Así explota una estrella

Octavio Vellón Cortina
El Circo Ambulante
Published in
7 min readMar 29, 2016

T’estimo tant de Tete Montoliu

El salón está lleno de cacharros. De trebejos, bártulos. De chirimbolos. Los hay de diferentes formas y colores: cascos de motocicleta con dibujos de florecitas, bates de béisbol con termitas, cirios de olores afrutados, ceniceros llenos de cenizas, revistas amarillentas y cables cibernéticos que no se enchufan en ninguna parte. Las cosas aquí se han ido acumulando sin formar bullicio. Se han posado en el lugar que ahora ocupan como el polvo que cae del techo. Desdén y parsimonia. Hermosura caótica dentro de un habitáculo ciertamente cálido y vivo hasta en los días grises.

No me interrumpas, por favor te lo pido.

Esta es la casa de la desmesura. Todo aquí es insolentemente excesivo. Nosotros somos gordos de un lustre brillante. Tu perra, Cassandra, es un rinoceronte de color canela que absorbe todas las partículas que encuentra a su paso. Cuando la sacamos al parque no corre: trota hacia atrás. Ahora le has tenido que poner tornillos en las articulaciones porque apenas ya se sostenía en pie. Desde que la operaron le llamamos Cyborg. A pesar de su forma de caminar ortopédica sabes que la amamos como el primer día y que aunque los metales afeen su esbeltez la agasajamos con tartas y estofados.

Ahora te dejaré hablar pero no me interrumpas, de verdad te lo pido.

La convivencia aquí ha sido buena desde que llegamos. Quizá nuestras relaciones sean sintéticas, labradas en el artificio que responde a una necesidad de vivir sin contratiempos. Tal vez, en este paseo cósmico en el que nos encontramos, a muchos trillones de millones de años luz, en otro universo dentro de otro multiverso, cayendo a una velocidad colérica, esa otra realidad en concomitancia con la nuestra edifique un nexo más puro y honesto de lo que es a este otro lado de la orilla.

En este desierto de glauco césped el esplín te ha estado consumiendo todos estos años. No te preocupes. Lo sabemos y nos hacemos cargos. Ni siquiera eres consciente pero eres un poeta prosaico. Los días que no trabajas los pasas sentado en el sofá frotándote tu argéntea calva. La alopecia solo es una tonalidad dentro de tu escala de grises. Reconocemos que eres generoso, esta máxima la compartimos con los nepalíes que viven en el cuarto de arriba. Al menos eso es lo que les hemos entendido. Admitimos que a veces nos ofreces cenas copiosas repletas de salsas y especias, y que nunca nos hiciste pagar las facturas. Pero tus leves guiños no enmascaran a la persona que en realidad eres. Eres un mequetrefe. Eres la niebla en un campo de minas. Te crees un patriarca pero en realidad eres el ser más dependiente de este orbe. Eres más un parásito que un comensal. Fuiste un consentido y aún lo sigues siendo.

Nuestras palabras rompen tu membrana timpánica, burbujean en tu martillo, luego corroen el yunque y después en el estribo arañan los conductos, aunque finalmente se ahogan en tu trompa de Eustaquio. No escuchas nada de esto. Porque tú nunca escuchas. Dave, tu solo hablas. El eterno relato. El bucle de las cuatro historias: tu niñez, tu adolescencia, tu juventud y lo que eres ahora. La parábola donde tú eres mártir y los demás tentación.

No hace falta que levantes la mano, enseguida te doy la palabra pero no me interrumpas ahora, te lo pido por favor.

Sí, estábamos tratando de canalizar eficazmente toda esta intensidad que la casa nos estaba transmitiendo. No obstante, llegados a este punto y siendo ostensible que hemos fracasado en la tentativa de sacar conclusiones positivas, vamos a proceder a argumentar sobre nuestra animadversión y la del matrimonio nepalí para contigo.

Seguramente recordarás que cuando llegamos aquí la mujer que te acompañaba era Felicia. Una señora Lituana que vestía blusas rojas con lunares negros. Es cierto que nos costó entender en un principio su inglés acentuado rocosamente por un deje de reminiscencias soviéticas, okey, algo normal. Aunque, a decir verdad, es más complicado entenderte a ti y tu dichosa jerga leprechaunística.

No nos desviemos, estuvisteis compartiendo cama y cariño, diría que no-amor. Compartisteis anti amor creyendo lo contrario. Hacíais cosas juntos: ver comedias mal envejecidas, pasear alguna vez con Cyborg y Oskar por el parque de St. Ann’s y, bueno, fuisteis una vez a ver una obra de Bernard Shaw. Recuerdo que te llevaste una petaca plateada, reluciente y rebosante de whiskey. Me pareció una falta de respeto. Hacia Felicia, hacia Bernard Shaw y hacia ti mismo. No lo sabes pero tienes un problema con el alcohol. Incluso quizá sepas, en el mundo abisal en el que duerme tu enmarañado inconsciente, que efectivamente algo no va bien entre el espirituoso destilado y tú. Es algo que está tan estropeado que funciona perfectamente y que da la sensación de que todo explotará inminentemente como una supernova en la esfera celeste.

