Podcast y literatura: una cubana en Radio Ambulante
Confieso que llegué escéptica al episodio 137 de Radio Ambulante. Hasta aquí, mis oídos a veces críticos, a veces cautivados, apreciaban cada entrega de este podcast narrativo en español. Pero, especialmente, el 137 se titulaba Toy Story y hablaría, nada menos, que del Periodo Especial en Cuba.
Cuba no es un tema ajeno para el equipo Ambulante, que lleva casi una década narrando con sonidos las historias de Latinoamérica, entre ellas, algunas relacionadas con nuestra isla. Pero esta vez nos incluíamos en su frecuencia con una propuesta que vincula radio y literatura, un romance que, para suerte de los apasionados, marcha con paso firme.
Grandes autores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Gabriela Mistral, Juan Rulfo o Jorge Luis Borges incursionaron en esta práctica sonora de narrar sus obras en sus propias voces. Hoy, los podcasts que promueven la literatura y el formato audiolibro se han popularizado y cuentan con una audiencia en ascenso, tal vez para repensar en estos tiempos la sentencia primigenia: antes de ser escritores, fuimos habladores.
Toy Story, de Radio Ambulante era, lejos del revisitado lugar común al que temía, un acercamiento creativo a las vivencias de esta época según la escritora cubana Karla Suárez, que es también la experiencia de un país. Era, pues, la crónica oral perpetuando nuevamente la memoria colectiva.
Nacida en La Habana, Karla Suárez obtuvo el Premio Lengua de Trapo en España por Silencios (1999). Esta, su primera novela, fue seleccionada por el diario El Mundo entre las diez mejores libros del año 2000. Luego alcanzó Premio Carbet del Caribe y Gran Premio del Libro Insular (2012) en Francia, con su novela Habana, año cero.
También profesora de escritura creativa, Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar (2019) y jurado del Premio Juan Rulfo, actualmente reside en Lisboa, Portugal. Ahí coordina el Club de Lectura del Instituto Cervantes; y hoy conversa con El Caimán Barbudo, entre otras cosas, sobre esta experiencia sonora que es Toy Story.
¿Cómo llegas a Radio Ambulante?
Desde hace años conozco a Daniel Alarcón, escritor, presentador y productor ejecutivo de Radio Ambulante. Luego conocí a Carolina Guerrero, su directora ejecutiva (CEO). Una noche, en una cena, me puse a hablar con ella y de esa conversación salimos con la idea de hacer un episodio. Luego Daniel me llamó, hablamos y organizamos la manera de hacerlo. Como sabes, Radio Ambulante es un podcast que cuenta historias latinoamericanas en español, aunque radica en Estados Unidos. Hacen un trabajo magnífico. Son crónicas literarias, periodismo narrativo.
La literatura y los escritores han encontrado en este formato otra vía para llegar a sus lectores, aprovechando los privilegios del relato contado, lo oral, lo sonoro. ¿Cómo valoras el fenómeno del podcast?
Antes era la radio, simplemente. La radio es un medio que no muere. Yo creo que el podcast y, particularmente, este tipo de podcast narrativo cada vez se extiende más, gana oyentes. Seguramente tiene que ver con la vida moderna. Hay gente que escucha cuando va en el carro o cuando viaja en un transporte público. En ese caso no pueden ponerse a leer, pero el podcast narrativo les permite escuchar la historia. Y para escucharla basta tener un teléfono.
¿Cómo fue el proceso para armar el relato en Toy Story?
Empecé a hablarle a Carolina sobre mi gusto por la bicicleta. Me encanta montar bicicleta. Ahí empecé a contarle la historia: que aprendí a montar en la universidad cuando empezó el Periodo Especial y, a falta de otra cosa, la bicicleta se convirtió en el medio de transporte de los cubanos. Y que si no aprendí de niña fue porque no vendían bicicletas. Y que las pocas que vendían salían en “los juguetes”, pero que se acaban en los primeros números. Cuando le hablé de “los juguetes”, ella abrió los ojos, no entendía qué le estaba diciendo, pero enseguida comprendió que ahí había una historia. Le conté entonces en qué consistían “los juguetes” cuando yo era niña.
