Los Insectos Flamígeros

Octavio Vellón Cortina
El Circo Ambulante
Published in
7 min readApr 23, 2016

God Only Knows de The Beach Boys

Una brisa tímida se cuela, sin querer llamar la atención, por la rendija de la puerta entornada. Acompaña suavemente los cuerpos y las formas que se cruzan en su santa romería. Sin las prisas que los torbellinos acostumbran a tener, acariciando las siluetas de la madera tallada, se abre paso entre el espesor del ambiente cargado por el humo de un cigarro. Su paso es fresco y grácil, como el de una pantera de ojos verdes que se desplaza de rama en rama. Provoca así, poco a poco, que todo se vaya abriendo de forma plena: puertas y pulmones. Ahora el vestíbulo se llena de aire y la corriente se expande en todas las direcciones. Metralla atmosférica. Invisible, imponderable y elástica. Sin avisar se revuelve hacia atrás como quien se olvida a los niños en la gasolinera, buscando desesperadamente el camino trazado por la trayectoria que recién acababa de describir.

Es denso aroma el que desprende el humo blanco que emerge de entre las colillas. Hoy hace una mañana cálida y luminosa. Es algo excepcional, incluso para un vigoroso abril mediterráneo; los cedros ahí fuera están inmóviles y la luz del sol me aprieta como si se quisiese colar entre los párpados cerrados y las mejillas. Abro los ojos y aquí sigo. Hace tiempo, desde que la rutina del trabajo me absorbió, que dormir se ha convertido para mí en un mecanismo de defensa. Algo instintivo que ocurre sin previo aviso; jamás me voy a la cama, simplemente me quedo dormido. Caigo rotundo. Duermo profundo.

Preparo el desayuno y vuelvo al salón. Los chicos ya se han ido al instituto. Me han debido ver durmiendo y probablemente también roncando en la mecedora del salón. Ahora que ya no están me puedo fumar un porrito antes de ir a la revista. Mercedes llevará cinco horas en la oficina. Ella es muy ordenada y muy trabajadora. Es maravillosa, aunque supongo que yo soy el jazz aquí. Imagino que si llevamos veinte años casados es porque ella precisa de un fraseo con ritmos rápidos, caos, e improvisación y yo, por el contrario, necesito estructuras rígidas y cierta serenidad. Por muy macarrón que haya sido en mi más escandalosa juventud, a todos, en mayor o menor medida, nos llega la hora de sentar cabeza. Mercedes y yo llevamos en su día un noviazgo con mucha naturalidad. Cuando empezamos era una feminista inflexible, activista y melómana, requisitos indispensables para que desarrollásemos una relación de contrastes. Desde siempre fuimos muy independientes el uno del otro. A ella no le hacía ninguna gracia mi pose altiva y desafiante, muy ochentera también. Yo aborrecía la consistencia de sus principios.

Todo eso que detestábamos fue lo que nos convirtió en una pareja rebelde y muy viva. En términos académicos ella era brillante, de forma que pronto escaló entre despachos y asociaciones éticas, bastante filosóficas, algo contradictorias y seguramente muy necesarias, hasta convertirse en un referente nacional por sus implicaciones sociales. Yo en cambio me tambaleé entre la música y la literatura. Publiqué un poemario — “Las Escolopendras Volátiles” — fracasando estrepitosamente a niveles de mercado, y que sin embargo obtuvo una gran acogida entre la crítica. De hecho el director danés Klaus Von Bramiggel se inspiró en la obra para filmar su película “Los Insectos Flamígeros y La Obligación de ser Agnóstico” o lo que viene a ser lo mismo la mayor pedantería snob que ha conseguido hacerse con la Palma de Oro en Cannes. Desde entonces me dedico un poco a todo. Digamos que soy un opinólogo muy opinador que en infinidad de ocasiones se repudia así mismo cuando escucha su propia voz. Soy además el director de la revista cultural más importante del país y tengo un vídeo blog en el que vomito todas mis inquietudes. Supongo que también debería contar que tengo un Mustang Tahoe descapotable de color turquesa que se compró Brian Wilson en 1966 justo después de lanzar “Pet Sounds”. Soy, a fin de cuentas, un caprichoso feliz.

Nerón Gutiérrez está sentado en un ostentoso sillón grande de cuero. Habla a la cámara mientras sostiene una copa de Glenfiddich. Tiene los carrillos encarnados. Está apoltronado en su despacho, justo al fondo de la redacción. Su pose es altiva y no se sabe a ciencia cierta si se debe a la morfología del barroco mueble en el que está sentado o a una decisión propia de afrontar la vida con descaro.

“Me parece una broma de mal gusto”, atina a pronunciar mientras el pilotito rojo de la cámara parece observarle como si fuese algún tipo de psicoanalista robótico. Una inteligencia artificial que escuchase.

“De verdad. Estoy flipando. No sé si es que los jóvenes de hoy en día tienen una sensibilidad humorística distinta o quizá sea que yo me he convertido en un viejo, carca y anacrónico.”

Nerón dispara sus palabras mientras observa en la pantalla de su tableta como un muchacho de veinte años conquista a millones de adolescentes en tiempo real a través de las redes sociales. Los vídeos que comparte en la red son visualmente poderosos, casi psicodélicos. De argumento vago o inexistente, con un alto nivel de improvisación. Improvisando la nada. Hablando de nada. Sus rótulos parecen pretendidamente horteras, quizá instintivamente incluya ciertas referencias culturales de forma inconsciente.

