Un centinela entre la chusma
Kamankola parece que se va a morir joven. Y no es un vaticinio, es una sensación. Tal vez porque su manera de cantar sugiere guerra, sangre, provocación, muerte. Tal vez porque su voz ronca sale a gritos o a susurros y te llega como un llanto cancerígeno, de humo y alcohol, fuerte en sus roturas y con ímpetu de salvación. Tal vez porque su delgadez cubierta de algunos trapos y muchos drelos lo pintan vulnerable, aunque amenace con comerse al mundo, oído por oído. Tal vez porque todo en él sugiere a alguien de otro tiempo, de otro lugar, aunque no pueda ser más del aquí y del ahora. O tal vez porque su discurso de rebelde con causa y de protesta enamorada resulta casi inimaginable en alguien de más edad; y sin ese discurso, esa voz, esa imagen, Kamankola no puede existir.
Con tres discos bajo su firma, Jorgito Kamankola es uno de los músicos jóvenes más prometedores de la Cuba actual. Su talento, sin embargo, no se dilapida en promesas. Su obra grabada cuenta con algunos temas ya clásicos de la escena alternativa; y si bien para muchos es un desconocido aún, sus fans lo defienden como un tesoro privado, conscientes de que no hay dos como él.
Para aquellos que lo escuchan una y otra vez, su magia verdadera reside en el contenido de lo que canta. Su retórica de poesía urbana nace, áspera y crítica, en la realidad a la que se debe y paga su deuda con la honestidad. Kamankola es un cronista de la vida; y si la vida no es fácil, él tampoco lo es. Los que hemos tenido la oportunidad de ver tras la cortina del camerino, sabemos que esa sinceridad del alma se logra porque Jorgito no se pone filtro, canta lo que siente. Kamankola vive para hacer arte, a expensas de no poder vivir de ello.
“MAÑANA ME LEVANTO IGUAL QUE HOY, IGUAL QUE AYER, IGUAL QUE HACE VEINTE AÑOS” (TRÁFICO DE LUZ)
Está sentado en el camerino del Teatro Bertold Brecht acariciando las cuerdas de su guitarra con la punta de los dedos, mientras un cigarro se consume lentamente en el vaivén de sus manos y amenaza con quemar los filamentos. Tiene un concierto esa noche. Está vestido de Kamankola. Lleva un pantalón colgándole de la cintura, cualquier par de zapatos y una desmangada negra cubriéndole los huesos. Par de adornos en el cuello y las muñecas completan sus prendas. La tinta enigmática en su piel lo viste también. Todo lo que se pone transmite al tipo que no le importa como luce, que se viste porque tiene que hacerlo pero preferiría estar desnudo.
Los drelos cada vez más largos se domestican detrás de su cabeza, algo los aguanta. Su frente ya comienza a hacerse más amplia. La barba se las arregla para lucir náufraga sin importar sus dimensiones:debe ser por el azar con que le colma la cara y el cuello. Su rostro trasluce cansancio de malas noches. Con los ojos entrecerrados aparenta hallarse en estado de paz interior. De tan tranquilo parece inofensivo, muy distinto del tipo que se sube al escenario a decir “ponme en la boca un par de balas, será mi sangre, será mi sangre dispara”. Cuesta relacionarlo con el lío, el problema, “la kamankola”. Luce más como un filósofo hippie, un profeta de la nueva era en un parque neoyorquino.
Está interpretando una canción que no conozco. Tal vez una nueva o una de las que no encontraron el camino hacia sus discos, por lo que todavía es solo suya. La canta para sí, muy bajito, privado. Duele interrumpirlo. Es mejor absorber lo que hace, aunque sea un momento atípico o, mejor aún, por serlo. Y es que por fácil que sea acostumbrarse al personaje que adopta siempre un artista sobre el escenario, a Kamankola, el hombre, es más fácil entenderlo cuando canta para unos pocos en algún rincón. Allí se parece más al tipo familiar amigo de todos, al trovador poco ortodoxo e incluso al niño que soñaba con hacer rap en un lugar de este mundo llamado Cerro. Allí es más que Kamankola.
