Viaje al extremo este del archipiélago cubano (I)

El Caimán Barbudo
El Caimán Barbudo
Published in
15 min readMar 22, 2023

El trayecto por río, aunque agotador, es muy emocionante: cada cierto tiempo nos “accidentamos” (dícese del acto de caer en el agua para darse un chapuzón). También en varias ocasiones topamos con zonas más profundas…

Por Claudia Damiani

De La Habana a Baracoa

Es 13 de agosto del 2019 y nuestra aventura comienza como comienzan la mayoría de las historias de viajes: el día de la partida.

A las 6:30 aproximadamente, llegaba a la Estación de Ferrocarril de la Coubre en compañía de Miguel, que me había prestado su tienda de campaña y me ayudaba con el equipaje, pues no tomaría parte en esta excursión. En la entrada, aguardaban Evian y una de las supuestas excursionistas, curiosamente ataviada como si fuera a un cabaret, que solo venía a reintegrar su pasaje.

Evian, por su parte, estaba eufórico, esta sería la primera vez que atravesaría la frontera oriental de Matanzas, abandonando oficialmente la región occidental de Cuba. También sería su guerrilla más larga. Muchas millas al Este, a lo largo de la esbelta silueta de lagarto, le esperaba nuestro destino: Baracoa, la primera ciudad levantada en estas tierras, allá por 1511, donde uno imagina que todo huele a coco y a cacao. La aventura no pararía allí, sino que podríamos asomarnos desde el mismísimo hocico del reptil, la Punta de Maisí, tal vez desde la enhiesta soledad del faro, a contemplar El paso de los vientos, estrecho pedazo de mar, de apenas 80 km, que separa a Cuba de La Española.

Así irían arribando Claudia Flores y Leonardo, quienes solo nos acompañarían en la primera parte del viaje, Elina y Roger y el siempre célebre Wilfre. Los últimos en hacer acto de presencia, fueron Claudia Vega y Javier, con quienes yo había interactuado muy poco, pues, excursionistas veraniegos, su única guerrilla fue una en la que yo no participé. Esta vez, traían de invitado a Hansel, biólogo de profesión, quien venía en pachanga y sandalias como una versión friki de Matt El viajero.

Una vez completa la tropa, Miguel y la chica “ataviada para ir a un cabaret” se marcharon, cumplida ya la labor de despedida, mientras los otros nos adentrábamos en la terminal para chequear. La sala estaba recién arreglada y decorada en celeste desde las paredes hasta las largas hileras de asientos, creando una impresión de inocuidad. Teníamos la suerte de estrenar los renovados servicios del transporte ferroviario, que revitalizó la demanda y nos costó a nosotros grandes tribulaciones para la compra de los pasajes y el inevitable cambio de fecha de la guerrilla.

Dentro, nos fueron presentadas la madre y la hermana de Ángel, que vinieron de Sancti Spíritus a la Habana para participar de esta excursión; copia fiel una de la otra, parecían instancias diferentes de la misma persona, como si una hubiera viajado en el tiempo para encontrarse consigo misma y volver a vivir esta aventura. Daylen se nos uniría en Camagüey.

A las 8:30 se puso en marcha el tren, los vagones nuevos de veras eran “una cosa fina”, como diría Evian: asientos reclinables que incluso rotan 180º (para los pasajeros que deseen conversar con sus vecinos de atrás) y baños con espejo y agua en los lavamanos. No estábamos acostumbrados a tanto lujo. También estaban climatizados, pero esto no fue bueno, el frio excesivo apenas nos permitió dormir. Los vagones sin aire acondicionado, más baratos, resultaron mucho más acogedores, como comprobaríamos en el viaje de regreso, pues contra la fuerza del aire que se cuela por la ventana y la brisa generada por los ventiladores del techo, el calor del verano no puede competir. Tullidos, al borde de la hipotermia y con una ferromoza intransigente que no dejaba subir los pies para acurrucarnos, Evian y yo pasamos la noche cuchicheando con Claudia Flores, reunidos los cuatro gracias a la flexibilidad de los asientos, Leonardo fue el único que pudo conciliar el sueño. El resto de la tropa había caído en otro vagón, pero también fueron víctimas de las bajas temperaturas, como constatamos después (especialmente Hansel y sus sandalias).

