Una novela verdadera: Las camelias de Alphonsine Plessis

El Caimán Barbudo
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8 min readJul 29, 2021
Marie Alphonsine, la auténtica Dama de las Camelias

Por: Rafael de Águila

Cuando Rose Alphonsine Plessis nació en la mísera aldea de St. Germain-de-Clairfeville, en la baja Normandía, a los 15 días de un gélido enero de 1824, hacía ya nueve años que Napoleón Bonaparte había abandonado el campo en Waterloo, mas no será en conquistas o en modernos códigos civiles en los que se afanará la naciente criatura; será música y será literatura y tal vez por siglos los hombres, herederos de los que otrora la reverenciaron, continúen llevando una camellia japonica para dejar sobre el mármol de su sepulcro en Montmatre.

Gustave Flaubert no conoció jamás a Delphine Delamare, née Couterier; la real Madame Bovary. De haberla conocido tal vez se habría enamorado de ella. Alexandre Dumas (hijo), como muchos otros, también escribió una novela sobre una mujer; Margarite Gautier. Si Flaubert no gozó jamás de la seguramente excelsa desnudez de Delamare, Dumas, en cambio, desafió al bacilo de Koch besando cada tramo de piel de la futura heroína. Rose Alphonsine Plessis devendría, llevada de la mano (ah, ¿y quien lo duda?, del corazón) de Dumas, escritor y amante, La dame aux camelies.

Para aquellos que sostienen los estigmas de la sangre, resulta una señal que la abuela paterna de Alphonsine fuera prostituta. Pero en la Francia de la época muchas lo eran, no precisamente por obra y gracia de la hematología. El sexo era (y quién sabe si de la mano de la desigualdad social no lo sea siempre) una vía para exorcizar la pobreza. El abuelo materno de la muchacha, en cambio, fue sacerdote; la virginité y el vice, como sentenciara Dumas al describirla. El padre, Marin Plessis, fue beodo y vendedor ambulante; Marie Deshayes, la madre, murió al cumplir la chica 8 años, Alphonsine quedó al cuidado de un primo, dueño de una granja.

Cuando a los 12 años empleara por vez primera su impúber sexo en favor de un mozo del lugar, el primo la devolvió al padre. Se dice que un año después mojaba sus manos como aprendiz de lavandera. Apenas tenía 13 años pero la dúplice belleza de cuerpo y rostro ya deslumbraba; el padre, un desalmado, la alquila a un anciano de apellido Plantier, un vicioso al que el dinero le permitiría hundir en el lodo a Alphonsine. Tras meses de desandar sobre el cuerpo de la adolescente el vejestorio la devuelve al padre. Alphonsine fue a laborar a una taberna y más tarde a una fábrica de paraguas.

A los 15 años el padre la envía a París, a casa de unos parientes. Así como el padre se desentiende de ella; así también lo hace ella de los parientes, deambula por el Barrio Latino; es moza de recados; se emplea en una sombrerería. Transcurre un año y el corpulento dueño de un restaurante barato la hace su amante. Si Plantier hubo de pagar peaje al padre, ahora el modesto propietario le paga a ella. Alphonsine, a instancias de los bolsillos del hombre que al que se entrega, es instalada en un apartamento, seguramente muy modesto, en la rue de La Arcade. El ascenso había comenzado. Alguna vez Vincent Van Gogh preguntó en una carta a su hermano: “¿De qué sirve un cuerpo bello? Los animales lo tienen también”. Pero el pintor holandés no era la regla, era algo más que una excepción. A los hombres, a esos que constituyen la regla, les interesan los cuerpos. El conocimiento de esa regla llevaría a Rose Alphonsine Plessis a la fama y la opulencia.

