Jesús Poveda
7 min readApr 14, 2016

Antes de que la Unión cerrase la Ruta de los Balcanes a los refugiados los autobuses partían del Centro de Tránsito de Presevo de forma constante. Era tan continuo como la llovizna que no había dejado de caer en los últimos dos días en ese pueblecito al sur de Serbia. Hasta allí los refugiados llegaban después de cruzar la frontera con Macedonia y caminar cerca de cuatro kilómetros cargando con todo tipo de bolsas, maletas, mochilas, mantas e incluso con sus propios hijos en brazos.

Los charcos dieron paso a barrizales. No eran las únicas dificultades que tendrían que sortear estos soñadores sin opción. El camino, una especie de carretera sin asfaltar, solía ser un ir y venir constante de malnacidos intentando sacar partido de la situación. Intentaban engañar a los refugiados pidiéndo cantidades bochornosas por llevarles hasta el campo de Presevo en furgonetas, coches privados y hasta motocicletas. Pero los carteles en varios idiomas que la organización había colocado en el camino anunciaban que al final del camino había autobuses gratuitos.

“No tenemos dinero, no vamos a pagar” decía un profesor Sirio a un intento de traficante que no alcanzaba la mayoría de edad.

Después de esperar en una cola durante al menos una hora las autoridades serbias tomaban las huellas dactilares de los refugiados. También se fotografiaban las caras de unas personas que demostraban minuto a minuto que solo querían seguir adelante, rápido, con la poca energía de que disponían ya a esas alturas del viaje. Una vez registrados les aguardaban unos vasos de sopa de arroz y te negro repartidos por jóvenes de todo el mundo. En aquella tienda se hablaba español, y allí se acogía a todo hombre mujer o niño para recuperar el aliento. Sin embargo, su incertidumbre no se disiparía ahí, porque nadie les había dicho aún dónde estaban, ni cuanto quedaba para llegar a su destino final. Fuera cual fuese.

Los niños eran los únicos que podían descansar sus almas y, en muchos casos, dejarlas plasmadas en dibujos. Casas y jardines soleados, familias de la mano, las banderas de sus países de origen y la de Alemania protagonizaban la mayoría de las pinturas colgadas de la lona de la tienda. Sus sueños, por tanto, quedaban allí pegados. Pero junto a esos sueños también dejaban ver sus pesadillas: aviones soltando bombas, un militar disparando a gente, helicópteros rescatando a personas de botes en medio del mar e incluso peces comiéndoselos. Al final de la exposición improvisada había un dibujo paradigmático: la palabra guerra en inglés (WAR), tachada con trazos infantiles por una línea roja.

Si las piernas pesaban, como lo hacían. Si los brazos ya no podían aguantar más, como lo hacían, y si la ropa estaba tan mojada que no permitía dar un paso más, como efectivamente ocurría; podían dormir en barracones habilitados con cinco camas; y después seguir su camino. Pero ese no es el plan de la mayoría ni siquiera hoy día. Así que cogían sus cosas, tomaban la ropa limpia que les proporcionaban y partían de inmediato.

Algunos preferían esperar al tren, notablemente más barato: 15 euros, por los 35 del autobús; y que cruza todo el país hasta la frontera con Croacia. Pero esos días no estaba llegando ninguno. Algunos llevaban casi dos días esperando bajo la lluvia a la llegada de un supuesto tren que pasaría a las 10 de la mañana, luego a las 5 de la tarde, luego a las 3 de la madrugada... Esperar tanto tiempo parados en el mismo sitio era algo que no se podían permitir, mucho menos con 72 horas para cruzar Serbia legalmente. El tiempo corría. Algunos decidieron volver al campo mientras llegaba ese prometido tren. La mayoría, hartos, optaron por el autobús.

No había tiempo que perder. La familia de Mohamed quería llegar a Alemania lo antes posible, por lo que salieron del campo de Presevo recién registrados y tras una jornada agotadora. Eran las diez de la noche y ya cogieron el autobús para marcharse. No habían descansado ni tan siquiera un par de horas. La familia estaba compuesta por 4 personas: la madre, el padre y dos niños de 2 y 4 años. Los cuatro viajaban en dos asientos y así cruzarían Serbia de sur a norte durante casi 8 horas seguidas hasta Sid, un pequeño pueblecito a unos pocos kilómetros de la frontera con Croacia.

Antes de subir a los autocares todos entregaban al conductor sus documentos de registro de la policía serbia. A varios kilómetros tras la partida desde Presevo la policía esperaba en un control. Tan solo comprobaba que la lista de los nombres que viajaban concordase con los documentos entregados.

Mohamed dejó a su hijo en el suelo del pasillo del autobús, cubierto por su chaqueta.. Él y su mujer estaban exhaustos y no podían continuar sujetando al mayor de ellos entre sus brazos. Otra familia hizo lo propio con sus dos niños en el asiento contiguo. Eran tan pequeños que los dos cabían abrazados en el mismo asiento. La niña estaba soñando y llegado el momento se movía de tal manera que acabó por caer del asiento al suelo. Rápidamente su tío, que viajaba en el asiento delantero, la recogió y consoló. Una nana afgana ahogó entonces sus sollozos y la niña volvió a quedarse dormida.