Llegamos a la ciudad de Holguín el 14 de agosto bien entrada la mañana, aunque por primera vez en mi vasta experiencia como viajera ferroviaria, el tren no se había retrasado. El Sol se trasmutaba en brillo cegador sobre cualquier superficie, hasta el asfalto parecía un espejo pulido. Fue en este contexto que Roger y Elina adquirieron sus sombreros de paja y que se decidió tomar sendos coches de caballo hasta la terminal interprovincial para evitarnos la insolación. Allí esperaban Anita y Robert que habían llegado en guagua. Anita había usado sus dotes de productora para resolvernos transporte hasta Moa. No sin cierta intriga, pronto estuvimos montados en un ómnibus con este destino.

El camino hasta Moa fue agotador por lo largo y lento del viaje, comparable en monotonía solo con las inmensas y desoladas llanuras del Camagüey por donde atraviesa el tren. A ambos lados de la maltrecha carretera, terrenos yermos de pasto reseco que se intercalaban con dunas enrojecidas y estériles, donde podían adivinarse las huellas de la erosión industrial. También el hambre y la sed contribuían a la sensación de desamparo, porque el viaje, de 181 km, duró más de lo esperado y las mochilas estaban en el maletero mientras la hora de almuerzo pasaba de largo sin consumir agua o alimento alguno.

A eso de las cuatro llegamos a Moa, donde no había nada que hacer, la única curiosidad era la piscina municipal, aquella que recibió en 2018 a los excursionistas del Nibujón y que, esta vez, ni siquiera estaba abierta ni habría tiempo para zambullidas. En la terminal las noticias eran desalentadoras y como ya nos resignábamos a pasar la noche allí, Evian y yo aprovechamos para buscar opciones gastronómicas. Supimos de una fonda estatal donde vendían pollo con arroz, aunque terminamos comiendo infames pizas de 5 pesos en un timbiriche cuentapropista, era más rápido. El resto del grupo quería ir a la fonda y comer con calma, pero nosotros hicimos bien en apresurarnos, pues en lo que se decidían, llegó una camioneta de Gaviota con rumbo a Baracoa y tuvieron que hacer otros 73 km de carretera con el estómago vacío.

Si aburrido fue el camino desde Holguín, el tramo hasta Baracoa era todo lo contrario: a nuestra izquierda se sucedían exuberantes ensenadas y desembocaduras de ríos, cada una más pintoresca que la anterior, mientras a la derecha, se levantaban enigmáticas formaciones rocosas que en ocasiones formaban arcos sobre la carretera. No faltaba tampoco el verde intenso de las palmeras y del monte. Sin duda, es una de las vías más bellas por las que he transitado. El chofer, en un acto de buena voluntad, se detuvo en la entrada del Parque Nacional Alejandro de Humboldt, permitiéndonos bajar y extasiarnos con la visión de la Bahía de Tacos, teñida su quietud de lago por ese color plata que toma el mar cuando ya empieza a caer la noche. Desde una tenue colina, cuyo descenso se prolonga hasta un muelle con dos botes, contemplamos esta bahía delimitada por afelpados cayos y penínsulas, donde apenas existe un estrecho paso que la comunique con el océano. Arriba, solo el cielo ruborizado en malva y la elegancia de las palmas reales combinada con la irreverencia de los cocoteros. Volvimos a la camioneta y seguimos el rumbo.

En la entrada del Parque Nacional Alejandro de Humboldt, frente a la Bahía de Tacos

Llegamos a la ciudad de Baracoa ya de noche, en vísperas de su 508 aniversario, y caminamos por su malecón, tantas veces destruido por la fuerza de los huracanes, hasta el restaurante El Caracol, que hacía honor a su nombre por lo lento del servicio y lo escaso de sus guarniciones. Allí, comimos y Hansel reveló su pasión por armar esqueletos de animales, mostrando fotos de su colección, para desagrado de algunos y admiración de otros.

Luego acampamos en la playa detrás del estadio, playa de arenas oscuras y fondo rocoso de enmarañados sargazos, que imaginé retorcidos y agitados por el oleaje. Algunos se bañaron, yo no. Mientras montaba la tienda, descubrí que Miguel nos había dado las varillas equivocadas: siendo tiendas de diseños diferentes, parecía imposible armar un Frankenstein con la estructura de una y la cubierta de la otra, así que Evian y yo quedamos desamparados, hasta que Hansel nos cedió la suya, para irse a dormir él a la intemperie. Al final de la madrugada, la llovizna me hizo despertar preocupada por la suerte de nuestro benefactor, lo llamé para que entrara, pero este ya se había refugiado con Claudia Vega y su novio. La otra Claudia y Leo, se habían marchado (aliviando de “claudicidad” esta excursión) y en el lugar donde estuvo montada su tienda, solo quedaba la arena apisonada y limpia. Tiempo después, nos llamarían, contando que ya estaban en un carro camino de Maisí.