El nombre que heredara en una aldea de Normandía no le pareció favorable. Muy pronto adoptó el de Marie, según se dice aludiendo a la Virgen, más seguro resultaría presumir que adoptara el nombre de la madre. El apellido era simple, provinciano, vulgar, adicionarle el Du lo hacía más sonoro, aristocrático; el propio cardenal Richeliu se apellidaba Du Plessis. La pobre aldeana devino Marie Duplessis. Fue la primera de las transformaciones; más tarde la mano de Dumas la haría conocer a los lectores como Margarite Gautier. Verdi, que no la conoció jamás pero que tuvo un affaire que igualmente le marcaría, la haría escuchar en cada teatro del mundo con el nombre de Violette Valéry. Se afirma que a los 16 años apenas sabía leer; es difícil imaginarla cuatro años más tarde recibiendo en su casa a los más encumbrados escritores de la época.

Alphonsine, que no cursó jamás uno de los modernos cursos de marketing, intuyó que no bastaba cambiar de nombre; necesitaba un símbolo, algo que homologara su belleza, que le inundara de candor, que tras el rosado velo de la virginité ocultara el negro color del vice. Ahí estaban las camelias. Las hay rojas, rosadas y blancas, son flores muy bellas, muy codiciadas, Duplessis las eligió blancas, las hacía colocar en las habitaciones de su casa, ataviada con atuendo de lujo las llevaba en ramilletes al teatro, paseaba con ellas por París. La realidad comenzó a alimentar el mito.

Una noche en el teatro, el conde Ferdinand de Monguyon perdió el aliento al contemplar la belleza de la adolescente. Duplessis fue de inmediato su amante. Del propietario de un restaurante a un conde; fue el salto hacia la aristocracia del sexo. No transcurrió mucho tiempo para que el joven Agenor de Guiche, hijo del Duque de Guiche-Gramont (y más tarde Ministro del Exterior de Napoleón III), la descubriera en un baile, Duplessis, versada en la escala nobiliaria, abandonó al Conde por el Duque. Deseó irse de vacaciones y el joven la envió a balnearios alemanes. La pobre aldeana de St. Germain-de-Clairfeville, tabernera y aprendiz de lavandera, veraneaba. No sólo fueron balnearios; Agenor le abriría las puertas de los salones más encumbrados de París.

No le bastó un amante; los hombres, todos muy ricos, se multiplicaron. La leyenda sostiene que en un tiempo fueron siete; Marie desechó el descanso dominical y asignó a cada uno un día de la semana. Para entonces vivía en una elegante suite en el Boulevard de la Madelaine, sitio que pagaba el Conde Stackelberg, un anciano de 80 años, ex embajador ruso en Viena. En la novela, Dumas prefiere idealizar el plano: el anciano Duque Mauriac brinda protección a la bella muchacha al recordarle el rostro de una hija fallecida. Dumas, un romántico, se niega a desacralizar a su heroína. El sexo y sólo el sexo introducía las manos en la bolsa del libidinoso diplomático.

A los 18 años Dumas la contempló mientras la chica entraba a una tienda en París. Quedó extasiado. Ambos tenían la misma edad. Tiene que aguardar dos años para acercársele. En septiembre de 1844, tras un encuentro en el Palais Royal, asisten a una cena. Si bien del joven Alexandre no le llegaría mucho dinero, él sabría llevarla a la posteridad. La haría inmoral. Es lo máximo (y quizá lo único) que puede intentar un escritor. Tal vez lo máximo (aunque no lo único) que pueda desear una mujer. Tras un año de borrascosas relaciones Dumas tiene la bolsa desecha. No puede competir con sus contrincantes en bailes, casinos y regalos. Se arriesga al juego y acrecienta las deudas.

En los meses de verano de 1845 la lleva al campo, a St. Germain en Laye, le hace beber abundantes cantidades de leche de cabra, nada de juergas, amantes o vino. Pero Duplessis se aburre y regresa a París. Dumas, desesperado, exige que abandone al conde Stackelberg; Marie asiente… a condición de que pague él todas las facturas. Una burla, desde luego. Una noche se dice cansada y obliga a Dumas a dejarla sola; se trata de un ardid para recibir a un amante. Dumas, celoso, aguarda en la oscuridad y presencia la entrada. El 30 de agosto de 1845 escribe una carta de ruptura a Marie. Más tarde la incluirá casi textualmente en la novela. Para ese entonces a Marie Duplessis, née Rose Alphonsine Plessis, la separaban de la muerte tan sólo un año y cinco meses.