“Sinceramente… Me parece una mamarrachada. Creo que no debo malgastar mi tiempo hablando sobre este idiota.” Sentenció Nerón.

Más allá de lo que dijese frente a la cámara, Nerón sabía perfectamente que estos muchachos ganaban en una semana lo que él en un mes. Y esta diferencia se agrandaría aritméticamente con el paso de los años. Él un día intentó ser músico, pero las estrellas de rock ahora eran imberbes con gorra y granos. Muchos de ellos aún padecían alteraciones en el tono de su voz: la pubertad seguía siendo una realidad sórdida y caricaturesca.

Nerón se preguntaba si a largo plazo esta gente conservaría su éxito, si serían capaces de evolucionar en un producto de calidad y si podrían mantener a las generaciones de quinceañeros que les ríen sus hábitos bobalicones y sus vidas anodinas cuando éstos crezcan, su cráneo se acabe de compactar y la madurez les haga valorar los argumentos y las dudas morales y el sufrimiento o el existencialismo, y se planteen qué es verdaderamente la diversión. Nerón sabía que algún día toda esta generación conocería a Schopenhauer y, al menos, tendría la opción de saber que lo que hasta ahora habían consumido era basura.

Cuando desperté aún no estaba despierto. Mi cuerpo estaba tendido bocabajo en la cama de matrimonio. Todo estaba completamente a oscuras. No intenté moverme pero sabía que no podía hacerlo. Percibí, también, que en ese habitáculo negro de armarios azabaches que es mi habitación conyugal había una figura. Sentí escalofríos y apreté fuerte mi cabeza contra la almohada. Se acercó y me habló al oído. Era una voz intensa, grave y metálica y retumbaba en mi cabeza. Era mi voz. Y la figura que me había hablado era algo como yo mismo. Ese cuadrado negro, conmigo en la cama, y la presunta presencia alienígena era lo más parecido a una abducción o quizá al viaje más vivo en el que uno se pueda embarcar hacia el inconsciente. Ese bicho o lo que coño fuese me había dicho algo. No pude entender lo que me dijo. De hecho no me dijo nada, pero lo que me dijo, que era nada, lo dijo en un tono irónico. Vendría a ser algo así como un “crees que lo sabes todo, ¿verdad?”. Los sonidos que emitió o las señales que de alguna forma introdujo en mi cabeza me hacen pensar que dijo eso.

Nerón se levantó muy aturdido. Cuando recuperó la consciencia recordó aquél sueño o ese reciente episodio alienígena. Esto le fascinó. Emulando al doctor Crane se enfundó su bata de seda roja y salió hacia el salón con su melena alocada y sus ojeras moradas.

“¡Enseguida vuelvo!” dijo Carolina, mientras se despedía de su madre.

Nerón saludo a su hija. Ésta le devolvió una mirada que apuñalaba mientras pasaba a su lado. No hubo respuesta. Carolina se dirigió al recibidor, abrió la puerta y cerró de un portazo.

“¿Qué le pasa?” preguntó Nerón.

“Ni idea” respondió Mercedes. “Debe haberse llevado un susto al ver que era casi mediodía y aún no te habías levantado. Acuérdate de que hoy era la comida para conocer a su novio.”

“Joder. Pereza absoluta.”

“Le hace ilusión, ya sabes.”

“Nunca entenderé esto. ¿Necesita mi aprobación para salir con un chico?”

“Ella siempre te ha admirado y siempre ha tenido en cuenta lo que opinabas sobre sus novios.”

“Si de verdad le hubiese dicho lo que realmente opinaba sobre esos chavales, no tendría tan en cuenta mi opinión. Espero que éste al menos no tartamudee.”

“Nerón, son jóvenes, déjales que se enamoren y se equivoquen.”

“Dime la verdad Mercedes. ¿Era yo así de gilipollas cuando te conocí?”

“¿Así de gilipollas cómo?”

“Bueno… No sé. Me da la sensación de que esa generación está llena de imbéciles. De gente sin pasión y sin ambiciones.”

“¿Y qué hay de la tuya, guapo?”

“Ya, en realidad el mundo está lleno de gilipollas.”

“Eres un auténtico misántropo.”

“Por suerte aún existe gente como yo…”

Casi interrumpiendo la máxima de Nerón, Carolina entra por la puerta con un joven que viste gorra y pantalones caídos. Lleva la visera hacia atrás, unos cascos enormes que le rodean el cuello y unas muñequeras de Pokémon. No hay duda. Nerón reconoce esa sonrisa estúpida tan característica de sus vídeos. El joven lleva una cámara y filma, sin cortarse, la escena de absoluta tensión. El patriarca, en bata, no da crédito. La expresión del rostro de Carolina mezcla el desprecio con la venganza. Un ajuste de cuentas. Esta vez ha ganado el otro. Nerón tiene una pelota en la garganta, no sabe qué decir. Mercedes mira hacia el suelo mientras se tapa los ojos con una mano.

“¡Qué pasa familia!” dice el youtuber, dejando en el aire la ambigüedad de si se refiere a sus seguidores o a los huéspedes físicos. Nerón sólo computa una frase en su cerebro y la articula:

“Que Dios nos asista”.

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