Mi último día en la Biblioteca de Catalunya

Julia Rendon
El Circulo
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6 min readAug 4, 2021

Camino a la biblioteca. Hoy es mi último día de beca y cabina. Me paro en la fuente donde siempre me asombra que los pájaros no se asusten y vuelen cuando paso. Se bañan con el agua, la toman, se sacuden las plumas. Un senegalés tiene una radio que me hace acuerdo a mi juventud en los noventas, suena No Woman No Cry de Bob Marley y no tengo idea por qué se me hace piel de gallina. He escuchado mil veces a Bob Marley, me gusta, pero nunca antes tuve este sentimiento con su música.

Tengo privilegios, aunque la migración forzada fue parte de la vida de mis abuelos, yo nunca he tenido que vivirla de esa manera. Lo mío es el desplazamiento siempre pudiente, siempre voluntario, o quizá, en el fondo involuntario como decía Saer, que ha hecho que mis raíces sean más de aire.

Llegué en abril y ahora me voy en julio. Pude sentir, como hace años no lo hacía, el cambio de una estación a otra y me siento animal más que nunca a pesar de estar en medio de una ciudad. Las montañas acompañan, el mar también. En el piso del patio de la biblioteca, alrededor de la fuente donde se bañan los pájaros, han caído flores amarillas que inundan el sonido de la música, la visión del senegalés, las escaleras que tengo que subir hasta mi cabina donde he escrito parte de una novela también traspasada por la migración durante estos meses.

Al fondo, en un callejón con sombra, un indigente está preparándose medio a escondidas y no, la metanfetamina que va a inhalar ahí mismo, no sé muy bien cómo, siempre giro la cara. Un borracho canta a todo pulmón el coro de No Woman No Cry. El bar El Jardí está todavía cerrado, ayer, durante toda la tarde pusieron a los NSYNC y me dio náusea pensar en Justin Timberlake y mucho enojo por lo que le pasa a Britney Spears y por lo que (nos) pasa a las mujeres. Pienso en este sistema y si la pandemia será suficiente para hacernos entender que nos está matando.

Tengo la primera dosis de la vacuna de Pfizer, me la puse antes de venir, no alcancé a la segunda, se me cruzaron los tiempos. En Barcelona fui a un centro de vacunación justo antes de que cerraran, tenían vacunas sobrantes que de no ser usadas tendrían que botar. Buscaban gente que se las pusiera, enfermeros pasando por las mesas a preguntar a los bebedores de vermú o cañas si las querían. Yo les pedí la segunda dosis y me la negaron, a pesar de pertenecer a la Unión Europea, no tengo tarjeta de salud de España. Pienso en la gente a la que nunca le van a poner ni siquiera la primera dosis, los “sin papeles”. También me pregunto si son verdaderas las teorías de que las vacunas son un veneno, me agito cuando recuerdo que la primera dosis ya atravesó mi cuerpo. Quizá el sistema nos quiera matar más rápido.

Cuando voy a almorzar me siento rara de ver a tanta gente sin mascarilla, sin la mascareta. Quitaron la obligación de usarla afuera en toda España. Recuerdo que cuando llegué desinfectaba todo con alcohol, cubiertos, mesas, litros de alcohol, como lo hacía en Quito. Estos meses me fui acoplando a esta perspectiva de mundo, de poder sobrevivir y construir hospitales específicamente para tratar los casos de Covid. No puedo evitar comparar con Ecuador y esa infraestructura deficiente, imposible edificar, difícil salir de esta. Recuerdo a Ana, una señora que venía a limpiar mi casa ciertos días. Ana, gran amiga de mi mamá, risueña, de Manta, comía el pollo con las manos y chupaba los huesitos haciendo sonidos. Refregaba los pisos con fuerza y me contaba de su casa, sus nietos. Decía que su hija que tuvo un bebé a los 15 años era una vaga. Se reía con una risa contagiosa. Ana que murió sin compañía porque a los familiares no les dejaban entrar, en un hospital público de Quito, mientras yo veía a los pajaritos tomarse un baño en una fuente de Barcelona.

