinto de piedra e intrigas que es Ginebra. Les Grottes es el barrio bohemio por excelencia. Edificios de inspiración gaudiana, barbas, pelos cortos, pelos largos, pelos de colores, ropa aparentemente sucia, looks descuidados. Los arquitectos de Les Grottes aprendieron a prescindir del ángulo recto y lo mostraban de forma arrogante. A Paquin no fuimos por falta de tiempo.

Cada día conocía mejor a los Lugano. Tenían la vida de ese 1% que se ve solo en películas. Viajes todo el año. Casa en la montaña. Casa en la playa. Varias cuentas en bancos importantes.Y Perro. No se engañen, tener perro en Ginebra es un lujo. Los dueños deben pagar entre 40 y 150 francos al año como impuesto. Depende del tamaño, claro está. No es lo mismo un mastín que un perro faldero. Y los Lugano tenían el perro más grande, un San Bernardo enorme llamado Balto. Debía ser cosa de estatus. La vida perfecta, sí señor. Una vida de anuncio.

III

Fabienne nos quiso llevar de fiesta una noche. Tal vez nos vio jóvenes y pensó que no nos divertíamos lo suficiente. No sé. A las siete cenamos y a las ocho ya estábamos en camino. Fuimos a Au Carnivore, garito de moda de la noche ginebrina. Ahí siempre había oscuridad. Los camareros andaban con linternas. En la pista no se veía el suelo. Había parejas de hombres y mujeres, de mujeres y mujeres, de hombres y hombres, de eses y esos, de hombres y mujeres con mujeres y hombres, hombres solos, mujeres acompañadas; había gente sentada, gente charlando, gente fumando, gente tosiendo, gente coqueteando, selfis, cigarros, vómitos, tatuajes. Tenían sus rituales. Se mezclaban unos con otros. Reían, bebían algo y luego se iban. Casi todos parecían forasteros. El 40% de la población de Ginebra ha nacido en otro país. Muchos trabajaban en las oenegés esparcidas por la ciudad y festejaban que ya venía la Navidad. Volarían a sus hogares el día siguiente, o el de más arriba.

Fabienne estaba un poco achispada: se había tomado un trago corto de Glenffidich y varios chupitos de colores. Nos invitó a que pasáramos las fiestas con ella y su familia en Finhaut, un pueblecito perdido de los Alpes Suizos. A veces la veía melancólica. Me daba la sensación de que no decía todo lo que tenía que decir. A las 11 y 30 decidimos salir. Ya no había mucha gente en el bar. Afuera hacía frío. Nos encontramos con un hombre negro y gordo que tenía los párpados hinchados de no dormir. Dijo algo en francés que ni Maggie ni yo entendimos. Enseñaba un sobrecito de aspecto extraño. Fabienne nos agarró del brazo y nos sacó de allí. Le respondió casi gritando. Los suizos no gritan. Eso es una verdad universal. Cuando lo hacen es que se encuentran verdaderamente amenazados.

— Les estaba vendiendo droga — dijo finalmente, agitada.

— ¿Qué dijo? ¿Por qué te pusiste así? — le pregunté.

— Dijo que esa era la mejor marihuana del mundo, cultivada en Costa de Marfil, su país. Que nos olvidáramos de Colombia. Si nos gustaba mucho él nos hacía precio. Pero sin compromisos, que si no, no pasaba nada. Que podíamos llegar a un acuerdo, que él te deja la tarjeta.

— ¿Todo eso dijo?

En la tierra donde nacieron las Naciones Unidas, hasta un vendedor ambulante de droga es un diplomático.

En la mañana empacamos todo para acompañar a los Lugano. Rozando las 2:00 pm salimos Maggie y yo hacia la estación de Cornavin. Íbamos con tiempo, así que por el camino nos parábamos a mirar las vidrieras de las tiendas. Es algo inevitable, digno de estudio: sabes que no vas a comprar nada, pero miras igual. En una juguetería había una escultura de chocolate de dos hermanos. Los detalles eran increíbles: la cara, las manos, los ojos. Estaban abrazados y sonreían con pose infantil. Debía medir un metro, o cerca. Impresionante.

