Yuli, una película de Carlos Acosta

El Caimán Barbudo
El Caimán Barbudo
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8 min readAug 29, 2019

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Carlos Acosta

Por Alexis Díaz Pimienta

Para Charo Martín

Hace unas semanas vi, por fin, Yuli, el aclamado filme de la cineasta española Icíar Bollaín que, con guión del británico Paul Laverty, recrea el libro autobiográfico del bailarín cubano Carlos Acosta. Y al salir del cine me dije: “cómo se agradece una película así, inteligente en todos los aspectos”. Y varias veces pensé mientras la veía: es increíble y paradójico que la mejor “película cubana” de los últimos años sea una película española con guionista inglés. Pero inmediatamente me sentí incómodo, porque en realidad no he visto todas las películas cubanas de los últimos años y porque esta afirmación, siendo elogiosa con el dueto Bollaín-Laverty, puede sonar peyorativa con los cineastas de la isla, sin pretender serlo. Luego me leí una entrevista a Icíar Bollaín en El País donde contaba que el mayor piropo que había recibido sobre la película lo escuchó en La Habana, cuando alguien del público, un cubano, le dijo que su película parecía cubana. Y suspiré aliviado. No era yo solo.

Téngase en cuenta que este no es poco piropo,cuando la cubana es una realidad tan atípica y compleja que retratarla bien, en serio, es ya en sí un arte. Esto me hizo preguntarme por qué podía hacer un retrato del Periodo Especial cubano un dueto de creadores no cubanos con tanta precisión y elegancia, sin haberlo vivido. Y enseguida me dije: la distancia, la falta de voliciones afectivas de todo tipo, la ausencia de presión psico-sociólogica que luego es traducible (y se traduce) en voluntad crítica, una intención casi subconsciente. Se agradece que durante toda la película de Icíar Bollaín, por ejemplo, la fotografía de Alex Catalán no se regodee, ni en un solo plano, en la miseria inmobiliaria, en los pobres enseres domésticos, en la suciedad y zafiedad del entorno, cosas que están ahí, de fondo y esto es lo que hace tan efectivo el retrato. No hay primeros planos enfáticos. No hay discursos sordos ni sórdidos. Porque no hacían falta.

Todos los espectadores fuimos capaces de captar en su justa extensión la pobreza familiar de Yuli, del barrio en que creció, de esa otra Habana que también existe a pocos metros del bello y embellecido casco histórico, plato y plató para turistas, sin necesitad de énfasis. No hicieron falta (es decir, no hacen falta), porque toda pobreza está llena de códigos visuales universales y fáciles de decodificar, y son los mismos en Cuba que en Colombia, México, Haití o España. Imágenes que llegan al espectador con olores y hasta sabores exquisitamente únicos e inequívocos, por lo que sobra incidir, regodearse. Es el minimalismo efectivo ante el maximalismo inútil. Y entonces me decía, me preguntaba yo, viendo la peli:¿por qué nosotros, los cineastas y escritores cubanos, somos incapaces de filmar y narrar con esta sucia asepsia, si se me permite el recurso?¿Por qué necesitamos no solo el desconchón en la pared, sino su protagonismo; no solo el bache, el fogón tiznado, el colchón roto, la guagua llena, el cablerío eléctrico, sino gritar con fotogramas o parrafadas (tratamiento artístico) su esencia bukoskiana y su rol prota-agónico?

