Quien tiene un barrio…
Santos Suárez es más que una mezcla de calles como Santa Catalina, Lacret y la Calzada de Diez de Octubre; más que algunos parques; más que las bodegas y las panaderías; más que cuadras colocadas en orden y un malecón sin agua que anuncia que el barrio algo de especial sí es…
Por Dailene Dovale de la Cruz
— Piu, piu — M le lanza disparos imaginarios al niño. El pequeño que lo observa con picardía desde el árbol no se toma tan bien esa muerte imaginaria y sale corriendo en dirección a la escuela. Él apenas tiene cuatro o cinco años y viste un pullover rojo — con un cartel que en la distancia no distingo — y shorts cortos de color negro. Da saltos, muchos brincos de chiquillo alegre, como si este martes del 21 de marzo, la felicidad definitiva anduviera más cerca o la tuviera entre las manos y cuidara no malgastarla en muertes de mentirita. Desvía la carrera y va en dirección a su abuelo, quien en otro banco conversa con un amigo. El parque de Santos Suárez es, a estas horas de la mañana, una brisa tenue y un sol que alumbra y calienta con suavidad.
Hay, además de un niño travieso y su abuelo, mucha gente que vive su mañana con tranquilidad, sin demasiadas presiones. Dos inspectores revisan al detalle papeles que dan paso a otros. Una peña de hombres, canas en el pelo y voz alta, discuten sobre pelota. Un adolescente con uniforme de politécnico — camisa blanca, limpísima, por fuera del pantalón — camina junto a su hermana, una niña todavía sin pañoleta en el cuello, pero sí dos motonetas recogiendo el pelo rizado y un andar como de quererse tragar el mundo o el parque en su lugar. Una mujer viste elegante con dos girasoles en la falda, tan grandes y vistosos que da la impresión que endulzan a su paso.
M, mientras tanto, intenta buscar una señal, no divina sino de Etecsa, para intentar teletrabajar en un modo cuando menos peculiar: sin conexión y con poca carga en la batería de la laptop. El gato Lennon desde mi regazo también lamenta haber sido sacado de la casa — con ruidos y humo de la fumigación — para terminar allí. Yo me concentro en el parque y las gentes que gritan, gesticulan, se mueven de un lado a otro como si el martes a las once este lugar les estuviera destinado.
— Oye, se llevaron al niño… estaba convulsionando… tu mamá y tu hermana… salieron corriendo — advierte Benancio, desde una silla frente a la puerta de su casa en el medio del pasillo. Un pasillo que da un edificio interior que puede ser a la vez un lugar muy lúgubre o soleado en dependencia de cuán nublado esté el día. A veces, está lleno de sombras frías que impiden que la ropa se seque, paredes con moho que delatan humedades más viejas, miradas que a veces se nublan con la tristeza de lo común y ordinario de un edificio en su centenario.
El vendedor de periódicos, que fue el primer nombre que le di a Benancio antes de conocer el suyo propio, pareciera no ser mucho más joven que el hogar que habita. Fue por él que supe que mi hermana y mi mamá habían salido corriendo hacia el policlínico con mi sobrino en brazos — convulsionando por una fiebre alta — y después de esa tarde de domingo nada feliz, preguntó por él varias veces (el edificio todo peregrinó frente a la puerta para saber noticias).
Benancio sale temprano a su puesto a vender los periódicos Granma, Juventud Rebelde y revistas como Juventud Técnica, Somos Jóvenes y Alma Mater — donde en otros años más aciagos compré El Caimán Barbudo a color — . La calle General Lee no recibe ahora caimanes con barbas, pero se mantienen las Bohemias, con algo de atraso, las postales y las tarjetas que serán usadas luego en el parque. Benancio, firme y tranquilo — como si Santos Suárez tampoco pudiera sorprenderle después de tantos años — pregunta a los lectores de periódico cómo se encuentran y cuando lo hace realmente quiere saber la respuesta. Su mirada cansada y amable trae consigo una historia del barrio, de la vida de un reparto donde nacieron personas reconocidísimas como Celia Cruz. Su memoria y su puesto discreto desde donde lo ve y pregunta todo son partes de quién es.
— Todo bien — responde Benancio hoy y lo secundo. El mediodía lo ilumina todo; hay sol bueno y el pasillo tiene un aspecto menos lúgubre.
