La chica del lunar
Por Manuel Quintero Pérez
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Estacioné el auto en San Cristóbal, frente al edificio que fuera del INDER provincial, ahora Palacio del Ajedrez. En tiempos de la colonia fue sede de una sociedad de mulatos emprendedores de esta ciudad. Primero se llamó Círculo Obrero de Pardos; después cambió su nombre para El Gran Cervantes, por iniciativa de Juan Gualberto Gómez; y desde el fin de la guerra del 95 fue El Gran Maceo. Los negros tenían La Bella Unión, en Céspedes; los blancos el Liceo, enfrentando el parque Vidal, y el Casino Español, hoy Galería de Artes Plásticas. Ahora en la Galería hay funciones de cantantes locales los viernes y sábados, aplaudidos por una perseverante cofradía de blancos, mulatos y negros, todos mezclados. Eso del color de la piel fue una pifia de la evolución. Sería mejor si todos fuéramos azules o verdes. Pero hay pieles blancas y el blanco es sinónimo de pureza e inocencia; y pieles negras y el negro es símbolo de suciedad y maldad: magia negra, gato negro, humor negro, negro luto. El blanco es luz y el negro oscuridad. Solo la bolsa negra escapa del estigma, porque da de comer a mucha gente en esta isla. De todos los colores.
La Progreso es de las logias más antiguas, de finales del siglo diecinueve. El venerable edificio tiene un pórtico de dos columnas, una soportando el globo terráqueo y otra la bóveda celeste, con detalles y símbolos geométricos y numéricos en la verja y el emblemático triángulo con la escuadra y el compás en el frontón, aludiendo a la rectitud y la disciplina para el perfeccionamiento moral de sus miembros. Atravesé el jardín y miré de reojo el busto de Martí, colocado sobre un pedestal rodeado de cuatro bancos. Nuestro apóstol fue masón, como su maestro José María de Mendive; y Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria; y Antonio Maceo e Ignacio Agramonte y Juan Gualberto Gómez y quién sabe cuántos otros próceres que prefirieron guardar el anonimato, y personajes no tan próceres como Gerardo Machado. Arvelio, mi abuelo materno, fue venerable maestro en esa logia y se llenaba la boca contando que a Gerardo Machado lo habían expulsado de la Progreso por conducta impropia. Después averigüé que antes le habían otorgado al Primer Magistrado, tan querido en esta provincia, el grado treinta y tres, el más alto, que le hizo Soberano Gran Inspector General de la Orden. Seguro que por pura guataquería. Le comenté a mi abuelo que debieron expulsarlo cuatro años antes, en el 29, cuando se hizo reelegir violando la Constitución. Eso del grado treinta y tres fue premonitorio, porque a Machado lo defenestraron en agosto del 33.
Evelio Ramírez era un cincuentón delgado, de ojos pequeños y esquivos en un rostro acongojado. Sospeché que padecía de úlcera, o de alguna de esas enfermedades que entristecen el talante de los comunes mortales. Me recibió en la sala principal y nos acomodamos en sendos sillones, frente a frente. «Los otros salones están cerrados», comentó. Hubo una filtración y tuvieron que levantar el piso para encontrar el daño en la tubería. El trámite para que autorizaran la reparación seguía estancado en alguna oficina de Comunales.
Ramírez no escatimó elogios del ingeniero Díaz, un hermano muy activo que asistía regularmente a las reuniones ordinarias y a las actividades especiales. Las reuniones ordinarias las celebraban los sábados, y ese sábado trece de diciembre hubo una actividad en honor de José de la Luz y Caballero. Un maestro masón de La Habana impartió la conferencia y más de cuarenta hermanos de la provincia se reunieron ese día. «Fue una charla magistral», dijo, con inesperado entusiasmo. «Empezó con esa frase de Martí en su elogio de Luz y Caballero: “Él, el padre; él, el silencioso fundador; él que a solas ardía y centelleaba”». Le aseguré que era un devoto admirador de Martí y de Luz, y le pregunté si Díaz había llegado a la reunión solo o acompañado, y si alguien le había acompañado cuando terminó el evento. Le extrañó que no hubiera venido en su carro y el ingeniero le explicó que estaba en el mecánico. Al concluir la reunión, algunos hermanos se fueron a almorzar a La Taberna, en la calle San Pablo. Me preguntó si había comido en ese restaurante y aseguró que la comida era excelente, los precios asequibles y las empleadas muy atentas. Le aseguré que probaría uno de esos días. Ramírez estaba seguro de que el ingeniero se había ido solo, caminando Zayas arriba con su maletín de mano por todo equipaje. Le pedí la lista de los asistentes a la conferencia y la congoja volvió a apoderarse de sus facciones. «No acostumbramos a registrar a los hermanos que asisten a las sesiones», explicó, con agraviada dignidad. Entonces quise saber si habían venido otros hermanos de Remedios a la conferencia. «El único remediano que asistió fue el ingeniero Díaz», respondió, tajante. No le participé que mi abuelo Arvelio fue maestro con grado 33 de su logia. Seguramente su trato habría sido diferente, deferente. Nos despedimos con un indolente apretón de manos.
