Las mariposas de Taipei

El Caimán Barbudo
El Caimán Barbudo
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4 min readJan 9, 2021

Por: Marina Burana

Las mariposas de Taipei dejaban manchas en el viento, posando de un lado a otro con la cadencia lógica del hambre. Libaban los néctares y se dejaban convencer por la brisa de la tarde oriental, que dando paso a la noche, abría del otro lado del mundo un nuevo día. A unos pocos metros, el arroyo fluía cobarde entre el follaje de la selva, y Ai Li atrapaba con su asombro el raquítico sol de lluvia, el calor escondido entre la sombra y, por supuesto, las rápidas mariposas taiwanesas.

Lo esperó cerca de una cascada porque así le parecía que las horas se movían con más brío y no acompañaban la calma eterna de aquel silencio verde. Había ensayado en su memoria los pasos que él seguiría hasta encontrarla detrás del gran bambú, más allá de la montaña. Sólo cuando las nubes parecían amenazas capaces de devorar con su oscuridad el pródigo brillo de la selva, Ai Li se abandonaba a la incertidumbre e imaginaba que él ya no vendría. Nadie andaba por aquellos rincones. La ciudad era algo perdido en un rincón de la mente. Sus pies delgados, descalzos, jugaban con el musgo del piso armando corazones. Y en la parte de atrás de la cabeza esa idea recurrente de que la vida allí, al menos por unos minutos, unas horas, podría ser casi perfecta.

Además del ruido del agua de la cascada, oía la inundación de pájaros que habitaban la montaña. Algunos volaban muy cerca y desplegaban sus colores de caramelo, de transparencia boscosa, de blanco terciopelo. Otros sólo le hablaban desde lejos, humillados por el calor de la tarde. El lugar se llenaba lentamente de un silencio pesado y húmedo. En cualquier momento él vendría y la vería jugando con sus pies ya manchados, reclinada sobre el piso, apenas acariciada por un sol intermitente. ¿Y por qué no vivir allí?, pensaba cuando alguna mariposa descansaba sobre alguna planta o perdida iba y venía para finalmente desaparecer entre las hojas. ¿Por qué no vivir allí, juntos, para siempre? Y las mariposas seguían su baile de colores.

Él le había dicho cosas al oído allí mismo, porque todo debía hacerse con prudencia, con ese mismo silencio que ahora la envolvía. Ai Li recordó que cuando lo tuvo bien cerca, el calor de sus labios se deslizó irreverente por su cuello causándole cosquillas, las cuales se transformaron luego en un escalofrío fugaz para más tarde acomodarse en el medio de su pecho como un miedo nervioso, un miedo de pérdida que la perseguiría desde siempre. Y Taipei, pensaba, no sabe lo que pasa de este lado de su mismo vientre. Taipei se pierde la poesía de sus mundos. Porque Ai Li quería ser escritora, para escribir sobre el amor y las dolencias, sobre la felicidad y el desamparo, y para llevar en sus palabras algo de lo que él le había regalado desde aquella primera vez en la ciudad, cuando aún la montaña no era de ambos sino de cada uno.

Una mariposa de un color blanco viejo volaba muy cerca. Agitaba sus alas arrebatada acercándose con paciencia a una flor, sobre la cual por fin acomodó su vuelo hasta quedar inmóvil. Ai Li la observó en detalle, acompañada siempre por el ruido de la cascada y los pájaros. La mariposa hizo un movimiento rápido y enseguida volvió a la inmovilidad total. Por momentos sus alas brillaban con fuerza y luego se apagaban retornando a un blanco usado, extinguido. Las mariposas no viven demasiado, se dijo mientras estudiaba las alas de aquella, pero deben tener una vida intensa, concluyó. Al sol le costaba más y más alcanzar la selva y ahora el calor pesado ahogaba el silencio con una lluvia leve. En alguno de esos caminos de montaña él estaría subiendo a encontrarla. Y esta vez, las palabras al oído serían más decisivas que nunca, más urgentes y cautelosas, escondiéndose de las luces vanas que ya comenzaban a prenderse en esa ciudad atropellada más allá de la selva.

Un pájaro posó sobre una piedra y desapareció; una araña corrió rápido cerca de sus piernas y las mariposas no se cansaban de pintar sus minúsculos atardeceres cerca de los árboles, al resguardo de la débil lluvia que perdía presencia toda vez que Ai Li miraba a la cascada y veía que allí el agua era un fuerte mensaje de la naturaleza. Le gustaba la lluvia porque le daba vida a la enorme cantidad de plantas que los taiwaneses hacían crecer en cualquier sitio, en cualquier rincón, por todas partes. Él, sin embargo, la detestaba. Todo era lluvia en Taipei. Estaciones cargadas de nubes y del repiqueteo frenético del agua contra el cemento. Pero ahora eso ya no importaba, porque bajo el murmullo de esa lluvia selvática buscarían ambos un destino diferente, en el que sólo ellos dos supieran cómo hablarle a la lluvia y cómo decirse cosas al oído.

Las mariposas seguían allí y en el cielo dos o tres estrellas se animaban a llamar a la noche. Ai Li caminó al costado del arroyo quedo y escuchó el llanto lejano de la cascada. La montaña se perdía entre la oscura visión de la noche y se hacía un monstruo negro y poderoso. Le pareció escuchar el ruido de alguien acercándose, pisando con decisión las hojas que resignadas en el piso acolchonaban los caminos. Cerró los ojos porque sabía que esa era la mejor manera de verlo, de encontrarse con él en la oscuridad de aquella noche, de ser sorprendida con su abrazo reparador. Pero las horas se escurrían a otra velocidad junto al arroyo quieto y frío. Los minutos se iban con el agua que caminaba silenciosa, lenta, cansada bajo una oscuridad que con sofocante certeza, teñía la selva de pérdida y despedida.

Publicado originalmente en la revista El Caimán Barbudo el 18 de junio de 2012

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