Es allí donde se puede ver a Jorge Lian García, criado en el ambientazo del Cerro en los especiales años 90 con su familia materna, la cual convive todavía en esa misma casa, que se divide mientras se multiplican sus habitantes. Es allí donde se evidencia la filosofía de sus canciones, pues creció rodeado de toques de rumba y de la idiosincrasia del barrio marginal, donde lo malo se hace bueno porque es tuyo, donde algunos guapos tienen un código de ética más grande que el de la policía y donde ser “un luchador” significa una de las mejores cualidades.
Aunque su música es el mejor testamento que puede ofrecer, solo cuenta una parte de la historia. Sus canciones hablan de lo que siente, de lo que cree, pero no lo explican, no tienen por qué hacerlo. No te cuentan que el principio de todo fue un casete en su grabadora, una compilación de raperos cubanos que lo hicieron rehén para siempre de esa forma de decir. Por ese casetico conoció a Los reyes de las calles, Obsesión, Yúnior Clan, Grandes Ligas y muchos otros. Se aprendió todas las canciones y en poco tiempo pasó de repetirlas a hacer sus propias rimas, ingenuas pero consecuentes con la explosión del rap.
De ahí se volvió loco y decidió que iba a ser rapero. Pero no como otros niños que responden sobre el futuro porque tienen que decir algo. Él empezó su primer grupo, Sentencia, con dos amigos. Los tres niños se acercaron a los raperos del Cerro y a todas las peñas de rap de la capital. Después de un tiempo se separaron, pero Jorge Lian estaba conectado con el rap y respirando verso de por vida. La culpa fue de esas letras que hablaban de su barrio, o de otros, todos iguales. Rapeaban con poesía marginal, convertían el ambiente en arte y expresaban una subcultura de la cual Jorge Lian quería ser protagonista y no solo parte.
No es fácil ver a ese niño en el escenario, mediado por los gritos de los que cantan con él y de las conversaciones de los que no. Pero en ese momento de soledad interrumpida en el camerino del Bertold Brecht, o debajo de una farola de la calle G, allí el niño sale y se puede entender el porqué de su aparente rabia, de su crítica enamorada, de la música que lo está matando.
“MI LIBERTAD ES MI VOZ Y MI PROSA, MI LIBERTAD ES MI CORAZÓN Y DUERMO EN PAZ CON MI CONCIENCIA” (A MI AIRE)
Se acaba la cebada y se abre el ron. Se llenan los vasos de combustible. El camerino parece oculto tras una neblina. Todas las antorchas arden en la boca de los músicos y el alcohol aviva las llamas. Las pruebas de audio ya concluyeron y solo queda esperar un poco hasta empezar a tocar. Todos están tranquilos; no es ni remotamente la primera vez que tocan juntos y saben que por más que ensayen, Jorgito va a hacer lo que le dé la gana cuando empiece el show. Por eso ni caso le hicieron a la lista que les dio con el orden de las canciones de la noche.
Debe ser una de las mayores ironías del mundo que un tipo con tanto qué decir como Kamankola sea gago, pero es así. El mismo que te ametralla de rimas a ráfaga al cantar, habla despacio y medido, evitando las zancadillas que le pone un tartamudeo leve pero constante. A ese ritmo se pone a joder con sus músicos y con todo el que se aparece por el cuartico mientras dejan correr la bebida. Su gaguera no lo hace menos hablador, le encanta que lo escuchen. Costumbre de músico tal vez.