En 1844 el húngaro Franz Liszt deleitaba con su música a París, desde 1839 seducía a toda Europa. Un músico, por genial que sea, tampoco está exento de caer ante la belleza de una mujer. Liszt, evidentemente, no acuñaba el teorema de los cuerpos de Vincent Van Gogh y tras una primera visita a casa de la muchacha es admitido en la vastísima agenda de los amantes. Para el húngaro muy pronto fue la muchacha la más absoluta encarnación de la feminidad. Raro no le dedicara alguna obra. Liszt, en pleno auge como concertista virtuoso, no pasaba mucho tiempo en París, Marie desea que la lleve con él, el músico promete hacerlo, la llevará en un próximo viaje, viajarán a Turquía.

La muerte, sin embargo, ese sitio por el que no resulta posible pasear con camelias, lo impide. En la madrugada del 3 de febrero de 1847, apenas a los 23 años, la tuberculosis le hace llegar a Alphonsine la única factura que no deseó recibir jamás. La Iglesia de la Madelaine fue el sitio elegido para las honras fúnebres. El féretro, desde luego, se rodeó de camelias. El cadáver fue inhumado en Montmatre. Días después el Vizconde de Perregaux la exhumó para colocarla en un nicho más lujoso: mármol blanco y camelias grabadas. Dumas, que no estaba en Francia; arribó a Marsella el 10 de febrero, al conocer el fatal acontecimiento regresó a París. Allí acude a una subasta donde se rematan los objetos que pertenecieron a la Duplessis. Tras una puja que se lanza desde los diez francos hasta el centenar, adquiere un ejemplar de Manon Lescaut, la novela preferida de la chica. Las ventas totales alcanzaron la cifra de 89 mil francos. Parte de ese dinero va a las manos de la hermana de Marie que adquiere una mansión en la natal Normandía.

Apenas en julio, a cinco meses de la muerte de Alphonsine, Alexandre Dumas, retirado en St. Germain en Layes (donde le atenazan a raudales los recuerdos de la difunta), comienza a escribir la novela, la publicaría en 1848, una tirada de mil doscientos ejemplares. En 1852 la lleva a escena en el Théatre du Vanderille. El público ovaciona. Se dice que Verdi, que había leído en 1851 el texto, acude a ver la obra y sale conmovido. La Traviata se estrenaría en Venecia, un año más tarde. O Marie emanaba cierto elíxir que la llevaba a ser fervientemente amada, o escaseaban las mujeres bellas en el París de la época. Lo segundo, por supuesto, se descarta. Tal vez de todas las cortesanas del mundo emane idéntico elíxir. Marie Duplessis, al menos por algunos de sus amantes, no fue usada como un fardo; fue amada. El Conde Stackelberg acompañará el féretro; el vizconde Edouard de Perregaux le jura amor eterno, le propone matrimonio, nupcias celebradas en Londres el 21 de febrero de 1846. Duplessis, condesa, hace suyo el escudo de armas del Vizconde para pronto abandonarle. Hasta el lecho de muerte, sin embargo, acudirá este hombre a brindarle cuidados; allí le confiere el perdón que le implora la agonizante, le besa las manos, llora, arrodillado. Liszt quedó instantáneamente prendado de ella, Dumas escribiría un libro que la haría inmortal.

A Alexandre Dumas le sobrevivió una sola obra, un bestseller que sería llevado incansablemente al cine y al teatro. Y es que a los hombres les ha continuado cautivando aquella chiquilla cuyos orgullosos restos descansan todavía hoy en nicho de mármol allá en Montmatre. Se dice que aun hoy no faltan jamás en aquel sitio… camelias.

Publicado originalmente en El Caimán Barbudo el 9|3|2012

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