La espera
El trazo torcido del minutero tiró las tuercas entre las bisagras y pernos. Se comió varios segundos siguiendo su compás. De ida y vuelta. Adelante y atrás. Viene y regresa. Sin pausa ni prisa. La cabeza de Mercedes se mecía al ritmo involuntario de la melodía del reloj. Sus ojos verdes se perdían en el sube y baja del horario. “¿Papi llegará temprano hoy?” Le preguntó a su madre, quien cortaba las verduras y hervía el elote para la comida del día. Sin recibir respuesta, Mercedes prensó su índice contra el vidrio. El toqueteo del cristal no ayudó a que el tiempo corriera deprisa. Adornada con su vestido azul celeste, peinada con dos coletas con moño, abrazando su gato de felpa, la pequeña, quien, subida sobre el banquillo de la cocina, dio un salto para esperar a su padre sentada y arreglada, cual muñeca.
Papá trabaja hasta tarde. Todo lo hace por mí. Quiere verme bien. La madre se lo decía a Mercedes. Ella recordaba la rutina cuando salía de la escuela. Cuando no venía la camioneta y la llamaban por el altavoz, su padre dejaba el coche mal estacionado, corría hacia ella para recibirla con un abrazo. Eso pasaba hasta que su padre salió de casa. Le dijo a su hija que, todos los martes y jueves vendría a casa, pasaría por ella y saldrían a tomar un helado, al parque o lo que quisiera. La regla era que él estaría en casa cuando el reloj diera las tres. Mercedes sólo sabía que cuando la manecilla grande estaba en el doce y la chica, en el tres, a esa hora venía su papá. Pero el toque de las cuerdas del mecanismo avanzó. Primero, la manecilla grande llego al tres; luego, al seis; casi al final, hasta el diez. Mercedes no entendía si el reloj se descompuso, pero creyó que éste se rompió porque su papá siempre llegaba a la misma hora sin falta.
Su gato de felpa se arrugaba por tanto abrazo. El vestido azul se decoloraba por el paso del sol hacia las sombras. La pequeña muñeca intentó quedarse quieta. No quería verse fea para cuando su padre pasara por ella. ¿Y qué tal si llega y no me ve? Si me voy como mamá y no estoy sentada, no me va a esperar y se va a ir. Mercedes dejó su gato sentado a lado suyo del banco y, al reposar sus manos sobre la falda y su mirada al frente, no se levantó en toda la tarde. La madre de la pequeña le ordenó que tenían que comer. La niña ni parpadeó. Solo contestó que esperaría a que vinieran por ella para comer. El reloj siguió su curso. Torció tuerca y tornillo con el brillar de las manecillas. El horario llegó hasta el lugar del cuarto; luego, del cinco y hasta el final, se asentó en el seis. La niña se desdoblaba por el crujir de su estómago. El gato de felpa se había derretido hasta llegar al piso. La niña imitó a su juguete, pero sentada dentro del banquillo. No pensó mover un músculo más. Papi siempre llega. No me va a dejar.
Al voltear hacia la cocina, vio como su madre sollozaba después de escuchar una llamada por su celular. Intentaba limpiarse las lágrimas con el mandil, con una servilleta, con sus manos, empujando los lagrimales hasta el fondo, pero la marca roja del llanto oprimió su mirada de tristeza. Cuando la señora de la casa se arrodilló a su hija, estrujó sus huesos y dejó escapar unas lágrimas caprichosas que inundaron la hombrera del vestido azul. Mercedes murmuró a su madre.
- Papá va a tardar, ¿verdad, mami?
- Meche, vamos a tener que esperar mucho más para ver a papá otra vez.
- Tuvo trabajo, ¿verdad? Por eso llorabas. No te preocupes, mami. Aunque no vivamos en el mismo lugar, papi siempre nos cuida.
- Así es, linda. Papi va a estar lejos por un tiempo. Ya tendremos oportunidad de volverlo a ver.
Mercedes sonrió y apretó a su madre para consolarla, pero eso terminó cuando ella le dijo que estarían con él pronto, como su Nana Leonarda, quien descansaba como diamante en el aparador de la casa.