Alguien le interroga sobre algún problema, pero un “la cosa está mala” es todo lo que obtiene. Está acostumbrado a que le pregunten qué piensa, qué cree de esto y de lo otro. Le agobia que se le considere un criterio de experticia sobre cualquier temática y que no se den cuenta que la música es arte y no política, aunque se mezclen un poco. Él no es un oráculo. Aunque esa necesidad de hacerse oír, por muy desinteresada que parezca ser, siempre tiene una carga de vanidad.
Decide hacerle caso a la provocación del interrogador y ofrece su opinión. Como siempre, es muy locuaz. Cojeando explica sus argumentos, muy sobrio, casi sabio. Tiene un tono de voz que convence. Se explica con calma y no suena impositivo como al cantar, sino que es más humilde, más conciliador. Tal vez es la música la que lo hace sonar tan categórico. Una conversación tiene más matices y en ella puedes identificar el punto medio de desilusión y esperanza que a veces no queda claro en sus canciones.
Su interlocutor lo refuta pero él no está para querellas, prefiere pensar en cosas buenas hoy. Aspira a que todos sus shows sean así. Un buen lugar, no muy grande pero con suficiente espacio para que venga gente, sin que deje de ser privado. Tener el tiempo de tocar cuanto quiera, o al menos lo suficiente para que la gente sienta que están bien pagados los dos fulas de la entrada.
En otro tiempo sí aspiraba a salas más grandes, aunque fuera solo un sueño. Ahora es más realista y se lo toma con calma. Antes también quería convencer, su realidad le parecía inapelable. Siempre quiso ganarse la vida diciendo lo que piensa. Era así cuando trabajaba vendiendo algodón de azúcar o discos o inventando por ahí. La musa lo perseguía y no lo dejaba tranquilo. Por eso cogía casi todo el dinero que ganaba y, en lugar de dejarlo en casa donde también lo necesitaban, lo utilizaba en pagarse el sueño, esperando que algún día fuera suficiente. Pero eso implica pasar trabajo, pasar hambre; y lamentablemente su hambre no era solo suya.
Aunque al día de hoy es el orgullo de la familia y pueda tirarles un cabo de vez en cuando, esos momentos no se borran. Nunca interpretó el papel de hombre de casa que ellos querían. Se torturaba de pensar en perder la vida trabajando en algo que no le gusta por cuatro pesos, que era una utopía ganarse la vida con la música, que sin dinero no se puede vivir, ni hacer rap, ni hacer nada. Esa es la realidad para el inapelable que lleva consigo cuando habla o canta. No es la única, pero es la suya. Kamankola es un cínico muy romántico.
“MI VERSO ES UN SORBO DE PIEL CONSUMIDO ENTRE DEMENTES” (SIGO HACIÉNDOTE EL AMOR)
Vuelve a llenar el vaso y sale a caminar por entre las mesas y el público que ya se acomoda como puede. Anda despacio, haciendo un paneo con la vista como si buscara a alguien, pero al que encuentran es a él. Se le hace imposible avanzar tres pasos sin que alguien lo detenga. A todos los trata con la misma afabilidad, con un trato que llega como personalizado, aunque de seguro no los conoce a todos.
Los que importunan su paso, sí se creen que lo conocen. Jorgito tiene la capacidad de hacerte sentir que es socio tuyo. Parece compartir una anécdota con todos los que están en el teatro. Mientras está detenido por alguno de sus amigos, dos muchachos lo señalan unos metros más allá. Uno apunta directamente hacia el brazo derecho de Kamankola, donde se lee Patria es humanidad. “Viste, te lo dije”, le indica al otro.
Su paseo lo tranquiliza. Todavía tiene miedo a que la gente no venga a verlo, aunque lleve años en esto y colabore con muchos grandes. Es que no ha llegado a dónde quiere llegar. Su música no suena en la radio, apenas sale en la televisión y no se vende en ningún lado. Jorgito vive del boca a boca, del pásamelo por Zapia o Whatsapp; y eso toma tiempo.
