La buena educación

El peor error que podemos cometer es entregarnos al coro que relativiza y banaliza las cosas que realmente importan.

Francisco Belmar Orrego
El Circulo
4 min readFeb 27, 2023

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Yo también fui parte de ese coro que despoja de su sentido más profundo a todo aquello que es importante. Ya antes hablé de la irreverencia, el gran mal de nuestro tiempo, pero creo que también a él se le suma otro: la banalidad de los conceptos. Por muchos años, mientras estaba en la universidad, me planteaba en contra de las opiniones de varios profesores. Los calificaba de esencialistas y les contraponía conceptos más operacionales. Me sentía una especie de ganador, precisamente esa clase de ganador que da forma al estereotipo del ateo contemporáneo: un ignorante que en vez de argumentar con complejidad, lo hace con banalidad. Pues bien, al menos en ese tiempo, también había pasado a considerarme ateo.

La moda del momento nos mueve de acá para allá. Solo el tiempo y la madurez puede ayudarnos a tomar conciencia y superar esa absurda arrogancia. Creo, de todos modos, que hay que hacer una aclaración: cuando digo «argumentar con complejidad», no quiero decir «argumentar complicadamente». Hoy también hemos llegado a un estado de cosas en que la mayoría de las argumentaciones son solo retórica vacía (y ya tendremos oportunidad de hablar acerca de eso). Lo mismo sucede con el término «simplicidad», que está muy lejos de ser parecido a «banalidad». Estos mismos argumentos nos ayudarán a entender lo que quiero decir: el término «elegancia» contiene tanto una idea de simpleza cuanto de efectividad, profundidad y belleza. Un argumento «elegante», es aquel que puede explicar muchas cosas con un mínimo de elementos. Pues bien, eso es precisamente lo que hemos perdido: el gusto por la elegancia.

Me di cuenta de esto cuando retomé la lectura del clásico de Werner Jaeger Paideia, los ideales de la cultura griega. Es un libro denso, en el que cada oración es importante y reveladora. Es también un libro antiguo, de los años treinta del siglo XX, que no pierde su valor a pesar del paso de los años. Eso se nota al leer su introducción. Ahí están todos esos conceptos que el humanismo había dejado regordetes de sentido y que las ciencias sociales despojaron de cualquier contenido relevante para hacerlos meras herramientas operativas. A medida que leía esas supuestas pocas páginas, me avergonzaba de toda esa rebeldía que había ejercido sobre la sabiduría de mis profesores basándome precisamente en esa «operacionalidad». Entendí que nuestra decadencia deriva precisamente de esa falta de seriedad, de la costumbre juvenil de creer que todo lo anterior al presente es inútil, cuando en muchos casos era superior.

En un maravilloso pasaje de la Ilíada, Fénix le recuerda a Aquiles para qué ha sido educado: «para ambas cosas, para pronunciar palabras y para realizar acciones». Ambas, se supone, debían estar plenas del sentido del honor, la belleza y el heroísmo. Hoy podemos ver, con una transparencia casi pornográfica, cómo las palabras y los actos están siendo vaciados de cualquier contenido que pudiesen tener. No seré el primero en culpar a la generación de nuestros padres, aquellos que vivieron los años sesenta y setenta, de pretender sacudirse siglos de cultura porque les parecían sinsentidos (hoy pienso que es parte de una estrategia ideológica muy bien pensada). La densidad de la historia poco tuvo de importante para esa generación y podemos estar seguros de que para las generaciones siguientes es aún peor. En los tiempos de la producción masiva de información, lo anterior a este presente parece nebuloso por no ser visual.

De ahí que la buena educación cayó en desuso. Nos quejamos de la violencia y vulgaridad de nuestro presente, al mismo tiempo que insistimos en decir que las buenas maneras y la cordialidad están vacías. Nos obsesionamos con el presente y creemos que todas las respuestas están ahí. Al mismo tiempo, culpamos a los gestos y a las enseñanzas del pasado de estar vacías y no a nosotros mismos por no querer desentrañar lo que guardan. Todo está en manos del presentismo. Más que nunca, los jóvenes se vuelcan a la historia, pero solo con el objeto de justificar (no de entender) su presente desde una mirada ideológica determinada.

He ahí la clave. Aunque es cierto que la enseñanza de las costumbres se ha dado históricamente por repetición, eso no implica que no posea densidad o contenido. La educación, entendida en su sentido más primigenio, estaba hecha para poseer las herramientas que nos permitieran desentrañar el sentido no solo de lo presente, sino también de lo pasado. El objetivo de la educación era hacernos conscientes de la densidad histórica de nuestra existencia y no para trabajar en un oficio solamente. La complejidad existente en ese proceso deja muy reducida la efectividad de una educación que solo se centra en el presente. La buena educación, entonces, busca la excelencia, pero sobre todo la capacidad de entender códigos que no son visibles. Por el contrario, la «novísima sabiduría pedagógica» (como la llama Jaeger), se concentra únicamente en lo visible.

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