Ruidos vienen de la escuela — una construcción de dos plantas, color rosado mamoncillo y azul que bien parece un cake que se añejó sin servir — . Si se atiende bien se pude sentir a las maestras y las niñas y niños que reciben las clases. En la distancia se ven las cortinas rojas, más chillonas que las maestras, y algunas figuras que se mueven de un aula a otra. No distingo formas, pero resulta llamativo el sonido de la clase; hay algo distinto en un parque que tiene una escuela (que no es lo mismo a decir a una escuela que tiene un parque).
Siento pizarras, borradores, regaños, respuestas, alegrías. Una bulla distinta y más placentera que aquella que surge de las construcciones, o de las alarmas de los carros, o de las colas desenfrenadas que se arman en la tienda La Estrella. Un murmullo que se complementa muy bien con los viejitos peleoneros que hablan del Team Asere y el Clásico; con los muchachos y muchachas que practican deporte, corren y sudan alrededor del parque; con la voz del niño que antes se escondía detrás del árbol y ahora prefiere cantar tu-tu-ru-ru-tu-tu-ru-ru-ru…
— ¿Te acuerdas? dice M.
Es una canción que nos viene de marzo en 2020, cuando nos llegó la pandemia del covid-19 y un video donde cuatro hombres celebran mientras cargan un ataúd. La voz del niño que tararea un exitazo pandémico — caminó de móvil en móvil, vía Whatsapp — , los gritos de los fanáticos de la pelota, el caminar de las enfermeras, la calma de las personas que practican taichí, el ruidito de la bicicleta estática, el silencio cómplice de los que van al parque a mirarse y abrazarse deslucen sin la escuela emanando bulla y alegría — la alegría de aprender, ¿eh? — . Da algo de tristeza pasar a la noche, cuando parece que los días de gloria quedaron atrás. O quizás sí, y los días de gloria del parque, de Santos Suárez todo, no son estos que vivo, pero cuando estoy frente a la escuela y la siento hervir de entusiasmo lo olvido.
La noche en la calle Zapotes puede ser muy sombría, pienso mientras M y yo pasamos la panadería. En la canción de Silvio Rodríguez hay sillas en el borde del camino que invitan a descansar; al borde de mi camino hay un gato callejero que a pesar de todo lo que implica andar en libertad plena, se ve limpio y limpio está porque anda lamiéndose todo el cuerpo, perdón, bañándose. Por mirar al gato, que es como todos los gatos, un ser hermoso de cuatro patas y algunos kilos de indiferencia, no noto a los dos hombres — altos, fuertes y bellos como el felino — que al coincidir con nosotros — M y yo — sueltan las manos que un minuto atrás iban juntas.
Tres cuadras más adelante está el consultorio. Allí, el 26 de septiembre del 2022, M y yo votamos a favor del Código de las Familias. Un código que se aprobó, entre tanta gente y tantas manos, gracias a los niños que cuidaron las urnas, a la gente del barrio que dejó de verse solo su ombligo para ir a votar en un domingo histórico. Un domingo que dio paso a una tormenta y un apagón casi igual de memorable que nos mantuvo a oscuras en la cuadra por cinco días completos. De la tormenta, me queda la foto de M en la placa del edificio con los pelos rizos al viento, que recortaría muy mal después; del apagón, el recuerdo de la canción Apagón total de Eddy K y del Código de la Familias, la sensación de que no es suficiente aprobarlo, si persisten prejuicios y odios, si hay miedo a demostrar el amor en público…
— Oye, sí, pasen a ver — una voz interrumpe, cuando falta menos de dos cuadras para llegar.
— Eh, abriste una cafetería — dice M.
— Sí, socio, sí. A veces está cerrada. Tú sabes cómo es la cosa — siempre que alguien habla de la cosa, de cómo es y cómo se lleva, me da cierta sensación de orfandad porque la mitad de las veces siento que hay algo que me pierdo y por eso termino asintiendo, con una sonrisa discreta: sí, sí, sabemos exactamente cómo es.