Pertenece a las instituciones que le tocan, que lo apoyan a veces incluso, la Asociación Hermanos Saiz y a la Asociación Cubana del Rap; pero su sustento no viene por ahí. Sus tres discos han sido producidos gracias al crowdfunding o “micro mecenazgo”, un mecanismo online a través del cual todo aquel que quiera apoyar a proyectos independientes en etapa de producción puede hacer donaciones durante un plazo de 40 días.
En época anterior a las zonas wifi, Jorgito tuvo que cazar Internet por toda La Habana para reunir el dinero que solventaría la realización de su primer disco, Antes que lo prohíban. Fue el primer músico local en hacerlo desde Cuba. Sus otros dos álbumes, Hasta precisar el aire y Viento, los produjo también de esta manera.
Sigue saludando gente. Muchos de los que hoy componen el público son asiduos a sus conciertos. A veces parece que es un mismo piquete de locos los que lo siguen de un lado a otro, aunque no es así. Sucede que si bien no es el músico más popular, tiene seguidores muy fieles. Algunos aman su sonido, esa mezcla de rap, trova, rock y lo que se le ocurra. Otros disfrutan lo atípico de lo que hace, su imagen de chico malo y su forma de decir, siempre coloquial y poética. Pero lo que más ata a los que consumen su arte es la fuerte crítica con que decide juzgar su realidad.
Kamankola no es un músico complaciente. Lo que dice es a veces tan directo que incomoda, incluso si estás de acuerdo con él. Su tipo de canción se asemeja demasiado a una protesta pues decide no hablar de lo lindo de la vida, sino de lo que duele. Su forma de hacerlo te golpea en la cara y te obliga a pensar a fuerza de gritos roncos, aunque algunos se queden en repetir con él las palabras que tal vez no dirían en ningún otro momento. Su música es una crítica casi siempre constructiva, la que tanta falta nos hace. Pero los que vienen a regañarnos no siempre nos caen bien.
Sin dejar de ser solo su opinión, sus letras hacen que muchos se identifiquen con él. Por eso lo paran mientras camina antes del concierto, no solo porque a partir de sus versos sienten que lo conocen, sino porque sienten que, de algún modo, él los conoce a ellos.
En tiempos donde lo popular es ir con la corriente, las mismas fórmulas, las mismas letras, las listas de éxitos que parecen un mismo disco, Kamankola apuesta por ser sincero con lo que quiere hacer. No está atado a los términos de nadie. Las decisiones son suyas.
Es costumbre que los músicos cubanos que tiran más duro lo hagan desde fuera; pero Jorgito está aquí, aunque siga sin ser un artista de banda ancha. Ahora siempre tiene dónde cantar y se le ve en todos los resguardos de la música alternativa de La Habana; a veces más allá, pero sabe que hay un límite para su alcance, él no es ingenuo, nosotros tampoco. Usa la censura como bandera en sus canciones aunque se niegue a hablar de ella en persona. Kamankola es impredecible. Su discurso está lleno de reproches y sus metáforas son muy obvias. Honestamente, muchos de los que van a verlo se sorprenden de que diciendo lo que dice, siga aquí.
“Y COMO PALO PA´ CANDELA, PA´RRIBA´EL LIO” (COMO PALO PA´ CANDELA)
De vuelta al camerino lo sorprende un viejo amigo. Se abrazan como los que saben que el contacto diario no es el que hace la amistad. Comparten una cerveza mientras bromean sobre quién paga la siguiente. Es Yibrán Rivero, fundador del grupo D´Corazón y actual guitarrista de Buena Fe, y quien produjo las primeras grabaciones de Jorgito, junto a Vicente Alejandro, antes incluso de que adoptara el Kamankola de apellido.
Se ponen al día y Yibrán le confiesa que vino porque tenía ganas de tocar con él. Más tarde Jorgito le daría el gusto de compartir el escenario para interpretar “Antes que lo prohíban”, pero por ahora hacen lo que siempre les toca a los amigos de los años, darse cuero con las historias de antaño. Rememoran los tiempos en que Yibrán lo colaba en el ISA mientras Jorgito se hacía pasar por español para buscar jevitas. No sospechaban que terminaría casándose con una española de verdad.
