Solalinde
Por: Emiliano Ruiz Parra*
LA RUTA DE JESUCRISTO
Alejandro Solalinde se toma un capuchino de 30 pesos y deja 50 de propina. Posee cinco camisas blancas de cuello mao y dos guayaberas en su ropero, que él mismo lava y plancha. No tiene trajes, pero la blancura de su ropa basta para transmitir pulcritud y aliño. Su reloj cuesta 150 pesos (Casio illuminator), y no ha entrado a la generación de sacerdotes de blackberry, iphone y ipad, aunque sí gasta pequeñas fortunas en tarjetas de prepago para sus teléfonos celulares, a donde lo llama la prensa nacional e internacional. Duerme en una hamaca dentro de un cuartito atiborrado de ropa, mochilas y libros de sus colaboradores, pero suele ceder ese espacio y tira un colchón en el patio donde pernocta rodeado de sus guardaespaldas. Si un migrante llega al albergue con los pies destrozados, él mismo va a la zapatería a comprarle un par de zapatos idénticos a los suyos. No tiene escritorio, ni secretaria, ni oficina. Recibe a la gente en una salita debajo de un techo de palma, y resulta imposible sostener una conversación con él sin que lo interrumpan cada dos minutos para pedirle jabón, papel sanitario, dinero, un vaso de agua. Se baña a jicarazos en un bañito que comparte con los voluntarios del albergue y usa un excusado sin agua corriente. Si entre los donativos del mercado de Juchitán llega una sandía, se la comerá sonriente aunque esté podrida. Lo cuidan cuatro policías estatales del gobierno de Oaxaca pero no hay viáticos para que lo sigan en sus continuos viajes, así que a partir de la central de autobuses de Ciudad Ixtepec, un pueblito de 25 mil habitantes enclavado en el estado de Oaxaca, al sureste de México, vuelve a ser oveja para los lobos. Carga su ropa en una maleta rota y de ínfima calidad, que ha perdido el asa y las rueditas, y que deja al alcance de cualquier mano su toalla amarilla.
Durante décadas no fue más que un cura de aldea. Graduado de dos carreras universitarias (historia y psicología), Solalinde es un administrador distraído que prefiere regalar el dinero antes que cuidarlo, y se juega la vida al oponerse a una industria en donde se confabula la más alta política con el crimen organizado: el secuestro de migrantes. Nunca será consagrado obispo porque dice lo que piensa de su madre Iglesia: que no es fiel a Jesús sino al poder y al dinero; que es misógina y trata con la punta de pie a los laicos y a las mujeres y que no es la representante exclusiva de Cristo en la tierra.
A los 61 años se decidió a abrir “Hermanos en el Camino”, un albergue de migrantes en Ixtepec, no sólo para interponerse a las violaciones a los derechos humanos de los indocumentados centroamericanos y suramericanos, sino para preparar su propio retiro. Se había cansado de las disputas entre sacerdotes en la diócesis de Tehuantepec –situada en el Istmo del mismo nombre, en la costa oaxaqueña del Océano Pacífico — , se tomó dos años sabáticos para estudiar sicología y renunció definitivamente a administrar una parroquia.
“Antes de entrar en esto de los migrantes era una persona sencilla, común y corriente, y desconocida. Escogí los migrantes porque eran una zona muy hermosa para morir, para pasar los últimos años de mi vida sirviendo de forma anónima, pacífica, privada, y retirarme así”. Pero ocurrió lo contrario: Tras fundar Hermanos en el Camino, Solalinde se convirtió en una de las figuras más notorias entre los defensores de derechos humanos. Delgado, de voz suave y de maneras corteses, ha sido acusado de pollero –traficando de personas– por funcionarios del Instituto Nacional de Migración; autoridades municipales lo quisieron quemar con gasolina con todo y albergue; se ha visto repetidamente amenazado de muerte y ha pedido perdón a los Zetas, a quienes considera víctimas de una sociedad violenta. En Centroamérica se convirtió en una leyenda al punto de ser conocido como “el Romero mexicano” en alusión a Óscar Arnulfo Romero, el arzobispo de San Salvador asesinado por la dictadura.