Alrededor de la estación había muchos extranjeros viviendo en casas de campaña. Estaban a la intemperie, encogidos sobre sí mismos por el frío. Eran refugiados de Siria, Pakistán, Irak e Irán. La crisis migratoria de 2016 puso en alerta a toda la Comunidad Europea. Aquello parecía un gueto, un campo de internamiento. Estaban mal, pero lo aceptaban en forma apática, con resignación sombría, sin saber a quién maldecir por su destino. Los más desesperados se habían hecho de varios cartones y ahí dormían. Los ponían a su alrededor, para protegerse de los elementos. Veías a personas que habían hecho con sus cartones una verdadera fortaleza. Voluntarios de la ONU recogían donaciones y entregaban pulseritas. Ginebra era el punto de intercambio hacia sus nuevos hogares. Está en medio de todo: a diez minutos de Francia y a una hora de Italia si se va por los Alpes.

¿Trabajar? Aquí nadie trabaja. Decía un hombre de aquellos fugitivos. Viven como hace cien años. ¡Qué va cien, señores, como hace mil años! Yo vi algunos que vivían como hace mil años. ¿Y cómo se puede saber qué pasaba hace mil años? Seguro, es posible, todo el mundo sabe lo que pasaba. Ojalá pueda irme pronto, para no tenerque ver este espectáculo.

Dentro de Cornavin comenzó a surgir una nueva ciudad sin calles ni casas: una ciudad de maletas. Tenías que caminar con cuidado para no tropezarte. Hogares enteros estaban metidos en las diminutas maletas. Vidas enteras. Todas eran del mismo tamaño. No había escala de prestigio. No había clases sociales. Afuera, en la ciudad de asfalto, todo tiene orden y jerarquía; en la ciudad de las maletas todo estaba unido por la miseria. En la ciudad de las maletas la vida de los Lugano, la del 1%, parecía una fábula lejana perdida en el tiempo.

A la hora señalada subimos al tren. Casi tres horas de viaje. Había pocos pasajeros, casi ninguno. El plan era llegar a la estación de Martigny y de ahí tomar un pequeño vagón hacia nuestro destino final. Por el camino me quedé dormido par de veces. Las vistas eran idílicas, pero monótonas. Vacas, praderas, ríos, grafitis, alguna casa. Hicimos una parada en Montreux, pueblo legendario del rock duro, para estirar las piernas. En ese lugar el grupo Deep Purple compuso la canción “Smoke on the Water”, luego de escapar al incendio ocurrido durante el concierto de su ídolo Frank Zappa. También en este sitio Freddie Mercury pasó sus últimos minutos de vida. El cantante tenía la esperanza de que su salud mejorara al respirar el aire puro del lago Leman.

Lausana. Foto tomada de diapo.ch.com

De vuelta en el tren dedicamos momentos al psicoanálisis de Ralph y Diego. Según Gaby, Diego era el hermano dominante, el hermano alfa; y Ralph el sumiso. A Gaby le caía mejor Ralph. Aun así, la cuidadora rumana advirtió: no te confíes. La adicción al alcohol de Ralph lo endeudó profundamente. Ella creía que incluso tenía líos con la mafia rusa. Decía que nunca le pudo probar nada, pero como le gustaría. Conversando el tiempo pasó deprisa.

La estación de Martigny estaba vacía. Éramos los únicos viajeros. Nos apresuramos en tomar el vagoncito áspero y mínimo que subiría 1227 metros hasta llevarnos a Finhaut.

IV

Finhaut es un pueblo en el que nadie nace ni muere. La mayoría de sus 387 habitantes abandona el lugar luego de fin de año. Nadie habla nunca de Finhaut. A nadie le importa. En los años 50 ganó algo de importancia porque decían que el agua de allí era radiactiva. En aquella época, la radiactividad era vista como símbolo de progreso y prosperidad. Si bebías del agua curarías tus enfermedades. Los agentes de viajes se empeñaron en vender al poblado como destino turístico milagroso. Fracasaron. Al final lo del agua resultó ser mentira. Ni era radiactiva ni sanaba a nadie. Finhaut quedó, entonces, en el olvido.