Se conocieron como parte de Aceituna sin Hueso, grupo en el que Jorgito hacía de utilero sin que nadie supiera de sus inclinaciones musicales. Hasta un día en que les dio la sorpresa y se convirtió en parte infaltable del espectáculo. Yibrán grabó Musas desechables, el primer demo de Jorge Lian, en un estudio improvisado. También fue uno de los primeros en presenciar que el socio era más que rapero.
Siempre aparecen músicos muy diferentes cuando toca Jorgito. Otras veces es él quien irrumpe en los toques de un amplio espectro de cantautores. Raperos, trovadores, rockeros, todos sienten a Kamankola como uno de ellos de una forma u otra. Al final, casi todo lo que se produce ahora es fusión.
Si bien es cierto que Jorgito empezó como rapero, hace mucho tiempo que es más que eso. Han pasado años desde que se encontró a sí mismo aprendiendo a tocar la guitarra y se convirtió en el rapero de la trova. Actualmente se presenta con el formato de una banda de rock.
La verdad es que su falta de entrenamiento musical se nota. Sigue tocando la guitarra con dos o tres notas y su voz ronca no tiene arreglo. Pero esa ingenuidad que ha ido puliendo también se disfruta. Es de esos músicos que sin quitarle importancia a la instrumentación, prioriza la letra. No puede concebir un tema si no es desde el mensaje, después busca con qué vestirla.
Cuando escribió ese temazo que es “Los centinelas me fusilan”, un amigo trovador, Samuel Águila, le dijo que lo rapeara, porque no sabía cantar. Y puede que sea cierto: Jorgito no es un gran cantante, no es un virtuoso instrumentista, pero está cómodo así y su público también, porque saben que tiene algo mucho mejor: su verdad absoluta y la habilidad de expresarla con una peligrosa elocuencia.
“QUE SER CUBANO ES TANTO MISTERIO, QUE DUELE TANTO CUANDO AMANECE Y QUE SOLO ES SUBLIME EL LLANTO CUANDO LA HABANA SE LE APARECE” (LA PONINA)
En otro camerino se encontró con un grande. Andaba por España, “la madre patria o la puta madre”. Rodeado por decenas de músicos en algún teatro madrileño se siente extraño, fuera de lugar. La invitación fue una bonita sorpresa, a pesar de venir de una mala noticia. Es el concierto en homenaje a un gran cantautor español, Javier Krahe, quien lo apadrinó en su primera incursión al otro lado del Atlántico y que, muy a su pesar, falleció poco tiempo después.
Está afinando su guitarra. Todo tiene que salirle impecable. No puede permitirse ni una mala nota. Krahe se merece la perfección y al concierto va a asistir gente importante. Ha pasado tiempo ya desde que se conocieron y Krahe se encantara con su música. Ese enamoramiento fue una de las principales razones para que a Jorgito le fuera mejor por la península. Reconoció su talento abiertamente. Enseñaba la música del cubanito a todos y no se cansaba de hablar de él. En España se le conoce como el último descubrimiento de Javier Krahe.
Esta presentación no se parece en nada a las que conseguía en sus primeros tiempos por allá. Bares intrascendentes en pésimos horarios. Intentar que la gente levante la cabeza para meterse en el canal de un forastero cubano. Esta noche lo van a escuchar, aunque sea uno más.
La acción en el cuarto se detiene. Ha entrado una leyenda que está más allá del tiempo. Todos lo saben y a su forma le hacen una reverencia. Sabina tiene ese efecto, se apropia de cualquier lugar que visita. Es sobrecogedor. Ya Jorgito tuvo la oportunidad de comprobarlo cuando lo conoció en su casa. Completamente surreal. También lo es ahora el que lo salude y sepa su nombre.