Mi siguiente escala fue en la piquera de autos intermunicipales. Estaba desbordada de gente con rostros afanosos que iban y venían cargando todo tipo de bultos. Los choferes fumaban recostados a sus autos, esperando llenar sus almendrones. Caminé hasta el andén de donde salen los autos para el norte de la provincia. Le mostré la foto del ingeniero a los choferes. Ninguno lo reconoció. Ya me iba cuando un mulato alto y desnutrido me tocó el brazo. Tenía uno de esos rostros que parecen reñidos con la honradez y un pequeño alacrán tatuado en el cuello, debajo de la oreja derecha.
— Asere, ese hombre es Daniel, el ingeniero.
El aliento le apestaba a muelas podridas. Me distancié para mitigar el impacto y le pregunté de dónde conocía al ingeniero, y si lo había visto.
— Yo soy de Remedios, asere. Allá dicen que el ingeniero se fue pa’ la Yuma.
Habían viajado juntos cuatro o cinco días antes desde Remedios, en el carro de El Gato. Le pregunté si El Gato estaba allí.
— No, no, El Gato salió pa’ Remedios hace como una hora.
Se rascó la cabeza y debajo de la axila. La axila también apestaba.
— Seguro regresa, porque El Gato hace tres o cuatro viajes.
Supuse que El Gato era Emilio Mendoza, el chofer de la declaración. Decidí que vería al chofer-gato otro día y conduje hasta la terminal interprovincial. El tráfico en la Central era ralentizado por los carretones y los carritos de motor. Estacioné frente al comercial Riviera. Media docena de choferes y su cohorte de buquenques conversaban en torno a un Plymouth Belvedere del 51, el modelo de dos puertas y techo rígido sin columnas. Unos metros más lejos, un muchacho que parecía inmune al frío, enfundado en unos pantalones cortos y un pulóver sin mangas, lustraba el capó de un Buick Roadmaster del 49, otra reliquia. Hace unos días el coronel Delmiro ofreció venderme su Moskvitch con caja de Toyota por dieciocho mil pesos, en moneda convertible. Con mi salario, tendría que trabajar y ahorrar treinta y seis años para reunir esa cantidad, sin gastar un solo peso en comer, beber o vestirme. Así podría comprarle ese Moskvitch a Delmiro cuando cumpla ochenta años. Lo malo es que a esa edad no me dejen manejar, o que muera antes de inanición.
Mostré mi carné y la foto a los buquenques y los choferes. Ninguno reconoció al ingeniero. Uno dijo, en un tono desdeñoso, que por ahí pasaba un pingal de gente. Crucé la avenida y compré un pan con minuta en un timbiriche próximo a la entrada a la terminal. Lo comí allí, de pie, y me enjuagué el gustillo a aceite rancio con un vaso de jugo que tenía un sabor aproximado a la guayaba. Regresé donde el Lada, conduje hasta la plaza y estacioné frente al monumento donde el Guerrillero Heroico mira hacia Bolivia. Es un lugar ideal para meditar, alejado del mundanal ruido. Saqué la caneca del compartimiento en el tablero y bebí un trago de ron para calentarme. Encima del palmar más cercano unas auras volaban en círculos concéntricos. En otros tiempos, fruto de un transitorio enamoramiento con la parasicología, mi ex Leonor quiso convencerme de que todas las personas tienen su aura, un campo energético de radiación luminosa y multicolor que solo es percibida por videntes privilegiados. Le comenté que las únicas auras que conocía eran esas aves que se alimentan de carroña y no tienen nada de coloridas, sino ese plumaje de un negro fúnebre, y el cuello y la cabeza rojizos, con feas verrugas. No le gustó mi comentario. Pero entonces vivíamos el afligido final de un matrimonio de diez años y nada de lo que yo decía le gustaba.