Le hablé del sorteo que se hacía en julio, donde se determinaba el día que te tocaba comprar, y de los tres juguetes a los que tenías derecho: “Básico”, “No básico” y “Dirigido”. La bicicleta era “Básico” y siempre había pocas, por eso se acababan en los primeros días y a mí nunca me tocó el primer día. Pasaron los años, tumbaron el Muro de Berlín, pasó todo lo que sabemos y, de repente, un día tuve derecho a comprar una bicicleta. Y ahora ese es mi deporte favorito. Después de escuchar esto, lo único que preguntaron ellos fue cuándo podíamos grabar. Esa historia la cuento en la primera parte del episodio de Radio Ambulante.
En la segunda parte presentas el ensayo “La Habana”, que aparece en tu novela El hijo héroe, publicada en el 2017. Esta lectura dura varios minutos, lo que puede ser un arma de doble filo en radio. ¿Cómo lograste que el resultado fuera cerrar los ojos y quedarse inmutable escuchándolo?
Gracias por lo que dices. Ese texto es el último de un libro sobre Cuba, que hice en colaboración con el fotógrafo italiano Francesco Gattoni. En él hablo de mis viajes por la isla y cierro con mi regreso a casa, el último capítulo es “La Habana”. Este fue un texto que me costó mucho escribir porque no es ficción, hablo de mi vida, de mis buenos recuerdos y de mis recuerdos tristes. Por eso, para Radio Ambulante quise leerlo de un tirón. Aquel día, el técnico vino a mi casa con todo su equipamiento. Mi estudio lo convertimos en un estudio de radio, cerramos bien la puerta, corrimos cortinas, él instaló los micrófonos. Me dijo que podía leer en varias tomas, pero me negué. En ese ensayo, narro cómo viví yo la transformación de mi ciudad desde mi infancia hasta el día que me fui de Cuba.
Es un texto que me hace cierto daño, porque cada vez que lo leo, vuelvo a vivir cosas que no quisiera volver a vivir. Pero, justamente por eso, prefiero leerlo sin interrupciones. Como si fuera la vida, uno no hace una pausa cuando algo no le gusta. La vida sigue. Por eso, aunque a veces se me corte un poco la voz o se me acabe el aliento, ese texto debo leerlo de principio a fin, sin pausas. Como si estuviera volviendo a vivirlo todo.
“La Habana son mis dedos aprendiendo a tocar guitarra en el Conservatorio. Es la música de Ignacio Cervantes, de Lecuona, de Caturla, las clases de solfeo y la cara de aquel profesor de marxismo acusándonos de diversionismo ideológico porque los varones querían tener el pelo largo, todos llevábamos las mangas de las camisas remangadas y habíamos colgado en las paredes carteles de: “¡Viva el rock!”. Al día siguiente, cuando entró en la clase vio escrito en la pizarra: “¡Qué viva también la música cubana!”, pero entonces nada dijo”.
Que tus textos siempre suenen, como has dicho, ¿tiene que ver con tus estudios en el Conservatorio de Música Alejandro García Caturla?
Sin dudas. La música está muy presente en mi vida. Yo estudié guitarra en Caturla. Cuando estudias música, además de esta, aprendes un montón de cosas. Tú llegas al Conservatorio y tienes que enfrentarte a una disciplina y a unas exigencias tremendas. Pero eres un niño y, a pesar de todo, te diviertes un montón. Ese ha sido uno de los periodos más hermosos de mi vida. De hecho, aunque no todos seguimos la música, mi grupo de Caturla se sigue reuniendo, cada vez que podemos, con los que estén. Y volvemos a ser aquellos niños que inventaban disparatados conciertos cuando el profe aún no había llegado al aula. Entonces, ¿cómo no va a estar presente la música en mi vida? Uno puede dejar el Conservatorio (como hice yo), pero la música no te abandona nunca.
En tu opinión, ¿qué aporta lo sonoro a la literatura?