En cada migrante que llega a su albergue Solalinde observa el rostro de Jesús. “Me han enseñado que la iglesia es peregrina y que yo mismo soy migrante. Me han enseñado esa fe tan grande: la esperanza, la confianza, la capacidad de levantarse, rehacerse y seguir el camino. Sería fantástico que como católicos tuviéramos la capacidad de los migrantes de levantarnos de tantas caídas y seguir la ruta de Jesucristo”.
EL HOLOCAUSTO MIGRATORIO
En un México que de suyo se ha tornado a la barbarie debido a la disputa por las drogas no hay peor tragedia humanitaria que la explotación de los migrantes centroamericanos. Son el dinero más fácil: el secuestro de cada uno de ellos reporta entre mil y cinco mil dólares de ganancia y se secuestra a miles o decenas de miles al año. No votan en México, así que ningún político se interesa por ellos. No dejan remesas en México, así que el gobierno no invierte un centavo en protegerlos. No son un grupo de presión, así que la prensa publica sus historias de manera esporádica y anecdótica. No dejan un peso de limosna en las iglesias del país, así que sólo una parte marginal de la Iglesia católica se ocupa de ellos bajo la indiferencia de la jerarquía eclesiástica.
Los centroamericanos secuestrados no sólo representan dinero para sus captores. En ocasiones han sido reducidos a objetos de entretenimiento. Aburridos, los secuestradores les dan mazos y martillos a sus presas y los obligan a matarse a golpes. A un adolescente lo forzaron a violar a su madre. A grupos de hombres les han pasado tractores encima de sus cabezas. ¿Y esa crueldad para qué? Para matar el tiempo y demostrar quiénes mandan. Esta versión mexicana del circo romano no ocurre en el desierto, ni es ejecutada por un puñado de criminales psicópatas. En cada etapa, los secuestradores han contado con la complicidad de autoridades. Los testimonios cuentan historias recurrentes: nos detuvieron los agentes del Instituto Nacional de Migración, o de la Policía Federal, o de las distintas policías municipales y estatales y nos entregaron a la mafia a cambio de unos billetes. Los curas Alejandro Solalinde y Pedro Pantoja, los dos más importantes defensores de migrantes en México, han señalado a gobernadores y secretarios de Estado como cómplices de estos crímenes.
La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) es la única instancia del Estado que hace un esfuerzo por documentar los abusos a migrantes. Entre septiembre de 2008 y febrero de 2009 registró 9 mil 758 secuestros; entre abril y septiembre de 2010, 11 mil 333. Pero muy probablemente sus cifras se queden cortas frente a la realidad, porque el gran atractivo del negocio es que nadie será llamado a rendir cuentas. Nadie busca a los migrantes desaparecidos, y los que padecieron un secuestro difícilmente denuncian por la desconfianza a las autoridades mexicanas y la urgencia de continuar el viaje hacia el norte. A las mujeres migrantes es a quienes les va peor: Amnistía Internacional ha dicho que “según algunos expertos, el peligro de violación es de tal magnitud que los traficantes de personas muchas veces obligan a las mujeres a administrarse una inyección anticonceptiva antes del viaje, como precaución contra el embarazo derivado de la violación”.
Solalinde sostiene que no se trata sólo de un lucrativo negocio en volumen, sino de una estrategia política para hacerle el trabajo sucio a Estados Unidos: contener a través del miedo la inmigración indocumentada a ese país: “El gobierno federal tiene una política de Estado con los Estados Unidos. Significa hacer el trabajo sucio, cuidarle su patio trasero”, le dijo a Carlos Martínez, reportero del periódico digital salvadoreño Elfaro.net
LA CONVERSIÓN
La camisa blanca, la corbata negra, el pantalón luido y los zapatos boleados que vistió esa mañana eran las joyas del ropero de un adolescente pobretón como él. Alejandro Solalinde no tenía claro a qué iba aquella madrugada de 1962 a la Villa de Guadalupe, al norte de la ciudad de México, pero sí sabía que tenía que resaltarse por su pulcritud. No quería contrastarse demasiado de su amigo Juan Manuel Montalvo, un muchacho riquito que había conocido unos meses atrás en una fiesta de lasallistas. Montalvo se había convertido en su ventana hacia otra clase social. A través de él, Solalinde había llegado a las reuniones de los Escuderos de Colón, a donde iba con una dosis de vergüenza por la baja calidad de sus ajuares. Tras unos meses de observarlo, Montalvo lo citó aquella mañana en un edificio derruido junto a La Colegiata, con la advertencia de que llegara muy temprano y no fallara en el código de vestimenta porque habría de ocurrir algo importante.
