Rojos

El Caimán Barbudo
El Caimán Barbudo
Published in
4 min readJul 13, 2023

para Víctor Jara, Tato Ayres,

Isabel Allende y todas las personas

que de una forma u otra fueron víctimas

de la dictadura de Pinochet.

Por Amelia Apolinario

A culatazos nos subieron a la furgoneta y esta vez no nos resistimos. No fue cobardía ni mucho menos resignación, sino a causa de la tranquilidad que da lo conocido. Los milicos eran puntuales, rutinarios, nos bastaron unas pocas sesiones con esos carniceros para aprender el protocolo. Primero nos montaban en la parte trasera del camión (un frigorífico herméticamente cerrado) y luego de un tortuoso recorrido de baches que seguramente ellos alargaban por diversión, nos hacían bajar (también a culatazos) a unas barracas en medio del desierto.

Rústicas paredes de hormigón las dividían por cubículos en donde supimos de inmediato que se torturaba gente. Con los días las enumeramos, nos aprendimos cómo estaban dispuestas e incluso llegamos a ponerles nombre: en las dos primeras se utilizaban cepos, correas y látigos, los que íbamos allí solíamos decir que teníamos cita con el Marqués de Sade. Le seguían otras tres en las que nos aplicaban corriente en distintas partes del cuerpo, a su cargo estaba un psiquiatra cuyo título había sido retirado durante el gobierno de Allende por prescribir electroshock como si se tratasen de aspirinas; a estas las llamábamos el manicomio, pues muchos compañeros perdieron allí la razón. Después se encontraba la caseta de los ciento un dálmatas (en realidad eran mastines) allá conducían a los cabecillas de reyertas, a los miembros de partidos socialistas y los que intentaban fugarse. Nunca pude hablar con ninguno, las piltrafas humanas que salían de aquel cuchitril eran conducidas nuevamente a la furgoneta, supongo que para rematarlos (si es que alguno de los perros no había hecho bien su trabajo) y arrojarlos posteriormente a un costado de la carretera. Por último estaban las chozas rosadas, únicamente para mujeres, en ellas se practicaban abortos y cesáreas a sangre fría, algunos militares violaban a las muchachas bonitas mientras que otros les metían palos por el ano a las más gordas o las más flacas, obligándolas a bailar cancán para entretenerse en lo que esperaban su turno con las primeras. Padres eran obligados a tener coito con sus hijas, hermanos con hermanas…

Una vez nos bajamos de la furgoneta, tiritando de frío, los milicos nos condujeron a empujones a la barraca correspondiente. Según mis cálculos ese día tocaba visitar al Marqués de Sade y hacia allí nos dirigimos hasta que uno de los soldados que nos pisaba los talones hizo que cambiáramos de dirección, como siempre, a culatazos. ¿Hacia dónde nos llevaban? Pude escuchar que hablaban entre ellos y afiné el oído pero no entendí. Un puntapié me hizo atender al camino y sentí pánico al pasar enfrente de la caseta de los ciento un dálmatas. ¿Por qué allí? Ninguno de nosotros era un líder sindicalista y mucho menos habíamos intentado huir, aunque yo sí lo había pensado pero no tenían manera de probarlo.

Con el corazón comprimido entre las amígdalas me detuve en la entrada del cubículo donde los ladridos de la jauría acallaban los gritos. Tragué un buche de saliva que se deslizó a tropezones por mi garganta y casi me dispuse a entrar cuando un nuevo puntapié me ordenó continuar la marcha. Fruncí el ceño sin entender, más allá solo quedaban las chozas rosadas… Pensé en mi esposa y el pánico me mordió los tobillos con más fuerza de lo que lo hubiera hecho uno de los perros. ¡No! ¡Era imposible que supieran su paradero! Antes de empezar a colaborar con el movimiento me había asegurado de sacarla del país… Mis compañeros hicieron lo mismo con las suyas. La idea de que me obligasen a ver su violación me hizo un nudo en el estómago y por un momento creí que vomitaría el cucharón de caldo aguado e insípido que nos dieron la noche anterior. Por fortuna no lo hice.

Frente a nosotros, un soldado arrastraba fuera de la choza a una joven, tirándola de los cabellos. El desgraciado se había enroscado en el puño los mechones greñudos que se me antojaron las hebras de una soga a punto de romperse. No pude evitar preguntarme durante cuánto tiempo conservaría su pelo, a una compañera se lo habían arrancado de raíz junto con las uñas en uno de los interrogatorios. Querían saber el paradero de su amante, trovador sindicalista, amigo de Víctor Jara. ¡Arránquenme también la lengua, cabrones!, fue lo único que escucharon de su boca antes que sus palabras se volvieran inentendibles por la falta de dientes.

— Aquí están los prisioneros — dijo uno de los milicos al sargento que salía de la nueva barraca, desabrochándose el cinturón. Nunca antes lo habíamos visto por allí.

— Bastante maltratados — dijo, mirándonos de pies a cabeza. Nosotros no le prestamos mucha atención: todos los milicos se parecían — . Que entren y se desnuden — espetó, luego de moverse a la izquierda para no entorpecernos el paso. No nos sorprendió la orden: era muy común entre los militares, al parecer les facilitaba la tarea de torturarnos y mientras, se echaban unas risas a costa de nuestros cuerpos huesudos.

— ¡Tú y tú! — uno de los soldados señaló a dos de mis compañeros e imaginé que la ronda de golpes empezaría por ellos.

— Déjalos que escojan a quien cacharse — dijo el nuevo sargento, sentándose en un taburete sin disimular su erección.

--

--