Recuerdo que cuando yo empecé a leer narrativa con seriedad, con 16 o 17 años, primer paso para luego escribir narrativa con seriedad, me encandilaba con la capacidad de algunos grandes narradores para crear primeros planos narrativos. Ese Dos Passos detenido durante largos párrafos en las alas de una mosca (ahí descubrí, de paso, la palabra “élitro”); ese Carpentier obsesionado con la cubertería de plata en una mesa o con las columnas de un edificio colonial; o Carlos Fuentes y la sala de un hospital y todo su instrumental médico; y años más tarde hallé el mismo zoom in narrativo en Vargas Llosa (sobre la bacinica del caudillo enfermo), o en Daniel Pennac(un charco francés que se parecía al mapa de Francia y terminaba en una algarabía de inmigrantes). Y es cierto que esto me sigue maravillando, como recurso creativo. Pero como todo recurso narrativo, debe dosificarse. Yo creo que aquí, en la falta de un dosificador estético, es donde cojea muchas veces nuestro cine, nuestra narrativa. Es como si cada uno de nuestros autores, en tanto protagonista de una realidad tan concreta y tan personal en su aparente unicidad, la cubana, se cree en la obligación del énfasis, mitad obligatorio, mitad necesario. Por supuesto, en todo su derecho…

Pero ojo: en Yuli sorprende y se agradece lo contrario. Que nos cuenten la historia de un bailarín protagonizada por el baile, y con los conflictos familiares y sociales como telón de fondo, como complementos y no aditamentos. Quien entra al cine sin conocer nada sobre Carlos Acosta sale del cine conociendo todo sobre su vida y su obra, incluso la crisis social que le tocó vivir, el conflicto racial al que sobrevivió, el disgusto político de los personajes secundarios que lo acompañan. Esos secundarios que, dicho sea de paso, sirven para desahogar al protagonista y evitan cargarlo de parlamentos que desviarían la atención y dañarían su diseño: otra inteligente apuesta del guionista, quien logra así salvar al héroe, no contaminarlo. El Acosta de Bollaín-Laverty es bailarín, no sociólogo; es un artista y ellos quieren que lo veamos en su complejidad artística, no política. Entonces, llegan y se crecen los personajes-desahogo (o desagüe), como el amigo infeliz e inconforme que no aguanta más “y se pira”, el de las “pingas” vociferadas como en la vida misma, un personaje (y una actuación) que un tanto recuerdan al personaje de Roberto San Martín, en Habana Blues de Benito Zambrano (otra película “cubana” hecha por un español).

En todo esto pensaba mientras veía la película en el cine Alameda de Sevilla, y en las curiosas similitudes de mi vida con la vida de Carlos Acosta. Los dos somos de barrios pobres. Los dos negros. Los dos con un padre-faro (y sargento) para que no nos desviáramos jamás del camino del arte. Los dos viajamos casi a la misma vez a Europa: él a Inglaterra, yo a España. Los dos volvimos a Cuba años después para crear escuelas de nuestro arte-madre: él de ballet, yo de repentismo. ¿Casualidades? ¿Coincidencias? Más bien confluencias. Yo no conozco personalmente a Carlos Acosta. Recuerdo que fui invitado a la fundación de su escuela de ballet en La Habana, pero no fui, no recuerdo por qué. Tampoco conozco a Icíar Bollaín, aunque hace años agradezco sus exquisiteces fílmicas. Y de los actores de la película, sólo tengo una amiga en el reparto: esa actriz camaleónica llamada Laura de Uz, nuestra Meryl Streep, nuestra Whoopy Goldberg, nuestra Carmen Maura. Y por ella me he sentido muy cerca de este filme que, y esto no puede obviarse, entre sus grandezas tiene su actuación, además de contar con la poética y magnífica fotografía de Alex Catalán, y con la impresionante música de Alberto Iglesias (qué inteligente decisión contar con el más laureado músico del cine español, pese a ser una película musical sobre un cubano y rodada en Cuba,reconocida cuna de grandes músicos. Otro acierto).

Carlos Acosta

Y todos ellos girando en torno a Yuli, al Carlos Acosta real, quien en la película se interpreta a sí mismo, también sin estridencias, sin arrobo, haciendo de este biopic algo a la vez íntimo y épico, hasta tal punto que me atrevo a decir que Yuli es una película de Carlos Acosta interpretada por Icíar Bollaín, con un reparto integrado por PaulLaverty, Alex Catalán, Alberto Iglesias, el increíble Edison Manuel Olvera (Yuli niño), el actor revelación Santiago Alfonso (de Tropicana al celuloide), un espectacular Keyvin Martínez (Yuli joven) y una simpar Laura de la Uz.