Unos minutos después, la luz desveló a los ocupantes del autocar y sus nombres rompieron el silencio de la noche. Varios hombres que comprenden inglés leyeron los nombres des sus compatriotas en voz alta para devolver los documentos de registro, una de sus posesiones más valiosas si querían continuar su camino hacia Croacia. Gracias a esos papeles dispusieron de setenta y dos horas para cruzar el país serbio de forma legal. En realidad lo consiguieron en unas quince.

Unos minutos antes de amanecer todo se detuvo y la luz del día intentó abrirse paso por los cristales empañados del vehículo. A pesar de haber viajado cerca de medio centenar de personas juntas y de que los cristales estaban empañados, ni mucho menos hacía calor. Fue así durante toda la noche porque no se ha encendió la calefacción. Pero cuando los rayos del sol alcanzaron el interior de habitáculo comenzaron a desaparecer las ropas de abrigo que habían servido de protección durante la noche.

Todos se preguntaban dónde estaban, no sabían si habían cruzado ya la frontera con Croacia o continuaban en Serbia. Estaban en Sid, el último punto en el que las autoridades serbias se hacían cargo de su situación. Cerca de quince autobuses habían parado en un área de servicio mal llamado Campo de Refugiados. Los vehículos formaron una fila a la izquierda de la carretera. Cuando el millar de personas empezó a comprender que quizá estarían allí durante varias horas se decidieron a salir de los vehículos. Una tienda de voluntarios con té y sopa les dió la bienvenida. Pudieron cargar sus móviles y hablar con su familia gracias a los cuatro puntos de conexión a Internet habilitados. Houssan avisó de que estaba bien a su familia en Siria. Este estudiante de odontología tiene 22 años. Había entrado en Serbia en la mañana del día anterior, caminando, escoltado por sus primos y con varias mantas al cuello.

“Mi país era precioso. Muy próspero. Me encantaba” cuenta Houssan con orgullo, “pero ahora está todo destruido”. Nos dijo que quiere terminar su último años de universidad en Alemania porque en Siria era imposible ir a la universidad. Cuenta que en el camino se apostan los oficiales del ejército de Al Assad para reclutar obligatoriamente a los jóvenes universitarios. “Yo estuve dos meses, ero no quería estar allí porque mi objetivo era terminar mis estudios” y mostraba la orejas con cicatrices que asegura haber sido causadas por las descargas eléctricas a las que le sometieron por negarse a instruirse en las filas del ejército del régimen. “Tengo las mejores notas de la universidad. En mi último examen saqué un 97 sobre 100. Yo solo quiero vivir, respirar y estudiar”, contaba.

Entonces aparecieron sus dos primos, con los que viajaba. También son estudiantes, pero en sus casos, lo son en derecho y medicina. “Aquí vienen los dormilones. Han dormido todo el viaje esta noche, yo sólo lo he podido hacer dos horas como mucho”, bromeó Houssan. “En las épocas de exámenes podía estar tres días seguidos estudiando, sin dormir más de cuatro horas en total. Estudiar es todo lo que quiero hacer”, terminó.

Por lo demás, nada podía hacerse salvo esperar a que los funcionarios croatas aprobaran la partida de los trenes a unos kilómetros de allí.

Durante cuatro horas de espera había aparecido un balón de fútbol y el aparcamiento trasero de una gasolinera se convirtió en el Estadio de la Luz. Otros niños jugaban al corro de la patata o al escondite al lado de su autobús. Los niños eran los únicos despreocupados en ese viaje. Mientras, todos los adultos continuaban preguntándose qué sería de ellos. Un camión cisterna hizo las veces de lavabo para asearse y una pequeña porción de jardín con más barro que hierva fue suficiente para descansar sentados.

Mohamed, que en Afganistán era carpintero. Durante esa mañana preguntó varias veces por el coste del tren que cruza la frontera. En total, según contaba, ellos ya habían pagado 10,000 dólares desde que salieron de su país. Intentaron cruzar el Egeo tres veces, en la última llegaron a Grecia. Querían llegar a Alemania. Entonces rescató de su cabeza la posibilidad de tener un futuro y preguntó cuántos países restaban para arribar a su destino. Cuando comprendió que aún tenía que cruzar tres se llevó las manos a la cara: “No puede ser, quedan demasiados países aún y no nos queda dinero”, se lamentó. No sabía que para cuando cruzara la siguiente frontera habría entrado en la Unión y su ruta estaría tan restringida que no tendría que pagar más a los traficantes para proteger a su familia.

Un funcionario serbio grita entonces ¡¡Go to the bus!! (¡¡Id a los autobuses!!). Todas las familias se reunieron, los niños se separaron de sus nuevos amigos sin despedirse y los cargadores desaparecieron de los enchufes. En cinco minutos partían de aquel lugar que jamas habían pensado que pisarían en lo más profundo del post-soviet en continente europeo.

A diez kilómetros esperaba una minúscula y antiquísima estación de tren. Tras una nueva fila, la policía croata dió el visto bueno para subir el tren a Mohamed y su familia, a la que arropó con sus brazos hasta el interior del vagón.

Jesús Poveda

Journalist. Storyteller. Writing for fun. Any questions or suggestions: jesuspovedamoreno@gmail.com or tweet me: @j_poveda.