Nacido en 1945, Solalinde fue contemporáneo de la generación del 68, que cimbró al mundo a través movimientos que recorrieron desde París a México con un cuestionamiento tanto al capitalismo como al socialismo real. Pero entre las primeras lecturas políticas de Solalinde no figuró El manifiesto comunista sino Mi lucha, de Adolf Hitler y Derrota mundial, de Salvador Borrego; su canción de combate fue el himno de la Falange española; su héroe, el dictador Francisco Franco. Y su formación política temprana: adiestramiento para reventar manifestaciones de izquierda. Lo que ocurrió al interior de ese edificio derruido de la Villa de Guadalupe determinaría la primera experiencia política de Solalinde. Aprendería a ser líder o, como dice ahora, descubriría al líder que llevaba dentro: perdería la timidez, adquiriría confianza en sí mismo, descubriría su facilidad de palabra y aprendería oratoria. Para la ceremonia de iniciación le ciñeron un brazalete con un círculo blanco y una y griega negra. Esa mañana, a sus 17 años, juró fidelidad a la Organización Nacional El Yunque. Hoy El Yunque ha degenerado en una mafia sottovoce que disputa cargos públicos y candidaturas al interior del Partido Acción Nacional (PAN) y los gobiernos panistas. Pero en sus orígenes se proponía defender la religión católica y combatir una supuesta conspiración judeo-masónica-comunista que pretendía dominar el mundo. Solalinde experimentó el fervor de un adolescente que encontraba una misión en la vida y una agrupación de jóvenes que se proponía instaurar el Reino de Dios en un mundo aparentemente acechado por el liberalismo anglo-americano, el estalinismo soviético y el poder financiero judío. En México, el régimen de partido de Estado se mantenía sin relaciones con el Vaticano y no reconocía legalmente la existencia de la Iglesia católica. La policía política, si bien se concentraba en socavar organizaciones de izquierda, también infiltraba y reprimía a las de derecha como El Yunque. Los yunquistas, como los primeros cristianos, se sentían parte de un colectivo de perseguidos y elegidos.
Solalinde adoptó un nombre secreto: Orfeo, y se le asignó un jefe inmediato, Jenofonte (Guillermo Velasco Arzac, subsecretario de seguridad pública durante el gobierno de Vicente Fox). Su talento lo llevó a escalar rápido y convertirse en “jefe de centro”, cabeza de una célula de jóvenes que, afirma, destacaron después en la política y la jerarquía católica. Durante tres años Solalinde militó en El Yunque, organización a la que llamaban La Orquesta. A los 20 años le compartió a Velasco Arzac su deseo de convertirse en sacerdote. “Qué bueno, porque de esa manera vamos a infiltrar a la Iglesia católica”, le respondió. Le dio a elegir entre dos congregaciones amigas, los franciscanos y los carmelitas descalzos.
Los carmelitas descalzos le cambiaron la vida y desarmaron su ideología de ultraderecha. Su superior en el seminario no sólo le enseñó francés, sino que se enfocó en transmitirle las conclusiones del Concilio Vaticano II, que preparaba en hojas mimeografiadas en papel revolución: “Este padre, Camilo Maccise, me forjó, me enseñó una Iglesia que no voy a soltar”, recuerda hoy Solalinde.
