La invención de los libros y de un mundo
Los pueblos coloniales nunca dejan de ser exóticos divertimentos o recursos: bellos paisajes, ricas canteras, hermosas mujeres, fiestas o chistes. Superar la condición colonial es una empresa merecedora de una ópera espacial.
Por Iramís Rosique
A los tres meses exactos de la entrada de Fidel en Santiago de Cuba, se funda la Imprenta Nacional el 31 de marzo de 1959. Parecería increíble que en un país referencia de la literatura hispánica no hubiera existido hasta entonces una industria editorial nacional poderosa. No obstante, al parecer, no era una prioridad de las élites y los gobiernos de aquella república. Eso no lo era, como no lo eran muchas otras cosas.
Hace unos días veía un comercial de los años cincuenta sobre la habanera calle 23. La vía estaba alcanzando su gloria lumínica y repletándose de cabarets, dulcerías, tiendas de ropa, peluquerías, hoteles… Muchas luces, pocos negros: «el Broadway habanero», decía la voz en off del comercial. Entonces pensé. Pensé en cómo nada de lo nuevo, de lo que entonces se proyectaba para la ciudad, se salía del esquema del entretenimiento, los servicios, la fiesta. Rumba, ron y relajo, las tres erres, diría mi madre. La condición colonial tiene mucho que ver con eso. Ningún gran capital norteamericano de entonces podría un centavo en Cuba para desarrollar nada que fuera “complicado”. ¿Para qué? Tampoco la burguesía nacional, tan autoconvencida de su subalternidad y, más aún, de la de sus compatriotas. “Tú sabes cómo es el cubano, no sirve para eso”.
Una anécdota del profesor argentino Enrique Dussel de cuando fue al Archivo de Marx en Berlín, en la extinta RDA, es ilustrativa de lo antes descrito. Eran los años ochenta, y en el Archivo se estudiaban y atesoraban originales en alemán inéditos y desconocidos para la mayor parte de los marxistas y estudiosos de Marx. Según Dussel un especialista alemán que lo recibió le dijo que asombro: “primer latinoamericano que visita el Archivo de Marx”. El argentino inmediatamente respondió que cómo era posible. ¿Ningún cubano había ido antes? Entonces cuenta que el alemán lo miró con “superioridad colonizadora” y le dijo que para qué un cubano iría al Archivo a ocuparse de asuntos tan complicados.
Los pueblos coloniales no son, a los ojos de los colonizadores, pueblos “de verdad”. Nunca dejan de ser exóticos divertimentos o recursos: bellos paisajes, ricas canteras, hermosas mujeres, fiestas o chistes. Por eso para los nostálgicos de los “maravillosos” cincuentas y para la burguesía de entonces, Fidel es el mayor aguafiestas de la historia de Cuba. Superar la condición colonial es una empresa merecedora de una ópera espacial, y no tenemos idea de como termina. El primer paso fue echar a perder la fiesta de los poquitos, pero estaba claro que con eso no bastaba.
Hace unos días hablábamos de un concepto de cultura específico, de la cultura como sustancia de la civilización, como el modo mismo de existir de las sociedades, de todo lo que ellas producen material y espiritualmente. Pero “cultura” es un término demasiado polisémico, y hoy podemos hablar de otra de sus acepciones, de la cultura como instrumento de liberación: ya no de la sustancia que hay, sino del modo en que se usa.
“Ser cultos es el único modo de ser libres”: ese pensamiento martiano se repite hasta el cansancio por todas partes. Recuerdo aún cómo en mi escuela primaria la explicación que se hacía de esa idea recurría al ejemplo del campesino que no sabía leer y firmaba un documento que lo despojaba de sus tierras. Ese ejemplo es harto simplificador, pero capta buena parte del sentido al que apunta el Maestro. La gente necesita saber. Los que hemos leído al Martí que le escribe a María Mantilla, o al de la Edad de Oro, o al que opina sobre lo que se debería enseñar en escuelas y universidades, sabemos que no hay ningún viso iluminista en el modo en que Martí entiende este problema. La gente necesita saber, porque los saberes le permiten tomar conciencia del mundo y de sí, para orientarse mejor en la vida y en la historia. Quizá la única pega que podríamos ponerle a esta idea es que también suele ocurrir que junto al saber subversivo viene adosado el modo de domesticarlo, pues la dominación es lo bastante sofisticada como para huir de ella con demasiada facilidad. Pero, en cualquier caso, el ensanchamiento del mundo espiritual es condición necesaria para la liberación, y eso la dirección revolucionaria de 1959 lo comprendía perfectamente.
La democratización de la cultura entendida como la socialización de la belleza, del conocimiento y de las capacidades para producir ambas cosas, es el pilar entorno al cual se articuló la influencia del poder revolucionario en la organización de la cultura, entendida como este ámbito de lo espiritual. Ese es el camino para el autorreconocimiento de una identidad como pueblo, y de una capacidad de crear, es decir, una capacidad de ser. Y de ser en términos propios y no prestados, que es como el colonialismo nos propone ser. Este “efecto vampiro” que hace que no veamos nada frente a un espejo es especialmente dramático en nuestros pueblos latinoamericanos, que somos, en buena medida, pueblos nuevos a diferencia de otros pueblos colonizados que forman parte de culturas milenarias. En América, y especialmente en el Caribe, los que antes estaban, sus lenguas, sus instituciones, su cosmovisión, fueron destruidos, y nos construimos como pueblos con los instrumentos de nuestro verdugo. Por eso debemos crearnos un mundo nuevo, para expiar y exorcizar el oprobio de la colonización. Sin una cultura fuerte, asentada, y orgullosa de sí, no se puede construir ningún mundo nuevo.
Mi abuela sabía leer desde antes de 1959. No obstante, nunca leyó un libro. Los pobres no leían libros. Carpentier, Mañach, Medardo, Dulce María, don Fernando y demás escribían mucho y escribían bien, pero publicaban, sobre todo, con editoriales americanas o españolas, o con algún editor privado. Alguien en Cuba con toda certeza los leería, aun en esos libros caros, pero no mi abuela. En su vida, los libros los inventó la Revolución. La Imprenta Nacional, hoy Instituto Cubano del Libro, ha trabajado con la esperanza de estar cimentando el suelo firme sobre el que se levante una civilización nueva.