Un Turquino de emociones: Subida a la montaña más alta de Cuba
Por Melissa Martell
Un comienzo difícil
Ese 30 de mayo desperté con la emoción en el corazón que antecede a los momentos que sabes que te cambiarán la vida. Me dirigía a la terminal de trenes tratando de no pensar en los contras de aquel viaje al que me había apuntado sin prever que serían 5 días y que me iría al otro extremo de la Isla con 47 desconocidos a explorar las majestuosas montañas de la Sierra Maestra. Fue uno de esos instantes en que el mundo se detiene y dices SÍ con la valentía de quienes luchan batallas sin saber dónde se librarán, pero con la certeza de que la victoria es el sueño cumplido.
Era mi primera vez en un tren donde el viaje durara más de 3 horas. Me dirigía a Las Tunas, haríamos la primera parada y continuaríamos en camión o guagua hasta Granma. Fueron 20 horas que se me pasaron volando, el primer contacto con las personas que se convertirían en mi familia y en todo mi apoyo en los próximos días y no pude evitar quererlos desde el primer momento con la certeza de que, de cierta forma, todos teníamos un poco de miedo. Mi compañero de viaje en la ida, Andy, conoció a una Melissa que en el regreso ya no existía, conversamos tendidamente y hablamos de todo como si fuéramos amigos desde la niñez.
En Camagüey, el tren presentó una ruptura por lo que nos vimos obligados a hacer una parada de 3 horas en la terminal de la provincia y donde pude compartir con otros que, sin saberlo, serían personajes importantísimos de la historia que estaba viviendo, entre ellos Yoan, Lisi, Nahomy y Dailene. Hablamos de los temas mas aleatorios, de nuestra vida en la universidad, del motivo de emprender el viaje, y pude afirmar que, con nuestras diferencias, todos éramos bastante similares.
No pude explorar mucho el lugar, pero la terminal, justo al lado del centro de la ciudad y las líneas del ferrocarril que colindaban con el parque me hacían volver en el tiempo y pensar en todas las despedidas que se pudieron sentir ahí, el silbato del tren anunciando el «nos volveremos a encontrar» que no sabes cuando llegará, los abrazos; así como la emoción del explorador que busca un sentido y el que el destino significa el rencuentro. Luego estábamos nosotros, un grupo de jóvenes, todos con un motivo diferente, pero con las mismas ganas de llegar el punto más alto de Cuba.
Llegamos de noche a Platanito en camión después de que retomáramos el carril y nos embarcáramos en una guagua directo a Buey Arriba. Iniciaba ahora la primera gran batalla, caminar los previstos 7 kilómetros hasta el campamento EJT California donde pasaríamos la primera noche.
La noche nos saludó y con ellas sus sonidos, su frialdad y la lluvia que, como dicen los que habían estado ahí antes, no puede faltar. El camino bien trazado fue una invitación a lo desconocido, las linternas iluminaban solo pocos pasos así que lo siguiente era un misterio. Vi sapos tan grandes que no parecían reales, postrados en el medio del camino, dueños del entrono no se movían con nuestros pasos, nosotros éramos los invitados. Los grillos nos hicieron compañía, junto con el frío que se nos metía por el cuerpo desde la planta de los pies dentro de los zapatos mojados.
En un primer momento pude seguir el ritmo de la vanguardia, los primeros en el camino liderados por José Julián y los que sabían la ruta hasta que anunciaron que nos habíamos desviado y teníamos que regresar para tomar el sendero correcto, lo que significarían aproximadamente 3 kilómetros más de caminata.
Con hambre y debilidad, sumando la humedad de la noche y el pequeño desnivel al que nos enfrentábamos que en ese momento me parecía una montaña, mis fuerzas flaquearon y me quede un poco atrás, despacio, sabiendo que llegaría lo que me tomaría un poco de más tiempo. Superando cualquier pensamiento negativo, tomé los descansos necesarios sobre la primera superficie disponible, una piedra o la tierra mojada del camino eran el mejor asiento; comí maní para ganar energía y nos dispusimos a continuar hasta que a las 12 de la noche llegamos al campamento.
Era una victoria, un suspiro de alivio salió de lo más profundo de mi ser y respiré hondo el placer de la noche en la tranquilidad del que sería mi hogar por un día.
Estamos en las nubes
El campamento era más bello de lo que pude apreciar la noche anterior. A las 6 de la mañana ya estaba despierta, como nueva y lista para la contienda, cuando la energía del despertar se encontró con la paz del lugar, el olor de la mañana, el rocío en las hojas y las palmas como el fondo de un cuadro hecho por el mejor pintor. No pude evitar sonreír y dar las gracias por estar ahí, sentirme orgullosa de nosotros y de dónde estábamos, y admirar el patio de la casa que sería por un día ese espectáculo de verdes.