Recordando a Leonor se me ocurrió que quizás el ingeniero se había fugado con una mujer. Debí preguntarle a René si se le conocía alguna aventura, si tenía fama de mujeriego. Era muy posible, considerando que era un tipo de jeta fácil y dueño de un carro, módulo motorizado que ejerce una atracción fatal sobre algunas féminas en esta isla. Si su desaparición se debía al muy deportivo acto de ponerle los cuernos a su mujer, él y su amiguita estarían a buen resguardo del frío en su nidito de amor. Bebí otro trago y decidí poner la presunción de la querida a prudente distancia. Un error común en esta profesión es aferrarse a una hipótesis que nos parece lógica y plausible y descartar otras. Guardé la caneca y contemplé el volar de las tiñosas, pequeñas motas negras contra el cielo nublado. Descendían en elaborados círculos, aprovechando las corrientes invisibles en el aire transparente. Esas aves tienen un olfato privilegiado que les permite percibir el hedor de la muerte desde grandes distancias. «Donde está el cuerpo, allí se juntan las auras». Es curiosa la manera en que el cerebro funciona asociando ideas. Porque en ese momento pensé que, lo mismo que las auras y cualquier otro ser vivo, el ingeniero tenía que alimentarse. Era probable que de la logia hubiera ido a almorzar a algún restaurante. Abrí mi cuaderno y busqué la lista con los restaurantes y paladares de la ciudad. Conté treinta y cuatro. Me iba a tomar no menos de dos días visitarlos todos. Si el ingeniero se había jamado unos platos adobados con mucho amor en la casa de su querida, mi búsqueda sería en vano. Igual tenía que intentarlo. Decidí darme un salto a la Unidad antes de empezar por los restaurantes más próximos a la logia.
Cuando regresé a la Unidad, pasada la una, encontré algo parecido a una euforia reprimida en los colegas. Habían visto, o estaban al tanto del discurso del presidente ese mediodía, anunciando la reanudación de las relaciones con los vecinos del Norte después de cincuenta y tres años de guerra fría y caliente. Un oficial dijo haber visto a gente llorando cuando escucharon la noticia. Otro dijo que las campanas de las iglesias habían repicado para celebrar el anuncio en La Habana. Una teniente, que dedica su tiempo libre a escrutar las señales que dizque le comunican los orishas, aseguró que la fecha del anuncio no era casual, porque este miércoles diecisiete de diciembre era el día de san Lázaro, como lo sabe todo el mundo en este país. Heidy me comentó en voz baja lo que le había contado su hermana habanera: «Hernán, proyectaron los discursos de los dos presidentes en las pantallas del mercado Carlos III, y gente del público le tiraban besos al presidente gringo y se abrazaban». Delmiro zanjó el asunto: «Es una victoria de nuestro pueblo combatiente». No me sumé a las manifestaciones de regocijo de algunos colegas ni me solidaricé con los que veían el hecho como una peligrosa claudicación. Pasé por la cafetería para tomar un café recalentado y salí a visitar los primeros restaurantes de mi lista.
Había visitado ocho restaurantes sin resultados cuando me asomé al paladar de la calle Zayas. Eran pasadas la siete y el local estaba lleno y había una fila de espera en la acera y una pareja sentada en el quicio de la casa frente al paladar, también esperando su turno. En la sala principal, dibujado en la pared derecha, un sol enorme y sonriente justificaba el nombre: O Sole Mio. Como la célebre canción napolitana que alguna vez le escuché a Pavarotti. Había escuchado que en O Sole Mio servían la mejor comida italiana en la ciudad, un rumor corroborado por la afluencia de comensales. Afuera y adentro olía a pizzas y lasañas y espaguetis con camarones. El salto en el estómago me recordó que era tiempo de echarle algo sólido.