La cuenca del Yumurí

De Baracoa no vimos mucho, salvo sus calles parecidas a cualquier calle de un barrio antiguo, con aceras estrechas y columnas adornadas en los portales. Lo más memorable fue el curioso letrero de un baño público que lo declaraba “baño analógico” como una advertencia para los turistas.

Sendos jeeps nos llevaron por carretera hasta la desembocadura del río Yumurí, que sirve como frontera natural entre Maisí y Baracoa. Desde el puente de hormigón que conecta estos dos municipios, se tiene una magnifica vista del paisaje: de un lado la ensenada donde el curso fluvial funde sus aguas con el mar, originando pequeñas penínsulas de arena oscura con guijarros de proporciones notables que aún no han sido reducidos a polvo (más tarde conocería que llaman a este fenómeno “tibaracón”); al otro lado, ¡la verdadera maravilla!, el Yumurí serpenteante entre gigantescos farallones que él mismo se ha labrado con su fluir paciente pero implacable. El cañón tiene una anchura generosa y una altura impresionante. Las aguas se presentan de un verde oscuro, inescrutable, que dota al río de un aura misteriosa y selvática, reforzada por el esplendor de la vegetación. Los farallones están constituidos por sedimentos de un gris claro que a veces se torna terroso o negruzco, como si se tratara de las huellas del óxido y del hollín sobre su superficie descarnada.

Puente sobre el Río Yumurí, foto por Roger Trabas Mesa

Junto a la cabaña donde se cobra el acceso a estos magníficos parajes, los artesanos de la zona venden adornos hechos de nácar y semillas, yo compro un dije de cigua con forma de tortuga marina y descubro que no son tan inocentes estos artesanos, pues en secreto me ofrecen adornos de carey y conchas de polímita. Hansel y Robert se van en un primer bote, mientras el resto espera por la siguiente embarcación. Algunos decidimos ir nadando en lugar de esperar y dejamos nuestras cosas al cuidado de los otros. Es entonces cuando más sobrecogedor se vuelve el paisaje: la corriente te envuelve y es como entrar dentro de uno mismo, aupado y desolado a la vez, todos los sonidos se hacen lejanos y se opacan ante el rumor de las piedras que la corriente arrastra por el lecho. Pienso entonces en los guijarros de la desembocadura, que aún no son arena. El agua es una nada fría donde flotamos escoltados por la inmensidad de la naturaleza, las ramas, que se inclinan desbordadas, nos miran desfilar como a extrañas partículas que todavía rehúyen del destino inevitable del océano, y basta una mirada al cielo, recortado entre farallones, para sentirse menos que el más pequeño grano de arena en el fondo del Atlántico y a la vez, mucho más de lo que éramos antes de sumergirnos dentro de tanta inmensidad.

Una de las embarcaciones va al rescate de Evian, empeñado en nadar bordeando la pared de piedra. Los ronquidos del motor se acercan y se alejan cuando pasa a mi lado. Por delante, van Elina, Roger y Anita, hasta que por fin todos nos reunimos en la orilla derecha, donde los altos acantilados, ceden en una explanada de tierra sembrada de árboles. Al otro lado, el cañón todavía se yergue impenetrable, mientras los que han cruzado en barco aprovechan para darse un chapuzón.

Más allá de la arboleda, un amplio camino empedrado sigue el curso del río e interrumpe la exaltada topografía, supongo, es parte de su lecho en temporadas de crecida. La corriente se muestra aquí desparramada y aquietada por lo escaso del caudal. El sonido de la peor música urbana, arruina el hechizo, y aparece ante nosotros un campismo con cabañas de madera y ofertas gastronómicas. La manera en que se manejan estos espacios recreativos, a mi modo de ver, es contraproducente, pues en lugar de acercarnos a la naturaleza, la reduce a una mera escenografía exótica donde replicar las más viciosas formas de recreación citadina.