Finhaut

Diego nos acompañó hasta la casa familiar donde pasaríamos los días siguientes. Resultó ser un antiguo edificio del siglo XIX adquirido por su familia en 1905. Hace años era un magnífico hotel de lujo con 15 habitaciones que funcionaba en invierno. Lo compró el bisabuelo de los Lugano y con él hizo fortuna.

Mira, este chaiselong era de mi padre, señalaba Diego con el dedo, como si yo supiera lo que es. Le respondía con interés. Maggie daba conversación. El padre de los Lugano, Roger, había muerto hacía unos meses. Que es ley de vida, dice Diego. La muerte, primero; y que los hijos vean morir a los padres, segundo. Tal vez eso fue lo más sensible que haya dicho Diego desde que lo conocí. Volver al hogar familiar le traía recuerdos. Seguía enseñándonos muebles y trastos. El vaso de mi padre, el cuadro de mi padre, el televisor de mi padre, la casa en sí, el espacio, el terreno que pisábamos era del padre. La pistola de mi padre, dijo finalmente y sonrió con malicia. Dejó la pistola para el final. La tenencia de armas es legal y estimulada en Suiza. Las cifras más radicales arrojan que dos de cada cuatro ciudadanos tienen en su poder un arma de fuego. Esta pistola era antigua y costosa, un revolver Colt 45 de la década de 1920. En un estuchito guardaba las balas. Me dejó tocarla. Como con el San Bernardo, debía ser cosa de estatus.

Fuimos los últimos en llegar al hotel/casa de invierno. Fabienne, Pablo y las hijas de Ralph ya estaban allí. Ralph nos recibió contento. Se alzó los pantalones y se metió las manos en los bolsillos. No olía a alcohol, pero en esas fechas nunca se sabe. Nos presentó a cada una de sus tres hijas. Tenía tres, como los molineros de los cuentos infantiles. No recuerdo los nombres, solo que eran rubias, robustas, de pechos grandes y manufactura tosca. La más joven tenía 17 años y parecía la más fuerte y voluminosa de las tres. Todas, eso sí, tenían voz angelical. Me anunciaron la llegada de un cuarto hijo, varón, del que desconocía la existencia. Debe de venir mañana, para Navidad, decía Ralph con una mueca sempiterna. Pablo jugaba con su móvil y el padre de Fabienne, un señor de Zurich con la nariz roja, después de presentarse siguió leyendo junto a la chimenea, tranquilamente.

El espacio público del hotel era la sala de estar. Los cuartos, individuales, y en la cocina solo entraba Fabienne, como buena esposa. Toda la vida social se hacía en la sala de estar, junto a la chimenea, como en la casa del señor feudal en la Edad Media. Siempre me sentaba al lado de Maggie, en un sillón amplio. El sillón de papá Lugano, pensé. La alfombra donde ponía los pies, también. En la noche se animó la cosa. Los Lugano empezaron a sacar papeles que, según ellos, probaban que eran descendientes legítimos al trono de Francia. Francia dejó de ser una monarquía hace mucho. Eso el mundo lo recuerda bien. Aun así, hay corrientes que defienden el derecho al trono de la antigua casa de Orléans, de la misma forma que otros ensalzan a la casa legitimista de los Borbón. El problema de los Lugano es el número de la línea sucesoria: 69 creí escuchar y reí para mis adentros. Ellos saben que nunca, de ninguna forma, heredarán el trono francés. La cosa es que su nombre aparezca en la lista. Diego se daba golpecitos en la barbilla, como pensando y Ralph todavía mantenía la mueca extraña. En enero empezarían los trámites de legitimización. Debía ser, de nuevo, cosa de estatus.

