Mis mujeres en movimiento

Julia Rendon
El Circulo
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8 min readNov 20, 2019

Por: Julia Rendón

¿Cuál es la historia de las mujeres que han estado migrando antes que yo? A ellas, gracias.

A los catorce años, mi abuela austriaca fue forzada a salir de Viena por ser judía. De un momento a otro, no sería considerada más austriaca. ¿Cuál es la nación de una mujer que tiene que huir?

Quizá, el miedo. Quizá, aquello que se trasmitirá a sus hijas, sus nietas y bisnietas: la no pertenencia.

Cuando llegó a Ecuador, sólo hablaba alemán y, entonces, se juntaba con los otros migrantes forzados a huir. Ellos formaron una comunidad en la que podían conversar en su idioma, cocinar y compartir su comida, tratar de ayudarse entre sí a conseguir empleo, armar algo, prestarse plata. Casarse, formar familia, rezar.

Imagino que, tal vez, también llorar a sus muertos, guardarse el miedo.

Mi abuela nunca me contó cómo se dio su escape, no le gustaba hablar de eso. De hecho, siempre la tuve lejos porque ese escape no fue su última migración. Ella terminó viviendo en Los Ángeles. De chiquita, yo no podía entender todavía el concepto de haber nacido en un lugar y vivir en otro, de tener costumbres que te delatan de otro país, de comer y mezclar comida de diferentes lugares. Para mí, como mi abuela vivía en Los Ángeles donde yo podía ir a Disneyland, ella era gringa, punto.

Mi abuela tuvo tres hijas en Ecuador a quienes hablaba en alemán. En sus últimos días, creo recordar que hablaba español con acento alemán y mezclaba palabras en inglés en sus oraciones. Estuvo casada con dos alemanes, su primer matrimonio, con mi abuelo, terminó en divorcio. No tenía ningún problema en divorciarse en aquel Quito conservador y que evitaba a toda costa que las mujeres se divorcien. Pero, bueno, ella era europea después de todo ¿no?. En su segundo matrimonio, pudo hacer algo que no había podido hacer en su primer cambio de país: decidir irse. Junto a su familia, hizo un largo viaje en barco hasta llegar a Nueva Orleans. Mi mamá casi no recuerda el viaje en barco, pero sí, muy bien, el corto viaje en el bus Greyhound que hizo de Nueva Orleans a Los Ángeles. Su primer shock a los 10 años fue darse cuenta de que existían allí sillas para ella y otras sillas, atrás, para las personas afroamericanas. ¿Cuál era la nación de mi mamá en ese bus?

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A los diecisiete años, a mi mamá le obligaron a quedarse en Quito durante unas vacaciones en las que venía a visitar a su papá. Trajo ropa sólo para las pocas semanas que había planeado o le habían dicho que se iba a quedar. Pocos días antes de que supuestamente debiera regresar a su casa, le informaron que tendría que quedarse. No, no sé por qué y nunca lo sabré, no es importante. ¿Cuál es la nación de una mujer que no puede volver?

Mi mamá tuvo una infancia, preadolescencia y adolescencia muy feliz en Estados Unidos. Como si su propia madre le hubiera pasado su extranjería al nacer, ella no se sentía ecuatoriana, pero sí se relacionó muy bien con la cultura norteamericana. Cuando volvió a Quito, masticaba chicle, y usaba faldas cortas. Extrañaba escuchar los LPs de los Beatles y ver a Elvis en la televisión. Extrañaba a sus amigas, sus hermanas, su colegio, su mamá. Extrañaba y extrañaba.

En Ecuador, hablando en alemán en su casa, en inglés con su media hermana, en español en el colegio, aprendía de a poco sobre las costumbres mesuradas que había olvidado que existían, miraba cómo la religión católica atravesaba cada instante de la sociedad, aunque supuestamente vivía en un estado laico, y sobretodo, revivía el viaje en Greyhound, al comprobar la inconmensurable discriminación de clases que existía (existe) en este país. Y, precisamente eso, creo yo, es lo que a mi madre nunca le dejó sentirse completamente de acá.

