El oficio de narrar

El Caimán Barbudo
El Caimán Barbudo
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12 min readMay 31, 2023
Kike Ferrari. Foto: Jeosm, tomada de Zenda

La vida cotidiana y las rutinas de un escritor se entrelazan en esta historia concebida por uno de los narradores mejor valorados de las letras argentinas de la actualidad…

Por Kike Ferrari*

“Todo lo que es sólido se desvanece en el aire”

Karl Marx.

Para Sol, que fue muchas cosas, que es

algunas otras. Que siempre será mi compañera.

1

Hay días de tristeza y otros de furia. Hay charlas y lágrimas y sexo y después una calma muda que se parece bastante a un precipicio, a la incertidumbre y a la muerte de un gato.

A veces grito como loco. Sé que tengo razón. Sé, también, que estoy haciendo todo mal. No sé mucho más.

Por suerte la literatura lo invade todo. No hay nada que escape a su órbita.

Y es en ella donde las cosas se ordenan o encuentran un nuevo desorden.

2

Empezó, cómo no, en una cama, desnudos.

Primero desconfié. Después, cuando se diluyó la incredulidad y la sospecha, me pareció una mala idea. Y sentí, por primera vez, este dolor crecer y desparramarse, desbordar hacia adentro como un líquido caliente y espeso.

Pero la idea –el deseo oculto en la idea, la inquietud que empujaba al deseo que ocultaba la idea– ya estaba en Ella y ahora ahí, entre nuestros cuerpos desnudos.

Y una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que cuando una idea larval es enunciada, la única forma de probarla es escribiéndola.

3

Ni Ella ni yo tenemos medida de las consecuencias de todo el asunto. De lo grave que es lo que se desató. Pensamos que es una crisis cualquiera. Como la vez del Tano, como la vez de Paula.

No es nada de eso.

Apenas sabemos, o yo sé, que el dolor se desborda y se derrama hacia adentro como un líquido espeso y caliente. Lo que no sabemos, aunque deberíamos, es que la dispersión vacía el núcleo hasta que sólo queda una la forma. Una cáscara vacía. Una estrella de la que todavía vemos la luz aunque ya no brille.

El día crítico es el martes. Pero a Ella no le importa y yo actúo como si no me importara. Así que estamos a la deriva. Solos –por primera vez en años, solos frente a nosotros mismos y al otro– y sin respuestas parciales siquiera. Y en ese vacío se teje la historia.

Una de las cosas que aprendí del oficio de escribir es que todo es material narrativo.

4

Otro comienzo posible sería hace un año y pico atrás: los tambores, el sudor, la materialidad de los cuerpos, la noche, la –para usar una palabra que ya es suya– expansión.

O cuando volvió a fumar.

O esa calurosa noche de verano, –los vasos de birra en la mano, los antebrazos apoyados en la baranda bajita del balcón de un décimo piso sobre la avenida Eladio Linacero, las estrellas, claro, invisibilizadas en el cielo porteño por las luces de la Ciudad– cuando le pregunté si era por Ella o por mí. Y hablamos, por un momento, de la posibilidad hipotética como de una posibilidad real. Ese bien podría ser un comienzo. Hay quien creen, se sabe, que en el principio fue el Verbo.

O cuando equivocó el mensaje. Todos alguna vez equivocamos un mensaje. Todos sabemos qué quiere decir.

Hablábamos, meses después, del mensaje enviado por error. Me cuenta que era para mí pero fue para un Adrián. Sé muy poco del tal Adrián; lo que sé, alcanza. Por ejemplo que contestó el mensaje. Que Ella le dijo fue un error. Que él deslizó pero ya que estamos.

Ella, dice meses después cuando me lo cuenta, dijo no.

Pero dice también que los ratones jugaron su partida. Que fantaseó, dudó, estuvo algunos días dándole vueltas al asunto. Ahí también podría haber un comienzo

Porque una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que hay que identificar el verdadero principio y empezar por cualquier otro lado.

5

Al final no pasó nada, dice Ella cuando me lo cuenta meses después.

Al final.

Yo me escondo detrás del vaso de whisky y le pregunto –al vaso, no a Ella– qué querrá decir al final. De un trago lo termino y en seguida me sirvo más.