Tras un rato es el turno del maestro para ensayar, pero no tiene guitarra. Ya no se tiene que preocupar por esas cosas, sabe que cualquiera mataría por darle la suya. Así lo hacen. Todos ofrecen su instrumento al autor de algunas de las canciones más hermosas del mundo. Tantos que lo desconciertan. En medio de la indecisión ve a Jorgito, aún sentado con su guitarra, y le da un antojo o, tal vez, decide hacerle una advertencia a los ignorantes. “No — aclara para cualquiera — . Yo toco con la guitarra de Kamankola”.
Tal vez vio en sus ojos que el chico tenía talento. Tal vez solo le hacía caso a su amigo muerto o fue una locura del momento. La verdad es que no importa. Lo hizo; y Jorgito no lo va a olvidar nunca. Aquel momento lo validaba todo; en especial, la distancia, la abstinencia del abrazo y los recuerdos que se desvanecen.
Sus letras están marcadas por esa distancia más que geográfica, porque la ha vivido y la ha visto vivir. Por eso le ha hecho canciones a ese sentimiento. No puede quedarse allá. Su ciudad lo llama. Su arte le pide isla. Toda su música se basa en este país, su país.
Sin embargo, de esa distancia vive. Su arte en Cuba se mantiene en gran medida de su tiempo fuera, que cada vez se hace más corto, pues quiere ver a su hija crecer y estar cerca de su familia, quiere ser un cubano en Cuba, quiere y necesita vivir en su musa que es este reptil disecado.
No es que salir le desagrade. Ama España, ama conocer. Mas preferiría viajar por el gusto de hacerlo y no por necesidad. Preferiría que quedarse o irse fuera solo una decisión y no una declaración de principios o un movimiento de mercado. Preferiría que España estuviera en la esquina de su casa, porque esa distancia… esa sí que casi lo mata.
ROSARIO ES TANTO MAR Y TAN DESNUDA QUE NO SOLTÉ BENGALAS PA´ SALVARME (ROSARIO)
Rosario llega y el camerino se dispersa. Cada cual toma disimuladamente alguna de las dos salidas. Para darles privacidad. La pareja se habla casi al oído y parecen comunicarse en un idioma propio. De seguro es una conversación de rutina, al estilo “todo va a salir bien”, pero a Kamankola se le nota feliz por la visita.
Su esposa no puede venir a todos los espectáculos; sería imposible seguirle el ritmo. Pero sí aparece cuando puede y alguien se queda cuidando a la niña. Hoy es uno de esos días y Jorgito lo agradece. Ya casi tiene que salir a cantar, así que solo se abrazan, se dan un beso y ella sale mientras los demás retoman sus puestos. La complicidad se nota en la despedida.
Llevan ya siete años y una niña en común. Rosario le ha dado una familia. Es la que lo obliga a ir a tocar cuando no tiene ganas, mientras ella se queda en la casa cuidando a Abril. Es la que le da la calma que antes nunca tuvo, entre noches interminables y la incertidumbre del futuro. Es la que se priva de ciertas cosas para ayudarlo en su carrera.
Por si fuera poco, Rosario le dio a su niña de tres años y la causa de un tatuaje en su cuello que reza: Abril me trajo a Abril. Ver a Jorgito saltando con cuidado entre los juguetes de la hija por su apartamento o escucharlo hablar de ella más gago que nunca, evidencian a un hombre que encontró por vez primera un propósito más allá de la música. Pero el arte y la paternidad son dos trabajos que se contraponen a menudo.
Le duele no dedicarle más tiempo a la familia. Él no tiene horarios. A veces no tiene que salir a trabajar, pero es el invitado de alguien y eso pasa demasiado. Implica llegar a las cinco de la mañana, beber, descargar, dejarse llevar. Es injusto que esos dos mundos colisionen constantemente, creando una inevitable sensación de vacío cuando habita en solo uno de ellos.