Hay algunos que siguen usando la mascarilla afuera así no sea obligación. La gente que se tapa la cara me asusta. Me asusta el mundo que vivimos. Me asustan los hombres-parejas de las mujeres que tienen que taparse la cabeza y a veces la cara por su religión. He visto innumerables de ellas donde me quedo: Raval, deep Raval. Las mujeres van elegantes, siempre rodeadas de muchos niños, no sé si todos propios, la mayoría de la edad de mis hijas. Ojos delineados de negro, pañuelos delicados en la cabeza. Una de ellas me enseñó cómo devolver los libros en la biblioteca pública si el buzón estaba lleno o dañado. Hay un huequito por la puerta, ella lo abrió. Su cara era luminosa, hablamos de libros, yo con mi español andino, ella con su español de España, el castellano que también es suyo a pesar de que no se lo quieran entregar.

Todo este tiempo me ha dado miedo la gente con sus mascarillas. Las caras destapadas de mis hijas son un alivio. Sus caras son el sol y las estrellas, lo infinito. Algo fuera del mundo. El miedo se me va, respiro. Acá escuché el ala de un pájaro, nunca lo había oído así. He escuchado los cantos pero no el aleteo, un sonido que calma. Acá he sido mamá y escritora, me han pagado por primera vez por lo que escribo. Llevo la vida haciéndolo y nunca nadie me ha pagado, y entonces pienso que vale la pena, y luego entiendo que igual no lo podría dejar de hacer.

Vuelvo del almuerzo y encuentro a una pareja abrazada. Un abrazo que no termina ni en los siete minutos que me quedo abajo tomando una kombucha. Ella lo abraza a él por el cuello, sus piernas alrededor de la cintura. Él la abraza por abajo, manos quedan en la lumbar. Los dos cierran los ojos. Se abarcan. Inmóviles. Pienso en cómo será eso de amar en la quietud. Mi amor siempre se mueve, es enérgico. Antes de entrar miro abajo, ellos siguen en la misma posición.

Estos días, la biblioteca está particularmente más silenciosa. Ha venido menos gente, el verano grita que estés afuera donde hay luz. La biblioteca, este espacio que fue un hospital, es bastante oscura, tengo una lamparita en la cabina, sólo a veces la prendo porque me da calor. Antes de entrar debo dejar mi cartera en un locker, el guardia ya sabe que no entiendo el catalán pero me sigue hablando en este idioma, está obstinado en que lo entienda. Ya sé algunas palabras, se ha vuelto más suave al oído. Mis hijas me dicen máma, son esponjas que se adaptan que miran y están atentas a todo. Sobre todo a mi estado de ánimo, alertas a cualquier indicio que pueda vulnerar su cuidado. Mi estado de ánimo las afecta porque son un reflejo en cada instante. A veces es duro mirarse, ser madre te lo obliga.

Retiro mis cosas de la cabina: dibujos de mis niñas, los post-its con notas mentales de un personaje que me cuesta, la impresión tachada y revisada de algunos capítulos de la novela, un saco, mi Kindle y libros. Los libros de la biblioteca los devolví ayer. Abrazo a Marga, me despido de todos bien bajito, no hay cómo hablar muy alto adentro. Voy mirando cada mesa al salir, pilas de libros. Un sticker en la computadora gris de un chico dice Resistencia gente de la tierra Mapuche. Paso mi tarjetita para salir, retiro mis cosas del locker. Adeu y merci le digo al guardia, él me sonríe por primera vez y me contesta Adeu. Bajo las escaleras, huele a azahar y lo aspiro profundo. Sonrío, voy a celebrar con mis hijas, con mi compañero. Antes me sentaré en el café Mendizabal, sola, a tomarme un cortado.

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