Seguimos avanzando y los sonidos del monte se restituyen: el fluir del agua y el crepitar incesante de los insectos. Nuestra vereda se aleja un poco del lecho del río y toma altura, ahora solo lo entrevemos, cuando la maleza lo permite, discurriendo al fondo del acantilado que bordea nuestro sendero. Esta parte del trayecto se nos hace mucho más agotadora debido al relieve. Pronto nuestro camino desciende hasta la orilla y se entrelaza con el curso fluvial, de escaso cauce y salpicado de pulidas y blancas rocas que sobresalen de su superficie, la mayoría del tamaño de un balón deportivo. También blancas son las grandes murallas de piedra que nos envuelven, blancas y rugosas. El camino y el río se entrecruzan muchas veces, como si ejecutaran un baile de salón, hasta que por fin hallamos nuestro paraíso para acampar y pasar la noche:

Se trata de una amplia poceta, cuyas orillas, en buena medida, están cubiertas de grava, lo cual facilita la ubicación de las tiendas de campaña, aunque ninguna princesa de Hans Christian Andersen hubiera podido dormir allí. Esta vez, bajo una intensa iluminación natural (que de tan intensa se convierte en un verdadero martirio) soy capaz de improvisar una solución para los retazos de tienda que Miguel nos prestó, así Evian y yo tuvimos, al menos, una quimera mal encabada donde pasar la noche (que, si bien nunca logró tensionarse lo suficiente, si fue capaz de mantenerse en pie a pesar de las tempestades, como después demostró en el Paso de los Vientos).

El agua en esta parte del torrente alcanza una profundidad considerable y de ella sobresalen grandes peñascos blancos y granulosos como cortezas cerebrales, en cuya cima crece una raída vegetación que los dota de cierta personalidad. Estas rocas generan diferentes espacios que constituyen un incentivo a la exploración y proporcionan sombra durante el día, por lo que la mayor parte de nuestras tertulias, ocurren agazapados o trepados entre sus circunvoluciones. El lecho de piedra, a diferencia del suelo terroso que anuncia la desembocadura, dota al rio de una apariencia más cristalina, como si se adivinara su fondo a través del vidrio verde de una botella. Lo más agradable es su temperatura, que nunca es tan fría como los ríos de Guaniguanico o de Guamuaya, por lo que se pude estar largo rato sumergido sin comenzar a tiritar.

Zona del río Yumurí donde montamos el primer campamento, foto por Roger Trabas Mesa

Preparamos la cocina a la sombra de un promontorio, la orilla de guijarros sobre la que se yergue es atravesada por un riachuelo que se desprende del torrente principal y sirve a nuestras necesidades culinarias. En el proceso de organizar la comida del día y de redistribuir los módulos, se descubre un faltante de arroz. Ángel, encargado por su familia de llevar el módulo de todos, ha cometido un error, pues calculó el volumen total a partir de la cantidad de latas de agua que cabían dentro de un pomo asumiendo que una lata de agua equivale a una lata de arroz. Por supuesto, el arroz, al no ser un fluido, ocupa más espacio que el agua y el resultado es que ya no tendríamos arroz suficiente para dos comidas…

Comemos mientras cae la noche, como siempre, y luego algunos contemplamos el cielo nocturno, más radiante desde estos parajes, mientras otros continúan disfrutando del río. Hansel aprovecha para cazar batracios en la oscuridad. Ya en la tarde se había entretenido con una rana y ahora atrapaba a un gran sapo endémico (Peltophryne taladai, dijo que se llamaba) y al momento todos lo rodean para ver y tocar a la nueva mascota que de no ser por él, habría pasado por “una rana toro de toda la vida”. Roger, celoso de esta repentina popularidad, se queja diciendo que La Espina es el único grupo donde una rana atrae a la gente en lugar de espantarla.