“Entonces me doy cuenta de que el Yunque es un grupo fascista, maquiavélico, que ficha, que investiga, que intriga. El fin en ese momento era válido, pero empleaban cualquier medio para lograr tal fin. Ahí cambia mi vida. Imagínate qué salto, un péndulo. No reniego de nada, es parte de mi historia. Tuve la capacidad de cambiar porque Dios me ayudó a cambiar. El Yunque que yo conocí, con todo lo maquiavélico que era, tenía ideales. Hablaban de luchar por la rectoría de Dios, no para agandallarse el dinero como ahora. Después vi que se volvió pragmática. Se volvió más de lo mismo: una mafia conservadora y reaccionaria”.
EL EVANGELIO SEGÚN SOLALINDE
Alejandro Solalinde dice lo que piensa no sólo respecto de la corrupción de la Policía Federal mexicana, la sumisión del gobierno frente a Estados Unidos, la xenofobia y cuanto tema afecte a los migrantes. También acerca de su madre, la Iglesia católica, que no ha tenido de otra más que tolerarlo. Solalinde disiente desde la liturgia: sus misas las convierte en asambleas (el significado original de ecclesía era precisamente ese, asamblea). Después de su homilía, invita a los laicos a tomar la palabra. Si acuden cristianos protestantes, mormones o testigos de Jehová — presencias frecuentes entre los centroamericanos — y ellos piden una bendición para su Iglesia, Solalinde se las dará, y si le ordenan que se arrodille, lo hará sin dudarlo. Y si alguno de ellos quiere comulgar aunque no sea católico o no se haya confesado, no le negará el sacramento. Al término de la misa, Solalinde le pide a una mujer que dé la bendición a los congregantes, un ritual que sólo pueden hacer los sacerdotes varones. Cada una de estas transgresiones ameritaría un proceso inquisitorial. Demanda que las mujeres sean ordenadas sacerdotisas ya que Jesús no tuvo apóstolas por el machismo de su época, pero integró a las mujeres a su proyecto como discípulas y misioneras y los tiempos han cambiado lo suficiente como para ordenarlas ministras: “Yo amo mucho a mi Iglesia pero tengo la convicción de que no es la Iglesia que quiere Jesús”, resume.
YA SOMOS POBRES OTRA VEZ
“Ya somos pobres otra vez”, dice Alejandro Solalinde para abrir la reunión del 12 de junio de 2011. Dieciséis colaboradores del albergue se sientan en círculo, como cada domingo, a discutir los asuntos de Hermanos en el Camino. Solalinde informa que los 30 mil dólares del premio Notre Dame que había donado Cuauhtémoc Cárdenas, tres veces candidato presidencial de la izquierda mexicana, ya se agotaron. El encargado de las obras — el dinero donado por Cárdenas se empleó primordialmente en construir dos dormitorios, uno para mujeres indocumentadas y otro para el equipo de voluntarios — se queja de que el área de cocina se está acabando la leña de la cimbra. No hay solvencia para los 200 pesos que cuesta la carreta de leña (y sin leña no hay cómo cocinar). Así como se acaba la leña se acaban las reservas: quedan cinco kilos de sal, dos costales de frijoles, medio costal de arroz y cinco kilogramos de detergente.
LAS AMENAZAS
El Reynosa, un sicario de los Zetas, llegó una mañana de principios de 2008 al albergue a bordo de una motoneta marca Italika. Se acercó a dos centroamericanos que descansaban a un lado de la puerta y les dijo que esa noche entraría a asesinar a Alejandro Solalinde. La voz se corrió rápidamente y el albergue entró en un estado de alarma. Había unos 100 centroamericanos en Hermanos en el Camino, a la espera del tren a Medias Aguas. Hubo rápido un acuerdo: se dividirían en cuatro grupos apostados en cada esquina del albergue, que todavía no tenía cerca.
Se establecieron las guardias y Solalinde se metió a su camioneta tracker blanca a esperar la noche. Luego llegó el tren desde Arriaga con otra centena de migrantes. Pero la mayoría de ellos ni siquiera alcanzó a registrarse en el albergue, porque de repente se escuchó que partía el tren hacia Medias Aguas, el próximo destino. Los centroamericanos, incluidos los que hacían guardia, tomaron sus cosas y corrieron a montarse en él. De los cuatro grupos que resguardarían esa noche a Solalinde no quedó nadie. Solalinde se quedó dormido en el asiento de la camioneta.