Los sonidos permiten darle otra dimensión a los textos. Me interesa la sonoridad del relato. Por ejemplo, suelo leer en voz alta los capítulos de una novela y, a veces, me grabo para escuchar cómo suena, la cadencia, el ritmo. Sobre esto último también tengo mis manías. En los manuscritos de mis novelas, los capítulos suelen tener la misma cantidad de páginas. No sé por qué, pero salen así y creo que eso está ligado al ritmo. Cada capítulo es, como en la música, un compás y los compases tienen la misma cantidad de tiempos. En una obra musical se puede cambiar de compás, desde luego. Y eso también puede hacerse en las novelas. Yo me divierto con todo esto. Quizá sea una “deformación” por mis años en el Conservatorio, quizá sea otra cosa (mejor ni averiguarlo). De ahí que cuando usas sonido en la literatura, la experiencia de lectura toma otra dimensión. Se sale del papel, porque entra en juego otro sentido. Ya no se trata solo de leer, también se escucha (y todavía mejor si se huele o se puede degustar).
¿Cuál fue la respuesta de tus lectores, ahora oyentes, y de la escucha en general de Radio Ambulante?
Mi episodio tuvo muy buena recepción. Fue una sorpresa que llegaran a mi sitio web tantos mensajes de gente que lo había escuchado. Me escribieron cosas muy bonitas y eso emociona mucho, la verdad, porque eran personas de diferentes sitios, no solo cubanos para quienes la historia podía resultar familiar. Este es uno de los maravillosos misterios de la literatura. El escritor está solo en su casa con sus recuerdos, sus ficciones y sus fantasmas. Luego otra persona, en otro sitio distante, lee (o, en este caso, escucha) y siente, se identifica. Cómo sucede, no lo sé. Pero me da muchísima alegría que esto pase. Desde luego repetiría la experiencia sonora con otros de mis escritos.
¿Cuándo descubres tu talento para escribir y decides dedicarte a la literatura?
Yo empecé a escribir de niña. Mi madre fue profesora de literatura. En mi casa todos leían, mi mamá, mi papá, mi hermana. Pero a mí, sobre todo, me gustaba inventar historias y escribirlas. Mi madre es la primera maestra y editora que he tenido, porque yo de niña escribía historias larguísimas y llenas de errores ortográficos. Ella me hacía correcciones, me sugería lecturas, me estimulaba. Para mí escribir era algo que me sucedía, era normal, parte de mi vida. Pero también las matemáticas eran parte de mi vida, me encantaban y yo estaba convencida de que dedicaría mi vida a las ciencias. El problema fue que ya estando en la universidad, estudiando Ingeniería, empecé a asistir al taller literario y ahí tuve mi segunda maestra, Virgen Gutiérrez, y empecé a conocer a gente de mi edad que también escribía.
Yo creo que cuando uno empieza a escribir de niño ya está “enfermo” para toda la vida. Y no hay cura, siempre lo digo, afortunadamente para la enfermedad de la escritura no hay cura… Por eso, cuando empecé a relacionarme con jóvenes que escribían como yo, y a leer mis textos ante ese público, fui tomando más confianza. Eso me llevó a pensar que, quizás, sí podía ser escritora. Un día salieron aquellos poemas en Alma Mater; tiempo después publiqué un cuento en la revista Revolución y Cultura y, entonces, ya lo tuve bastante claro. Mi amor por las ciencias se mantenía, pero yo iba a ser escritora.
¿Qué significó la oportunidad de escribir para la revista de los universitarios cubanos?
La verdad es que de los poemas que yo escribía en aquellos tiempos, creo que se podrían salvar muy pocos. Recuerdo uno que contaba una historia en un tablero de ajedrez. Pero era una historia. Por fortuna, tanto para la poesía como para mí, comprendí a tiempo que no soy poeta, lo mío es contar historias. En cualquier caso, publicar en Alma Mater fue emocionante. Creo que esa fue mi primera publicación. Yo era muy jovencita, estudiaba Ingeniería en la Ciudad Universitaria José Antonio Echeverría (CUJAE). Saber que la revista había aceptado la publicación de mis poemas fue como si me dijeran: los números contigo van bien, sí, pero también las palabras, no las abandones. Y no las abandoné.
Publicado en la revista El Caimán Barbudo.