En la literatura hay finales, pienso, –mientras el whisky corre una carrera, desesperada y de antemano condenada a la derrota, detrás del liquido espeso y caliente que se derrama dentro mío– en la vida, en cambio, sólo uno. Y un montón de mientras tanto. De hasta ahora. De continuará.

Y una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que el final es lo que le otorga sentido a los hechos.

6

Interrumpo la novela –por la que ya me pagaron, que debo entregar en unos meses; una novela polifónica y desquiciada–, para escribir esto: el relato íntimo de un fracaso, la lengua entrecortada en que se hilvanan mis miedos, un diario de viaje imposible, la voz muda de un río cristalino que se enturbia mientras se aleja. Los apuntes de lo que todavía no me me fue revelado.

Tengo dudas, cansancio, miedo, pienso, pero no tengo apuro.

Una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que cada historia tiene su propio tiempo de sedimentación. Y que es inútil luchar contra eso.

7

Otra vez juntos en una cama. Otra, distinta pero igual. Algo se desconecta y se escinde. Una cosa o varias. Su eje y mi paciencia habitan universos paralelos y distantes.

Hago un pregunta que no debe hacerse. La pregunta, además, está mal formulada. Ella dice no sé. Lo que sí sabe, claro, es que no hay peor respuesta posible.

Debería haber dolor pero no lo hay. Siento como si una piedra, o mejor, un motor hubiera ocupado el lugar de mi corazón. Un artefacto mecánico que me permite funcionar, pensar alternativas, responder, caminar.

Pienso eso, y lo digo, con asombro.

Ella parece sorprendida, también, pero no estoy seguro. Es como si ya no la conociera.

La noche está fría y no atinamos a volver a casa. Caminamos buscando un kiosko o una excusa. Sin tocarnos. Esta noche tampoco vamos a darnos paz ni consuelo. Porque nadie puede dar lo que no tiene.

Y una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que a veces la acción debe avanzar a ciegas.

8

Y así llega otro martes y otro. El líquido espeso y caliente se renueva, como las semanas.

Toma distintas formas según lo que haya pasado, lo que esté sucediendo. A veces es la ausencia, otras el desencuentro, a veces la desconfianza o la bronca, pura y dura.

Aunque son todas excusas. Mentiras. Atajos. Soy una máquina de inventar secuencias que no existen, de unir en el aire puntitos que sólo yo veo.

Cualquier cosa que haga o deje de hacer me va a doler. Porque me duele Ella.

Y eso es todo.

Una de las cosas que aprendí de oficio de narrar es que un relato es un mundo cerrado dentro del cual todo puede perderse, menos la cohesión interna.

9

En estas páginas estoy solo.

Ella es un viento que arrasa todo a su paso y me deja en un paisaje desolador.

Yo escribo. Ella habla con otra gente. Amigos, amigas, compañeras. Algunos, después de tantos años, son amigos míos también. Me mantengo en silencio. Puedo sentir los alfileres bajo las uñas cuando dicen lo importante es que se quieren, cuando intentan tranquilizarme Ella te elige a vos, cuando preguntan ¿y? ¿cómo están?

No pueden ni imaginarse, pienso.

Y digo: mejor.

Una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que cada personaje tiene que tener su propia voz.

10

El problema, decía, es la soledad.

Estoy tan solo en esto como nunca antes. Solo si me aíslo. Más solo si comparto con alguien.

Si rodeo este dolor de conversaciones o de la dialéctica de otros cuerpos la ecuación todavía va a dar cero. Menos que cero. La soledad como espiral, como trampa, como relato inconcluso. Habito un tiempo que es sólo mío.

No hay nadie.

No puede haber nadie.

Y una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que, pese a lo que pueda parecer, no es una tarea solitaria.

11

Me da la sensación –a todas luces falsa– de que si me siento todo un fin de semana puedo escribir una novela con la crónica de estos días. Sería, pienso, en cualquier caso, un novela compuesta por cosas que no puedo decir. O sea: que sólo puedo decir en una novela.

Una de las cosas que aprendí del oficio de escribir es que la posición del narrador es la que define el tono del texto.