Un joven alto y delgado que parecía ser el dueño salió a recibirme. Le expliqué el asunto y me pidió que lo acompañara al fondo, a la abierta y limpia cocina. Un chef mulato, ataviado con gorro y delantal, me dedicó una breve mirada antes de reanudar la faena de adornar una base de pizza con trozos de jamón. El joven dueño llamó a los meseros, les expliqué mi interés y les mostré la foto. Una de las meseras, una trigueña con una trenza que le llegaba a mitad de la espalda, se cubrió la boca con la mano antes de asentir con la cabeza. Recordaba al ingeniero de un almuerzo, días atrás. Le pregunté si había venido solo. Ella negó con la cabeza y la trenza se deslizó con gracia a uno y otro lado. «Le acompañaba una mujer», afirmó.
— Coño, ahora me acordé. Ese señor vino con esa muchacha, la del lunar en la boca — dijo un mesero.
Un lunar bien ubicado en un rostro hermoso tiene su encanto. Pregunté si la habían visto otras veces. El mesero, que tenía una atronadora voz de barítono, reflexionó unos instantes.
— Sí, ella vino algunas veces. ¿No es verdad, Maylín?
Maylín movió la cabeza en gesto dubitativo y la trenza se agitó en su espalda. El mesero parecía absolutamente seguro.
— ¿Siempre con ese hombre? — insistí.
— No, a ese hombre nunca lo había visto antes. Ella vino con un cubano, un tipo con cara de boxeador. Después con el canadiense que dejó diez fulas de propina, ¿se acuerdan?
Le pedí que describiera a la mujer.
— Es como Cuqui — dijo, y señaló con el mentón a la otra mesera, que tenía el cabello rojizo.
Cuqui tenía un rostro agradable de ojos grandes e inteligentes. Le hice una seña al mesero para que me acompañara hasta la puerta. Le pregunté si creía que esa chica del lunar era una jinetera y soltó una risita traviesa.
— Eso se lo puede jugar al canelo, oficial. Y es tremenda hembra.
No pudo asegurarme de qué lado de la boca tenía el lunar. Le sugerí que cambiara de oficio. «Con esa voz, puedes ser locutor de radio». Él sonrió de buena gana y preguntó si me gustaba la pelota. «No se le ocurra apostar a Las Villas, que a Matanzas no le ganan ni un juego. El domingo seguro perdemos con Pinar del Río. Los pinareños tienen a Erly Casanova y a Liván Moinelo, los dos tienen una recta de noventa millas».
Le agradecí la confidencia y caminé hasta el Pullman. Subí al segundo piso a evacuar la vejiga. El baño olía a orines antiguos, como todos los baños públicos que conozco en la isla. Estaba terminando cuando un septuagenario entró y se acercó al urinario. Tenía dificultades para que brotara el chorro y dejaba escapar un sonido que era mitad dolor y mitad regaño. «Esta jodida próstata me está matando», dijo, sin dirigirse a nadie en particular. Lo dejé refunfuñando sobre su próstata. Abajo compré una pizza y la envolví en un papel grasiento para comerla en el apartamento y me fui en busca del Lada.
Al llegar al edificio, una ráfaga de viento helado me persiguió hasta el vestíbulo y esparció papeles sucios, colillas de cigarrillos y hojas secas que se acumulaban contra la pared del inmueble. Subiendo las escaleras me crucé con Alí, un gato negro de pelaje reluciente que regresaba orondo de alguna fechoría y desapareció en un santiamén por una puerta entreabierta al final del pasillo. Hay quienes dicen que cruzarse con un gato negro trae mala suerte. El teniente René es de esa gente que no abre el paraguas dentro de la casa y toca madera como conjuro contra las cosas malignas, y cree que si un perro escarba en el patio se morirá alguien de la familia, y que los sueños, sobre todo las pesadillas, hay que contárselos a alguien antes de las doce para que no se cumplan.
Coloqué la pizza sobre la mesa y la tapé con un plato para protegerla de la malsana curiosidad de alguna cucaracha. Me quité el abrigo, tiré el cinturón con la Makarov sobre la cama y me lavé la cara y las manos con una escurridiza pastilla de jabón y media lata de agua. Masticando la pizza pensé que, de haberme enterado en el momento mismo del histórico anuncio, no lo habría celebrado con tanta fanfarria. Hace mucho que perdí la confianza en los políticos. Cuando terminé la pizza, bajé a darle una vuelta a la manzana. En la acera, a unos pasos de la escalinata del edificio, había unos granos de maíz y la cabeza de un gallo. Le di una buena patada a la cabeza del gallo, que fue a parar al medio de la calle. A ver si me agarra la brujería. Al doblar de la esquina encontré otro gato agazapado junto a la acera. Tenía un pelaje grisáceo, escaso sobre las puntas de sus pronunciados omoplatos. Se alejó con la parsimonia de su avanzada edad.