Meses después, un funcionario del gobierno federal le enseñó a Solalinde la declaración de un pollero detenido que trabajaba para los Zetas. El pollero contó que una noche de principios de 2008 estaba con un alto mando de la organización criminal en Piedras Negras, Coahuila, cuando sonó el teléfono celular: era El Reynosa.
— Hablo para confirmar la ejecución del cura — consultó el Reynosa con su jefe.
— Déjalo por ahora y haz tu trabajo — le respondió la voz desde Piedras Negras, Coahuila, en el norte del país, de acuerdo con la declaración a la que tuvo acceso Solalinde.
No fue la única vez que Los Zetas entraron al albergue. Solalinde recuerda otras dos ocasiones. Son inconfundibles por su porte y su resolución. Entran como si mandaran. La última vez, en enero de 2011, Solalinde los pasó al cuarto de su hamaca y les puso dos banquitos:
— ¿Sabes por qué no te matamos? — le preguntó uno de ellos.
Solalinde calló.
— Por que si te matamos van a cerrar el albergue y va a ser más difícil encontrar a los indocumentados. En cambio con el albergue tú nos los juntas — le dijo. Los Zetas le demostraron que conocían la operación cotidiana: quién cocinaba, qué se comía, qué tareas desempeñaban los voluntarios.
Solalinde cree que si lo quisieran matar, lo matarían sin más. Pero que en la cúpula de la mafia del secuestro hay políticos que calculan y que han optado por dejarlo vivo. A veces ha declarado a la prensa que está “anestesiado contra el miedo”, pero en otras ocasiones ha reconocido públicamente que vive en una “premuerte”. Incluso responsabilizó al entonces secretario de seguridad pública, Genaro García Luna (2006–2012), de cualquier atentado en su contra.
Hermanos en el Camino ha transitado en cuatro años de ser un terreno baldío con cartones en el piso a un modesto albergue con cinco construcciones, dos de ellas inconclusas, que cuentan con literas y colchones. No ha habido dinero para repellar los muros, y el color gris prevalece en las paredes. Lámparas de luz solar lo alumbran de noche y cuatro guardaespaldas mantienen el orden.
Alejandro Solalinde también es un administrador torpe: ni cuenta se dio cuando un donativo de 30 mil dólares se agotó de repente. Hombre de discusiones y asambleas, también es un directivo temperamental. También ha hecho más frecuentes sus viajes y son cada vez más espaciadas sus estancias en Hermanos en el Camino. Las normas rígidas de otros albergues aquí no existen: allá por lo general se impone un horario, de siete de la noche a siete de la mañana (de día los migrantes deben salirse) y acá las puertas permanecen abiertas. Se obliga a los hombres a cubrirse el torso: acá los indocumentados son libres de exhibir sus barrigas bajo el denso calor istmeño y de permanecer a cualquier hora del día y la noche.
Los migrantes se sienten en casa. En ellos resalta la serenidad de hombres y mujeres que provienen de la pobreza espantosa y de la violencia extrema centroamericana, y que en México han pasado por las más duras: secuestros, robos, asaltos sexuales, explotación laboral o accidentes que los marcan de por vida, como mutilaciones o descargas eléctricas. Tratados como delincuentes, mercancía o ganado en el resto del país, aquí representan el rostro vivo de un mesías de Galilea. Lo que hay es poco: edificios grises, comida descompuesta, calor sofocante, pero es una fortuna respecto a lo que les espera a campo abierto.
*Destacado representante de la actual ola de periodistas narrativos, Emiliano Ruiz Parra nació en la ciudad de México y fue reportero del diario Reforma, en donde publicó la crónica más extensa en la historia de ese periódico, “Morir por Pemex, el naufragio de las mandarinas”, nominada al premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en 2010. Obtuvo en 2013 el Premio de Periodismo Walter Reuter por el reportaje “¿Dónde está mi hijo?”, aparecido en la emblemática revista Gatopardo. Ha publicado los libros Ovejas negras (2012), Los hijos de la ira (2015)y Obra negra (2017).