“MI TRASCENDENCIA ESTÁ EN LA MIRA DE UN REVÓLVER” (LOS CENTINELAS ME FUSILAN)
La música grabada para. Se corta una canción de Habana Abierta que no pocos tarareaban. Alguien da el primer aullido y otros le siguen. Saben lo que significa. Ya va a comenzar. Los músicos ingresan primero. Batería, guitarra y bajo empiezan a tocar y la bulla se incrementa. En el camerino Jorgito está casi solo. Le toca entrar a escena y en esos últimos segundos antes de hacerlo se le ve más infantil que nunca.
Se le sale el niño de doce años que comenzó toda esa locura. Respira fuerte y bota el aire por la boca, mueve los brazos en círculos y da un brinquito. Se frota las manos que resbalan por el sudor de adrenalina y nervio. Finalmente se ríe, ansioso de consumir esa droga que es el aplauso. Me roba la última calada de mi cigarro, entra, y “se forma la kamankola”.
Todo es grito. Canta y se enorgullece de ver el efecto que causa. Sale por su boca y todos lo repiten: Esto es Cuba, carajo y cuentapropismo, esto es poco trabajo y candela, esto es suda cabrón pa´ que goce el turismo y nosotros con la lengua afuera. Así de fácil se convierte en un agitador de masas, un hambriento de aullido y coro. El público se contagia de locura y satisface su hambre. Tiene ese efecto de desahogo para muchos. No solo es un buen rato, sino que se sienten activistas, honestos, rebeldes.
Mientras la guitarra se desencadena, alguien le alcanza un trago. Lo acepta, siempre lo acepta. Tiene que alimentar la ronquera. A veces parece que sin alcohol y cigarros su voz no puede sonar así de rota, que años atrás su voz era distinta, más delicada, más gentil. Que esos gruñidos molestos e inesquivables viven del vicio, dependen de una dosis de muerte lenta para existir.
Alzado en el pedestal del escenario se le ve tan vivo que parece imposible que muera, pero todos morimos. Los artistas de verdad, los que no solo quieren pegarse, los que quieren hacer trascender su arte, o mueren más fácil o son inmortales: no hay puntos medios. Y Kamankola no es un artista de puntos medios. Casi todos los que lo conocen lo aman o lo odian.
Tal vez su muerte no sea otra que el día en que se le agote esa sinceridad, esa rebeldía que le hace ser él, el único al que queremos conocer. Él es Jorgito Kamankola. El que pone su aporte para comprarle un suspiro a La Habana, el rapero de la trova, el del sexo político, el chamaco del Cerro, el de la sangre y de las balas, el martiano acérrimo, el que mejor da el berro, el trovador de parque.
Pero tal vez un día no lo sea más. Tal vez un día los centinelas lo fusilen. Sus centinelas que detienen el avance, que no entienden el arte, que no lo entienden a él. Pero Jorgito también es un centinela, de otro tipo. De los que defienden lo que sienten, de los que tratan de ser honestos consigo mismos y con su público ante tanto mercado, de los que se pasean entre la chusma y quedan intactos.
Tal vez muera porque nunca llegue a ser famoso y reconocido como quisiera y los mismos locos se cansen de caerle atrás. Lo que hace no es la música más popular. Le falta complacencia, le faltan coritos melódicos y su mezcla repele a muchos. Tal vez se canse y ya, y no llegue a más.
Sin embargo, tal vez sea lo mejor que viva en ese lugar de quizás y ya veremos. ¿Quépasaría si Jorgito Kamankola de pronto no tuviera molinos? Asusta pensarlo. Tal vez alcanzar ese nivel de fama, de reconocimiento, de comodidad, tal vez dejar completamente atrás el hambre y las circunstancias, tal vez, solo tal vez, sea esa la muerte del artista que conocemos.