Regresé agarrotado de frío al apartamento. Puse a calentar agua y me empeñé en hacer la tanda diaria de abdominales en el angosto espacio entre la mesa de comedor y la puerta del balcón. Terminé el ejercicio sudando y con el pulso acelerado, me serví medio vaso de agua de la nevera y lo bebí de un tirón. Entonces agarré el cubo y me desnudé camino del baño. Me eché el agua encima con una lata de leche evaporada, leche que se evaporó sin previo aviso en algún momento en las últimas cuatro décadas. Me sequé frente al espejo, que me devolvió un rostro conocido, apenas un día más viejo. De un montón de ropa revuelta conseguí un pulóver y unos calzoncillos deteriorados. Regresé a la cocina y descargué los vasos, la taza y los platos sucios en el fregadero. Saqué la botella de ron del refrigerador, serví lo que quedaba en un vaso limpio y le añadí un trozo de hielo. Entonces regresé al sillón a auscultar el silencio de la noche y a especular sobre el ingeniero desaparecido.
En esta isla, cuando alguien se esfuma sin previo aviso, lo primero que uno piensa es que salió a jugársela en el Estrecho, o a atravesar lagos, selvas y desiertos desde el sur del continente con rumbo norte, siempre norte. Gente brava en busca del río Bravo. Leí que uno de cuatro balseros no sobrevive, así que no menos de veinte mil han muerto en el Estrecho en estos últimos treinta años. Me parece una cifra exagerada, pero no hay estadísticas confiables. Ninguno de los que salen a probar la suerte piensa que va a quedarse a mitad de camino, a merced de la Corriente del Golfo y de los tiburones, o a terminar sus días en una selva oscura comido por las fieras. Como diría mi madre, nadie escarmienta por cabeza ajena. Las cigarretas son el medio más rápido y seguro. Pero con el frente frío de los últimos días, no imaginaba a pilotos arriesgándose en un mar de fuerza cinco. Descartada la salida ilegal, quedaba que el ingeniero estuviera escondiéndose, quizás por ese asunto de los puentes del pedraplén, esperando el primer chance para pirarse del país. Escondido en alguno de los ciento sesenta y ocho municipios de esta isla, casi seiscientos asentamientos urbanos y cerca de seis mil cuatrocientos asentamientos rurales.
Terminé el trago y me serví la segunda dosis. Otra alternativa era que lo hubieran secuestrado. Pero los secuestros son rarísimos en esta isla. En el cincuenta y ocho, los muchachos del Veintiséis secuestraron a Juan Manuel Fangio, argentino as del volante. Un secuestro cordial, con fines propagandísticos. A lo mejor le salvaron de un accidente, porque en la quinta vuelta de esa carrera dos autos se salieron de la pista y mataron a seis personas y suspendieron el Segundo Gran Premio. El otro secuestro del que tengo noticia, y eso por los archivos, fue el de un delincuente que se metió a la fuerza en una embajada en La Habana y le apuntó con una pistola al embajador para exigir que lo sacaran del país. Negociaron unas horas, hasta que un francotirador despachó al secuestrador con un tiro en la cabeza. La bala le entró por el parietal y le destrozó el cerebro. El tipo no dijo ni ay. Faltó poco para que el asunto provocara un incidente diplomático, porque el embajador casi se muere del susto. Sospecho que se cagó en los pantalones.
Si no había cogido rumbo norte, ni lo habían secuestrado con algún oscuro propósito, quedaba la hipótesis del tarro. El ingeniero pasaba unos días de juerga en casa de su querida, allí mismo, en Santa Clara, debajo de mis narices. Con la chica del lunar cerca de la boca. Era una pista para investigar.
Terminé el segundo trago, cargué con la botella y la coloqué debajo del fregadero, junto a otras botellas también vacías de rones de heterogénea nobleza. Entonces apagué las luces y me metí en la cama.