M conoce mejor el barrio y cada día narra sus descubrimientos. Hay todo tipo de personajes, con carne y hueso en lugar de papel y tinta, que descubren otra sustancia de la zona, aquella que escapa del mito de un Santos Suárez holgado y clase media para mostrarlo proletario y humilde, contradictorio y hermoso. Hay panaderas más sonrientes que te dan el pan de hoy y mañana para que no tengas que ir a buscar una mísera bolita — y que además pueden dar consuelo a sus clientes sobre la cosa que está difícil y de las emociones que deben andar calmadas en medio de la pospandemia — ; carniceros que leen en horario laboral (y no cualquier obra, sino los libros de sus amigos); hay hombres que en la tarde se sientan en el portal, pero de noche tienen una cafetería pequeña y acogedora como esta, con la cerveza algo menos cara y con un rostro amable en vez de un ceño fruncido.
Es apenas un portal, barra de madera minúscula, dos mesas altísimas con sus respectivas sillas.
— Los muchachos que vinieron antes se llevaron toda la cerveza fría, pero puedo servirla en dos vasos con hielo — dice el anfitrión y cruza la distancia simbólica que, por esta noche, nos divide.
Hay otro hombre junto a la barra. Un vecino con aspecto agotado que consiguió una cerveza fría y se excusa: en la casa tiene frijoles. Al irse él nos quedamos, otra vez, solos en la pequeña cafetería que no pretende ser otra cosa que un escape de un miércoles cualquiera, en un lugarcito de la cuadra, de la gente. Y que, además, ofrece pizzas.
— Chica, tú que estabas hablando hace poco de la obra de Lorenzo Lunar y cómo describe el barrio desde Santa Clara, deberías escribir algo sobre Santos Suárez. ¡Una novela tienes con tanto personaje ilustre! — concluye M.
Apenas se distingue él entre la yerba crecida. Su hogar es una escena del crimen: una cinta blanca anuncia no acercarse, bloques de cemento en la acera gritan que su casa no es una casa segura y que él no va invitarte a pasar ni siquiera con un gesto. En la entrada, reposa una reja roja. Sería más preciso afirmar que dormita un pedacito de reja, que quizás en los años veinte del siglo pasado bordeaba un portal y ese portal entonces era un primer paso a una casa grande, ventilada y limpia. Tal vez, en algún momento las columnas de la entrada fueron firmes e impusieron una distancia entre la familia rica y los otros. Al fondo, la casona nos interpela y a él no parece importarle. La ventana susurra con los trozos de vitrales azules que hubo aquí belleza. La puerta clausurada nos grita que, por favor, no volteemos la vista. Pero nada atrae más la mirada que él, impasible y majestuoso. El gato, al descubrirse observado, buscará pasar inadvertido frente a los ladrillos de la casona que, puestos al desnudo, como un alma triste que no tiene nada que ocultar, son también de color naranja.
A un lado, vibra el parque; al otro, la calle San Indalecio cuyo nombre, según el cronista Ciro Bianchi, proviene de Indalecio Santos-Suárez, uno de los cuatro hermanos dueños de estos terrenos en otro tiempo, la génesis del barrio. Leonardo, el más reconocido, fue junto con Félix Varela diputado a Cortes en 1822. Se supone que el reparto se nombra así en su honor.
Si se mira al pasado, estas calles tendrían otro sonido, otra vida. Una identidad que cambió para siempre a partir de 1915, cuando surgieron casonas, edificios, cines, dulcerías… En otra época la sufragista María Collado hizo campaña para nombrar en honor al general José Lacret Morlot aquella avenida serpenteante que hoy conecta la Calzada de Diez de Octubre con la Vía Blanca; justo en la intersección de la Vía y Lacret reposa un monumento, olvidado y derruido, del mambí. Pero no estamos en los veinte del siglo XX, ni este Santos Suárez es el que caminó Leonardo, ni siquiera ese otro, pero apellidado Padura, que incluye este barrio en el mapa de sus nostalgias (y en las narraciones de sus libros). Los edificios parecen murmurar su vejez, algunos gritan.
La escuela cuenta otra historia, más de futuro que pasado. Las niñas que frente a mí sonríen con timidez quizás no conozcan a los hermanos Santos-Suárez, ni a María Collado, los cines desaparecidos o la dulcería La Gran Vía. Distintivo en la blusa blanca y falda azul oscura, ambas preguntan con una voz casi idéntica:
— Disculpe, ¿pudiera decirnos la hora?
— Las doce y un minuto, digo al levantar la mirada. Se sonrojan todavía más. La escuela al fondo es parte de la escena. Las dos niñas se van sonrientes al otro extremo del parque.