12

Mi hija más grande pregunta qué pasa. No lo dice pero tiene miedo. Quiere saber si nos vamos a separar.

Le digo que todo va a estar bien.

¿Te acordás, le pregunto, cuando nos fuimos de vacaciones a Villa Gesell y tuvimos vos y yo esa discusión tan grande?, ¿te acordás que nos fuimos lejos de todos, caminado por la orilla, con el agua acariciándonos los tobillos y tuvimos una charla muy larga y que los dos lloramos?, ¿te acordás que tuvimos que llegar a una serie de acuerdos para que las cosas volvieran a estar bien? Pero, le digo, ni vos ni yo dejamos de querernos ni por un momento, ¿no?, sólo estábamos buscando la manera de que todo funcionara.

Bueno, es eso mismo, trato de tranquilizarla.

No lo logro.

Y los dos lo sabemos.

Una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que el lector es quien otorga el sentido al relato y, por lo tanto, suele saber más que el escritor.

13

Pienso en los últimos días de vida de mi papá.

Pienso, en realidad, en la última tarde en que vi a mi papá con vida.

Estaba en una habitación individual del Hospital Francés. Yo me senté en una silla muy incómoda, junto a su cama. Le dije que me había olvidado de llevar el boletín de calificaciones que se lo traía la próxima. Él me dijo que me tenía que cortar el pelo. No hablamos mucho más.

En mi memoria se siente como un martes, pero debía ser sábado. Miramos, me acuerdo, una película en blanco y negro –o quizá lo que era blanco y negro era el televisor– de Jerry Lewis y Dean Martin.

Él, mi papá, ya sabía que se estaba muriendo, pienso ahora.

Sabía que se iba a morir muy pronto. Lo sabía mientras mirábamos una vieja película de Jerry Lewis y él pensaba que quizá nunca más fuera a ver un boletín mío pero me decía que tenía el pelo demasiado largo. Mientras me escuchaba contestarle naaa, sí, no sé, con la mirada clavada en la pantalla en la que Dean Martin y Jerry Lewis eran marineros.

Escribo esta historia que no sé dónde va. Ella tampoco sabe. Jerry Lewis y Dean Martin se reirían de nosotros. Mi papá lleva casi treinta y cinco años de muerto.

Pero una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que a veces son las pequeñas historias –secundarias, laterales, inconexas– que orbitan alrededor de la historia central, las que permiten que nos permiten contarla.

14

Me transformo en una antena de gran alcance que percibe todo, que captura ondas, fragmentos de conversaciones, restos de mensajes cifrados, partes de reflexiones secretas.

Una lúcida paranoia reemplaza a la calma. Y el mayor problema no es ese, sino que toda la información existe pero articula series que sólo yo veo.

Por ejemplo: sé que Ella prepara el terreno.

No es un error, no hay inocencia.

Ella está preparando el terreno, me repite la paranoia que ha reemplazado a la calma, aunque todavía no sepamos para qué.

Una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que no es tanto la relación con la veracidad de los hechos como la hipótesis de lectura lo que marca el límite entre crónica y ficción.

15

Me miro desnudo en el espejo del baño mientras el vapor de la ducha lo inunda todo y borronea la imagen en el espejo. Miro primero mi cara: la barba mal crecida, las arrugas inevitables de mis cuarenta y cinco años, la opacidad creciente en los ojos. Después mi cuerpo: los tatuajes en los brazo, en el pecho, un pequeño rasguño en el hombro izquierdo que sólo yo sé cómo me hice.

Una de las cosas que aprendí del oficio de escribir es que siempre tiene que haber algo –no importa qué, algo– que sólo el narrador sepa.

16

Hace todo lo que se supone que haga: reconoce, busca ayuda, frena lo que aceleró, escucha.

Sin embargo, hay un ruido blanco, una interferencia baja en nuestra frecuencia de radio. El zumbido sordo de un rulemán antes de romperse, el crujido que hace en el medio de la noche un cambio entrando mal en una calle casi vacía.

Yo también hago todo lo que se supone que haga. A pesar de mí mismo. O aprovechando el impulso. Parar la máquina, relajar los nervios, dejar que pasen los días.

Y lo demás. Una, dos, tres veces. De una, dos, tres maneras distintas. Nada sirve.