La mañana siguiente desperté tarde, casi a las 12, porque en vacaciones uno debe levantarse a la hora que le venga en gana. Maggie conversaba con Fabienne en la cocina. Vi a Fabienne algo sombría, agitada. Maggie trataba de calmarla. Creo que le dije algo idiota como relájate, Fabienne, que es Navidad, let it be. Más tarde sabría el origen del problema: había llegado un nuevo inquilino a la casa, Julian, el cuarto hijo de Ralph. Aparentemente no se lo había dicho a Diego, el hermano alfa, y este se había molestado. Julian resultó ser un joven encantador. Rubio, ojos azul cielo, rubor en las mejillas, candidez. Era el hijo de Ralph con la señora que nos había acompañado alguna vez por el Casco Histórico. La señora en cuestión no era la esposa de Ralph, sino su amante. Con la esposa, la madre de sus otras tres hijas, se estaba divorciando. Julian era, por tanto, un bastardo.

La bastardía ya no está de moda en las Casas Reales europeas, ya no da tanto juego como antes. Los Lugano, sin embargo, están chapados a la antigua. Nobleza rancia, pseudonobleza. Aristocracia elitista que se discrimina entre sí y se pelea por las sobras de otros. Sobras que no existen, sobras invisibles. El clima estaba enrarecido así que decidí salir a la carretera. Vi la calle, el carro donde había llegado Julian, los árboles y más allá la cordillera del Mont Blanc, el punto más alto de Francia. Ralph estaba con su hijo varón en la caseta donde guardaban los leños para la chimenea. Decidí entrar. Había en el aire un olor a whisky. El muchacho cortaba la madera en dos con un hacha. El padre lo miraba y felicitaba. Ralph nunca mostró ninguna emoción aparte de las básicas. En la aristocracia (a partir de ahora son la aristocracia) las apariencias son todo. Pero se veía triste, con una expresión más lúgubre de lo habitual. No parecía el mismo hombre que hacía unas horas disputaba la línea sucesoria del trono de Francia. Hablé con él largo rato. Nunca llegué a tener una conexión especial con Ralph, pero en ese momento sentí pena por él. Recordé lo que me había contado mi amiga Gaby. La historia del bebé desaparecido de Guillermina Lugano. En ese momento me pregunté si Diego fuera capaz de secuestrar a un bebé para desaparecerlo. Todo con tal de mantener su linaje limpio a ojos de… él mismo. Qué estupidez.

Durante la cena de Navidad el ambiente seguía raro. Diego aceptó a regañadientes la llegada de Julian, pero no hablaba. Fabienne, la que una vez fue sindicalista, tampoco dijo nada. Ralph no dejaba de pasarse la lengua por los labios. Se manoseaba la camisa por debajo del cinturón. Al terminar se fue a la ventana. Permaneció de pie mirando las montañas. El diálogo era mínimo. Las oraciones cortas. Hasta que llegó el momento de los regalos. Los Lugano le dieron a Maggie un libro con fotos típicas de Ginebra y a mí un reloj Swatch que aún conservo. Diego le regaló a su mujer un libro con la historia del apellido Lugano. Hasta en los regalos es pomposo, pensé. A su hermano le obsequió una caja de puros. Al parecer eran los favoritos de Ralph. Los hermanos se abrazaron por un instante, un instante fugaz que me recordó a los hermanitos de chocolate que vi en la juguetería cerca de la estación. Enseguida se separaron. Simular debía ser, claro que sí, cosa de estatus.

A la mañana siguiente partimos. Ralph nos llevó en su carro directamente hasta la estación de Martigny. Al despedirnos nos cogió de las manos a Maggie y a mí. Empezó a hablar del invierno, pero como si fuese algo del pasado. Me alegro de que hayan venido, dijo. No lo olvidaré. Nunca supe si mi charla del día anterior le había reconfortado algo. Tal vez la mera presencia de invitados había hecho más llevadera su estancia. Julian se iría ese mismo día. Su madre se lo llevaría. En el aire seguía el olor a whisky.

Nos montamos en el tren de vuelta a Ginebra. Vimos alguna casa, grafitis, ríos, praderas y vacas. Después de unos días, Suiza se hizo previsible. Era el fin de nuestro viaje. Al llegar a Cornavin estábamos exhaustos y con ganas de llegar al apartamento de Maggie y ver jugar a los cuervos. Busqué a los refugiados, pero no los vi. Se habían ido de la estación de trenes. La ciudad de las maletas se repartió por toda la Unión Europea. Ya solo quedaba la ciudad de piedra.

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