Estábamos dentro de las montañas, y el sol dio los buenos días por encima de ellas, señalando un día en el que la historia no iba a ser sobre nosotros, sino sobre la impresionante naturaleza que nos rodeaba. Me reafirmé en el propósito del viaje: fusionarme con ese sentimiento y vivir el momento, sabiendo que en un rato ya no existiría, pero que siempre lo llevaría en la memoria.
Mañana en el campamento de la EJT California.
Aquel 31 de mayo era mi turno de ser la retaguarda (últimos del grupo encargados de que nadie se pierda y asistir a los que se sintieran mal y necesitaran descansar) junto con Camila y Yoan, a los que se sumaron Rivas y Andy. Tendríamos esa posición hasta el entronque de La Gloria donde seríamos sustituidos por otro grupo. El sendero se constituía de una subida empinada que, con la ayuda de palos que encontramos en el camino, pudimos hacer más sencillo.
Fue una oportunidad de oro, estar al final del grupo sin pensar en los que venían detrás me dio la libertad de observar mejor el camino, de imaginar eventos, de admirar paisajes. Los miradores que surgían de vez en cuando entre los árboles nos daban la noción de cuanto habíamos subido y daban paso a exuberantes vistas de las montañas de la Sierra, todo verde, a tal altura que no se distinguían los árboles que las cubrían.
Vimos árboles de mandarina, zunzunes tan verdes como la esmeralda, cartacubas, helechos grandes y pequeños, plantas que parecían ser sacadas de una película de ficción de un planeta desconocido.
Una roca a lo lejos nos invitó a descansar, a sentirnos aves a punto de salir volando. Estaba alejada del camino y daba vistas de 360 grados a las lomas, al cielo y a las nubes que nos cubrían como un manto. Cerré los ojos, estaba dentro de las nubes, sonreí, estaba cumpliendo un sueño.
Las nubes no eran grandes algodones esponjosos como siempre había pensado cuando me quedaba mirando al cielo por largo tiempo, acostada en el techo de mi casa. Las veías a la distancia, pero cuando se acercaban, desaparecían; estaban, pero al mismo tiempo no, como el amor o la magia que está, pero solo se puede sentir. Cuando nos cubrían, sentíamos frío y todo se veía nublado. En ese momento, todos pensaban: Estamos en las nubes.
En el entronque de La Gloria, a 1300 metros sobre el nivel del mar, comenzó una nueva etapa del camino. Bajadas y subidas nos acompañaron durante todo el trayecto que nos guió hasta caminos tan delgados que no podías evitar aguantar la respiración al caminar, cuidando cada paso para no caer en el barranco que complementaba el sendero a la izquierda, y a veces también a la derecha. Salí entera de esa fase, aunque muchos de mis compañeros sufrieron heridas que fueron revisadas por la doctora del grupo, Celia, quien nos cuidó a todos en todo momento.
La noche nos caía sobre los hombros, esta vez diferente a la noche anterior, le daba al bosque un aspecto misterioso o tenebroso dependiendo de cómo lo sintieras. Para mí fue como una historia de aventura, el bosque encantado, con las nubes pasando por dentro de los árboles que le daban un toque de intriga como si fuera la neblina del amanecer. El sonido del viento y el camino que fue mejorando nos invitaba a creernos cuentos de hadas en la mente, de una princesa galopando por el camino real o un caballero en busca de un tesoro.
Después de una tendida caminata a paso rápido temerosos de que la noche se volviera más profunda, llegamos a Alto del Cojo antes de que oscureciera totalmente lo que nos dio un respiro para conocer la pequeña casita en la que pasaríamos la noche. Los últimos del grupo llegaron a entras de la madrugada.
La cima de Cuba
La madrugada del primero de junio fue la noche más difícil de todas. Dormimos en el suelo dentro de la casa, unos al lado de los otros, dándonos calor en esa noche tan fría. Dispusimos las capas para la lluvia en el piso para que la humedad y la frialdad que penetraba por la madera no nos llegara a los huesos, y sobre ella pusimos las sábanas, colchones para la noche. Compartí el pequeño trozo de suelo en el que estaba con Nahomy y Lisi y nos convertimos en una sola persona de modo que, si alguna se giraba, todas nos girábamos.
Salimos temprano en la mañana, un poco adoloridos por los días pasados y las lomas subidas pero emocionados porque íbamos a alcanzar el punto más alto de Cuba ese día, el Pico Turquino. Primeramente, nos enfrentamos a una subida llamada por los que la han vivido antes: La Cabrona. Creo que su nombre da un buen contexto a lo que nos íbamos a enfrentar, una subida casi vertical por escaleras hechas con las raíces de los árboles y trozos de madera.