Antes hablé de Oskar. ¿En qué momento empezaste a odiarle? En realidad sé que detestas en él todo lo que odias de ti y de su madre Felicia. Una fuerte dependencia por la compañía y una enorme sensación de indefensión, más allá de que todos finjáis lo contrario, ante el mundo de ahí fuera. Por eso todos tenéis miedo de quedaros solos pero a la vez nunca salís de casa. Porque sois un producto mal hecho que, como un gigantesco porcentaje de nosotros, habéis sido instruidos erróneamente para una sociedad que ya se ha quedado en el pasado y, ahora, lloraréis sin saberlo porque el presente no fue construido para vosotros.

Dave, siéntate y escucha, es mi turno, ¿de acuerdo?

Durante todo ese tiempo estuviste alimentando la relación con Felicia y con Oskar. Era tu piara rosa. Les echabas de comer estofado como a nosotros, les dabas líquidos llenos de azúcares, salsas llenas de grasas, costillas y barbacoas. Le echabas mayonesa en la ensalada y los refrescos eran de colores plásticos. Luego presionaste a Felicia para que se mudase a vivir con nosotros. Empezó a hacerte la colada, a pasar el aspirador por la moqueta y a pagarte el alquiler. El suyo y el de Oskar. Fuiste tan miserable de sugerirle que alquilase su apartamento a una tercera persona y te lo embolsase a ti de segundas.

En una cena en casa descubrimos que el pequeño Oskar tartamudeaba cuando se ponía nervioso. Los mofletes se le encarnaban y sus lorzas barrocas, abundantes, le temblaban a la vez que intentaba aportar una chispa a la conversación. En un principio sentimos mucha lástima, la situación nos embarazaba, pero con el tiempo empezamos a sentir cierta animadversión, más o menos manifiesta dependiendo del tiempo que durase el tartajeo. Y en esa parte bochornosa e irracional me incluyo.

Después de un tiempo acostumbrándome a esta rutina desierta, pobre en nutrientes, me fui una semana a París. No sé que se desajustó en esa cremallera volátil que sujeta tus sesos. Si sólo tuviera un microscopio gigantesco. El más potente, en el que se pudiesen ver los átomos, la pieza más esencial para entender el universo, ni así sería capaz de descifrar atinadamente qué fue lo que le hizo a Jackie volver contigo. Quiero pensar de nuevo que se trató del cariño, el anti amor.

Olvidaste en una décima de segundo todo lo que habías construido en torno a la figura de Felicia y muy a pesar de Oskar. Nos dimos cuenta de que tienes algún tipo de carencia empática, muy fuerte, muy bien trazada y peligrosamente psicopática. Le diste dos semanas para abandonar la casa y llevarse sus cosas. Durante esos días estuviste en el piso de Jackie, y yo estuve en el extranjero. Así que cuando volví los nepalíes me contaron a duras penas cómo Felicia estuvo cuatro días llorando como una plañidera y cómo Oskar estuvo ese mismo tiempo, en su universo paralelo, disfrutando con su consola en lo que supusieron algunos de los días más felices de su aparentemente plácida niñez.

Tras la vuelta de mi viaje sólo había un par de cosas que habían cambiado. Una era la mujer que se sentaba a tu lado, Jackie, y la segunda es que ahora eras tú el que pasabas la aspiradora y tendías la ropa y ella la que preparaba la cena. Con Jackie llegó la calma. Es justo, al principio todos estuvimos poco receptivos, como un perrito apaleado al que le cuesta asumir que también hay buenas personas. El hecho de que su dicción fuese irreprochable viendo los antecedentes, fue sin lugar a dudas una buena soga a la que anudar este argumento. Ella fue capaz de domesticarte poco a poco, de hacer que no chillases mucho y de que tu humor se estableciese entre unos límites mucho más estrechos entre el reposo y la serenidad.

Luego nos comentaste que vestía una copa G de sostén. Este dato, referencia fonológica incluida, nos pareció una vulgaridad y una barbaridad y una desfachatez y una aberración. No sólo el hecho de que existan señoras con los senos a la altura de las rodillas, caprichosa genética, sino el detalle de contárnoslo tan gallardamente.

Fantástico. Poco a poco volvíamos todos a una normalidad relativa. Volvíamos a nuestro ‘nada que hacer, nada de qué hablar’, monotonía de sábanas blancas y canales de cocina.

Ya acabo, en serio, pero déjame hacerlo, por favor te lo pido.

Tú confirmas mi teoría sobre las personas adictas a los problemas. Cuando la situación en nuestro anárquico hábitat estaba más plácida y mágicamente encauzada tuviste que darte cuenta. Y al día siguiente de la juerga, francachela bulliciosa, a la que nos convidamos en honor a St. Patrick, Jackie ya no estaba. Asertivo, argumentaste ‘no soy un monje’. De manera que no tener sexo en todo este tiempo con ella había sido horrible.

Pero en realidad tú eres horrible. Quiero que me entiendas. Lo que hagas con tu vida me es indiferente. Nos es indiferente. Incluso lo que hagas con la vida de los que están a tu alrededor nos produce somnolencia. Pero en esta casa necesitamos paz. Aquí ya hay demasiados locos, demasiadas conversaciones sobre nada en particular, demasiado polvo de estrellas, demasiado delirio, demasiados demasiado y demasiados nosotros.

Ayer volvió Felicia a casa. Esta tarde vendrá Oskar. Al menos esta vez compórtate.

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