Y vuelvo, entonces, buscando su cuerpo con desesperación. Pero no lo encuentro. O no lo encuentro lo suficiente. Todo se hace peor. Mucho peor cada vez. Por debajo del dolorcrece la rutina del dolor, cierta monotonía del espanto ante la que no sé qué hacer.

Pero una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que cada historia tiene un manual de uso propio y quema los puentes detrás suyo.

17

Una tarde está tirada en la cama, boca abajo, boludeando con el celular. Tiene una pollera negra muy corta y polainas de lana. Balancea los pies descalzos. Veo las piernas fuertes, el culo apretado por la pollera negra y corta, el vaivén de los pies descalzos. Ese movmiento es la gota. Miro su cuerpo con rabia. Más: con odio. No a Ella, a su cuerpo. Lo deseo de una manera salvaje y me es tan difícil encontrarlo como una dirección en Parque Chas. Ella –en la pollera negra, las polainas, los pies descalzos– sigue ajena, distante, boludeando con el celular, ignorante de su cuerpo, mi deseo, el odio. Ignorante del lento vaiven de sus pies.

Una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que son sobre todo los detalles los que cuentan la historia.

18

Escribo estos apuntes con una pluma que me regaló para mi cumpleaños.

Hacía mucho que no escribía tanto a mano. La pluma da una aproximación diferente al texto. Todo es distinto, incluso la puntuación.

La máquina de escribir es un arma de fuego que matan a distancia, pero al menos había que golpear las teclas para imprimir la letra en la página. La blanca luminosidad de la pantalla y el teclado forman un bombardero que dispara misiles. La pluma es un cuchillo con la que apuñalar la página en una lucha cuerpo a cuerpo.

De pronto se me revela una verdad de perogrullo: estas notas no podrían haber sido escritas sino así. Me pregunto cuánto se modificará cuando lo pase por el teclado, qué se irá, si persistirá el tono. Me tranquiliza saber que nadie más que yo va a saberlo.

Una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que la herramienta que decidamos usar va definir la distancia de lo que escribamos.

19

Los días son semanas. Y meses. Muy largo. Demasiado. Nada avanza, ni retrocede, ni encuentra nuevas formas. No pasa nada. Sacamos hoy lo que pusimos ayer. Un estado de latencia que no puede sostenerse y, por debajo, lo que fue crisis –un quiebre, un momento disruptivo– se va pudriendo y cristaliza sólo lo peor. De una crisis se puede salir por izquierda. De la descomposición, no. Somos un gato peleando con su propia sombra, que se hace más larga y más flaca contra una pared descascarada, a medida que cae la tarde.

Hace quince años que este nosotros me hace una persona mejor. Pero ahora nosotros, como vínculo, no existe más. Lo entiendo de pronto.

Soy peor que ayer. Y mejor que mañana. Eso es la descomposición: hacer cosas horribles y ni siquiera me poder contentarse con las excusas de los imbéciles. No nos lo merecemos.

Hicimos lo que pudimos, pienso: Ella me invitó a su festita, yo a montar vaya uno a saber que naves. Salió mal.

Así que firmo el certificado de defunción de nosotros. No decido nada, es un hecho preexistente al que me ajusto.

Todavía falta lo más difícil, pienso.

Siempre lo que falta es lo más difícil.

Pero una de las cosas que aprendí del oficio de narrar es que cuando me encuentro en la corrección de hoy poniendo las comas que había sacado en la de ayer, el texto está terminado.

Buenos Aires, noviembre de 2017

*Enrique “Kike” Ferrari nació en Buenos Aires, en 1972 y los medios de comunicación suelen llamarle “el escritor proletario”, por congeniar el oficio de narrar con su puesto de trabajo en el Subte (metro). Ha publicado las novelas Operación Bukowski, Lo que no fue, Que de lejos parecen moscas y Todos nosotros, y el libro de cuentos Nadie es inocente. Fue Primera Mención en el Premio Casa de las Américas 2009 y en 2012 recibió el premio a la Mejor Ópera Prima Criminal de la Semana Negra de Gijón. Es considerado una de las figuras más renovadoras en el panorama de la novela negra latinoamericana.

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