La Cabrona fue todo un reto física y mentalmente. Las piernas me fallaban, el coraje tambaleaba por momentos, sentía que pesaba más de los normal y no podía sostenerme a mí misma. Descansamos más de lo habitual, tomamos agua y comimos maní en grano y puñados de azúcar para ganar energía. El espíritu decaía por oleadas hasta que vimos un tocororo, rey de los campos cubanos, ave nacional que no puede estar cautiva. Fue un momento mágico, una señal se puede decir, una ratificación de nuestros propósitos. Andy se apresuró a tomar una foto, ya que lo estaba deseando desde el día anterior y yo no podía dejar de mirar a esa ave, de admirarla, de sentirme honrada por su presencia. Fue un antes y un después en el camino.
Llegamos al Pico Joaquín al mediodía, línea fronteriza entre las provincias de Granma y Santiago de Cuba y donde se unía nuestro camino con el tradicional recorrido desde Santo Domingo y la Comandancia de La Plata. ¡YA ESTÁBAMOS EN SANTIAGO!
Las sensaciones en esa punta del planeta fueron de descubrimiento. El suelo estaba cubierto por una capa de musgo tan espesa que, si presionabas un palo en el piso, se hundía, esto daba una sensación nueva para mí: caminar sobre un colchón. Era tan suave que podía dormir ahí fácilmente. Asimismo, era húmeda por lo que cuando nos sentamos nos mojamos la ropa y el frío era tan intenso que parecía que estábamos en un cuarto con aire acondicionado en la más baja temperatura. Una ranita diminuta y de color negro se me quedo mirando y no pude evitar sonreír, en esas montañas había visto las ranas más grandes y más pequeñas de mi vida.
Horas después llegamos al mirador natural más impresionante del camino, desde ahí veíamos la cima del Turquino, ya casi a nuestro alcance. Cuando llegabas y girabas a la derecha te encontrabas con una ventana a la inmensidad de la Sierra, montañas y montañas que cubrían el horizonte, nosotros más altos que las nubes, y ellas atravesándonos. Me detuve, admiré el escenario que estaba presenciando, me sentí completa. La Melissa que había tomado la decisión de ir sabía que la Melissa de ese momento estaría agradecida, sostuve las lágrimas que se me empezaban a acumular en los ojos y sonreí. Miré al horizonte y esperé ansiosa a una nube que venía en mi dirección, cerré los ojos y sentí la frialdad que las caracteriza.
El último tramo antes de llegar a la meta casi siempre es el más complicado. Esta no fue una excepción. Tras una inacabable subida llegamos a la cima de Cuba: el Pico Turquino, a 1974 metros sobre el nivel del mar, con su majestuosidad, sus árboles, la estatua de Martí con su célebre frase: “Escasos como los montes son los hombres que saben mirar desde ellos, y sienten con entrañas de nación o de humanidad”.
Grupo junto a la estatua de José Martí en la cima del Pico Turquino. Fotografía de Andy Clemente.
Descansamos, tiramos las fotos de recompensa por el camino recorrido, comimos el suculento maní del almuerzo y a las 5 de la tarde comenzamos los 8 kilómetros de bajada. El camino de regreso fue tan o más impresionante que el de subida. Pasamos por bosques de pinos, maravillosos por su forma y el olor de los árboles cuando sopla el viento, por la cima del Pico Cuba, segundo más alto del país, por caminos donde el mar del sur y las montañas eran los guías y mientras bajábamos se escuchaba ya a lo lejos el canto del mar contra los riscos abrazándonos por la misión cumplida, pero con un increíble camino por recorrer.
Vistas durante la bajada de la montaña.
Esa noche dormimos en el campamento La Majagua, al cual llegamos a las 8:30 pm. Todos teníamos un aire diferente, un sentido de fortaleza, de felicidad y los ojos brillantes por las maravillas que habíamos presenciado los últimos días, pero que ahora, después de finalizada la contienda, caíamos en cuenta.
Sentíamos orgullo por los lesionados que, a pesar de las dificultades del camino, demostraron coraje y optimismo de que lo lograrían sin importar cómo. También por aquellos que, después de llegar exhaustos, tomaban un poco de agua y volvían al camino para ayudar a los que venían más atrás en la noche, y por todos los que dedicaron su tiempo a preparar los alimentos con los que nos alimentamos.
A la mañana siguiente fuimos a la costa y de ahí al río Palma Mocha donde nos quitamos la suciedad acumulada en esos tres días y disfrutamos de sus refrescantes aguas y el paisaje de verdes que nos cubría. Estábamos tranquilos, algunos pensativos, otros emocionados.
Costa de Santiago de Cuba. Fotografía de Andy Clemente.
Yo era otra persona. El ser que se sentó en el tren de regreso le había dicho adiós al que existió antes y el que vivió esos tres días entre las montañas. Tenía más paciencia y amor por todo y por todos. Tenía el corazón abierto, el alma lista para un abrazo, la mente en las nubes.