Aunque párrafo aparte merece la actuación de Santiago Alfonso como padre de Yuli, representando más que interpretando a ese padre negro y gruñón que ha sido para muchos de nosotros el padre de barrio, el padre pobre cuya única riqueza era su autoridad, esa recia figura que tan bien retrató un repentista cubano, Ernesto Ramírez, en esta redondilla improvisada: “Mi padre es un jorobado / con arrugas en la frente / que me calla solamente / con mirarme atravesado”. Y esta mezcla de figura paterna, orgullo racial y redondilla improvisada, me recuerda que la poesía, la décima, improvisada y escrita, fue el ballet que me tocó bailar a mí, y el que sigo bailando, así que termino la función como tiene que ser, con décimas, en homenaje a su padre y al mío:

He visto Yuli. Y lloré.
Me emocioné. Me reí.
Hasta me reconocí
en Acosta. Recordé
mi yo de negrito a pie,
mi barrio, mi adolescencia,
mis noches de penitencia,
mis broncas, mi padre viejo.
Me he mirado en un espejo
de absoluta transparencia.

Sorprendente la actuación
del padre del bailarín.
Grande Icíar Bollaín.
Impresionante el guión.
Todos los Acosta son
el mismo Carlos bailando.
Me gustó el acento blando,
la nostalgia a contraluz
y esa Laura de la Uz
tomando otra vez el mando.

El Carlos niño fui yo
que en vez de bailar cantaba,
es decir, improvisaba,
y los otros niños no.
Mi viejo igual me obligó
pero yo a gusto lo hacía.
Y eso que yo no tenía
una maestra-tutora-
protectora-defensora
de mi propia poesía.

El Carlos joven fui yo
abriéndome a versos paso.
Muy pocos me hacían caso
pero eso no me importó.
Mi padre me protegió.
Me gritó: ¡tú eres poeta!
Y así fui en ese planeta
al que me integré (y me integro)
el primer poeta negro
que hizo el amor con Julieta.

A mí también me dijeron
“la décima es cosa hispana,
No de raíz africana”,
pero no me convencieron.
De mí también se rieron
en San Miguel del Padrón.
Y más de un regio varón
en el barrio me decía
“eso de la poesía
es cosa de maricón”.

Mi Período Especial
fue el mismo del bailarín.
Y mi chispa. Y mi azuquín.
Y mi novia en el portal.
Yo me hice sostén igual
del sanguíneo batallón.
Y alcancé gran proyección
con aplausos extranjeros.
Y el éxodo de balseros
lo vi por televisión.

El Carlos que se marchó
a Europa también he sido.
Solo que yo he recorrido
España, Inglaterra no.
Fui el Acosta que volvió
A Cuba y fundó una escuela.
solo que — y no me consuela —
actuamos en otro set:
una cosa es el ballet
y otra cosa la espinela.

En fin, Yuli me ha gustado.
El guión, la dirección,
la sobria interpretación
de cada actor. El logrado
ambiente sin demasiado
hincapié en nuestra pobreza.
La mesurada tristeza
sin burdos primeros planos
en desconchones insanos
en nuestra urbana maleza.

La Habana. Londres. Acosta.
Londres. La Habana. Biopic.
¡Aplausos! (¡Flash!) ¡Premios! (¡Clic!)
Y el padre siempre de posta.
Un negro que nada imposta.
Film de deux. Exquisitez.
Y yo pensando otra vez:
“¿la mejor peli cubana
es de una cineasta hispana
con un guionista inglés?”

Yuli, de Carlos Acosta,
bailada por Bollaín,
es un excelente film
y es respuesta, answer,riposta
de alguien que ha crecido a-costa
de su propio sufrimiento.
Un fílmico monumento.
Un alegato racial.
Y un homenaje total
al trabajo y al talento.

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