Peltophryne taladai encontrado en el Río Yumurí, foto por Hansel Caballero

Nuestro Peltophryne tiene unas verrugas oscuras en la cabeza y la pupila en forma de negra hendidura horizontal rodeada por iridiscencias doradas (supongo que como todos los miembros de su especie), aun con las ancas flexionadas, se desborda completamente de la palma de mi mano, y en una de las ocasiones en que Hansel lo sostuvo, dejó escapar una gran cantidad de orine. En algún momento, se habló de las glándulas venenosas de los sapos y alguien dijo, como es creencia popular, que en Cuba no existen animales venenosos, pero Hansel lo rebatió diciendo que hasta hay una serpiente venenosa, una especie de Cubophis, esto sí me sorprendió. Lo curioso es que, más adelante, no solo toparíamos con uno de estos ofidios (de considerable tamaño para su especie), sino que descubriríamos durante una fiesta en casa de Tania, que Maestro Shifu, la culebrita que Camilo adoptó y tomó por un juvenil de Santa María en el Pan de Guajaibon, era, en realidad, uno de estos jubos venenosos. Luego de tomar varias fotos del sapo y libertarlo, nos fuimos todos a dormir: Angel y Daylen, debiendo primero cruzar el río por su zona más baja para llegar hasta su casa, montada sobre una isla de grava. Evian y yo, no solo dormimos toda la noche, sino que lo hicimos sobre un lecho de guijarros (que es como dormir sobre un saco de guisantes) en una tienda devastada. Al final, quedó demostrado que en La Espina nadie tiene sangre real.

A la mañana siguiente, desmontamos el campamento acompañados por el desafinado canto de Robert, que todos los días amanecía cantando. El día anterior habíamos caminado casi 4km desde la desembocadura, y esta vez, nos esperarían 4km más, pero por el lecho del río, que siempre hace más tortuoso el avance si se quieren mantener secas las mochilas. El primer escollo, aparece incluso antes de comenzar la marcha y es que nuestra poceta, a excepción de la orilla donde nos encontrábamos acampados, se rodea de acantilados y espesuras infranqueables, y como ya he dicho, su caudal es profundo y ni siquiera Roger podría atravesarla a pie. Me ofrecí a explorar, Hansel también lo hizo y los dos partimos en busca de una ruta de cruce.

El sitio escogido, quedaba detrás de la isla de Ángel, quien ya había guardado su tienda solitaria. Se trataba de una compacta floresta desarrollada alrededor de una de esas peñas blancas características de este paisaje fluvial que, coronada de vegetación, se desbordaba en enredaderas como dreadlocks, donde peña y maleza se entrelazaban en una tupida maraña vegetal. Hansel y yo nos adentramos en este amasijo, donde la materia orgánica húmeda y descompuesta, formaba una especie de turba que a veces se hundía bajo nuestros pies, pero que a menudo anclaba en la piedra y nos permitía trepar por ella. Allí encontramos una magnifica concha vacía de polímita que aún conservo, magnifica por su coloración aunque de pequeñas dimensiones. La curva exterior, de mayor radio, es de un rojo brillante, que se torna en perfecto amarillo a medida que se acerca al centro de la espiral.

Una vez llegados a la cima, nuestro único posible descenso hacia el río es una empalizada natural que cualquier desconocedor de la fauna antillana tomaría por obra de castores. Un gran número de troncos en diferentes estados de descomposición, se hallan atorados entre las peñas, formando un montículo, lo que debe tener su origen en una o múltiples crecidas del río, cuya corriente los ha arrastrado y acumulado allí (supongo que alguna responsabilidad tendrá en ello los ciclones que cada cierto tiempo asolan nuestra isla). Río arriba encontraríamos muchas más de estas empalizadas. También es tarea peligrosa descender por ellas, pues, a menudo, un mal paso puede provocar el rodamiento de los troncos más frescos o fracturar la corteza de los podridos. A pesar de ello, conseguimos bajar y agotados de tanto trepar, regresamos nadando. En el campamento, contamos la vía que hemos probado y sus desventajas, aun así se decide tomar este camino y los exploradores nos disponemos a repetir la travesía, esta vez junto al resto del grupo y con la mochila a cuesta.

El trayecto por rio, aunque agotador, es muy emocionante: cada cierto tiempo nos “accidentamos” (dícese del acto de caer en el agua para darse un chapuzón). También en varias ocasiones topamos con zonas más profundas y es necesario organizar una cadena para ir pasando las mochilas de brazo en brazo hasta una roca que sobresalga de la corriente, esto fue un gran ejercicio que me dejó los músculos adoloridos el resto de la jornada. Es muy curioso notar la diferencia de peso entre mochilas, algunas tan masivas que resulta increíble que alguien pueda dar ni un paso con ellas, mientras otras son tan ligeras como plumas, esto deja mucho que pensar…

--

--