Años más tarde, en casa, siempre hubo una especie de comparación de “lo de acá” con “lo de allá”. Y esa comparación, por supuesto, siempre terminaba en que “lo de allá” era mejor. Pero esa comparación no era como la de la mayoría de quiteños de clase media/alta que no conocen lo de allá pero igual les parece mejor. Ésta, venía cargada de conocimiento, de saber, de haberlo vivido, de haber estado en estas dos realidades, y sobretodo, de añoranza y mucha, pero mucha nostalgia.

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A los dieciocho años tuve una gran oportunidad: la de irme a estudiar afuera. No sé si decir que me fui por decisión, ya que, a veces, cuando te dan la oportunidad, es difícil decir que no. Mi abuelo me pagaría los estudios en Boston. Ahora iba a vivir “allá”, donde todo era mejor.

Mi salida del país no sólo me dio una educación institucional, sino que logró que me entendiera como migrante más allá del moverse físicamente de un país a otro. No calzaba la descripción de un nativo del país de mi llegada, pero tampoco calzaba la descripción del país que acababa de abandonar. Además, la creencia de mi mamá que estaba instalada en mí, no coincidía con lo que estaba viviendo. Veía que, definitivamente, no todo lo de “allá” era mejor.

Me llamaba la atención que cuando preguntaba a la mayoría de la gente de dónde eran, nunca me daban una respuesta específica. Se decían Irish-American, Greek- Italian, American-Dominican. Se decían ecuatorianos, sin haber puesto un pie jamás en Ecuador. No entendía cómo alguien podía llamarse de un país en el que no nació. Entonces, tuve que enfrentarme a las preguntas, a aquellas específicas preguntas sobre de dónde vengo y qué tanto de tránsito carga mi útero.

¿Cuál es la nación de una hija y nieta de migrantes que también decide migrar?

Me di cuenta que al vivir afuera extrañaba muchas cosas ecuatorianas pero también cosas de países que tampoco había pisado en mi vida. Por ejemplo, viviendo en Nueva York, iba a comer comida ecuatoriana a Astoria, pero mi restaurante preferido quedaba a tres cuadras de mi casa. Se llamaba Zum Schneider y era alemán. Yo nunca había visitado Alemania y no tenía intenciones de hacerlo. Solía ir acompañada de una de mis mejores amigas: ecuatoriana, judía, nieta de sobrevivientes del holocausto. Amiga entrañable, hermana. Ahí, con mi wiener schnietzel, la ensalada de papas (exacta a la que preparaba mi abuela), y un vaso de cerveza oscura, me sentía en casa. Estaba en mi nación. Poco a poco, empezaba a entender que uno puede llamarse de donde uno quiera o sienta.

Mi experiencia migratoria me dio mucho más conocimiento sobre mí misma y sobre mis ancestros de lo que jamás podría haber aprendido en libros de historia. Poco a poco, entendía rasgos de mi personalidad o mis gustos que no se ajustaban (ni se ajustan) con la cultura ecuatoriana. Me sentía reflejada en una de mis roomates, nacida en Brasil de padre y madre chinos. Con ella, conocí el barrio chino de Flushing, Queens, donde vivía su abuela, una señora que había estado años en Nueva York y no hablaba inglés. En este barrio nadie hablaba inglés. Comimos Dim Sum ordenado por la abuela, entonces, hasta ahora no sé qué mismo comí. No importa, porque ahí en ese restaurante me daba cuenta de que existen otras personas que tienen una historia parecida a la mía. La mayoría de personas, sino todas, somos migrantes.

Años más tarde, viviendo en Argentina, me sentía muy cómoda en una sociedad marcada por la migración y con una comunidad judía grande. Encontraba amigas con historias parecidas, y sobretodo, tenía rasgos que eran más similares a los de la gente de allí: ser muy directa, incorporar palabras yidish a mi vocabulario, amar las estaciones, tomar café y luego un agua con gas, sentirme libre mientras veía arte, adorar el caminar por la ciudad. Pequeñas cosas, pero no tan pequeñas como para no hacerte caer en cuenta que, al final, somos de todos lados.

Algo de lo que más recuerdo de mi vida allí fue una visita que hice al ESMA, un lugar donde existía un centro clandestino de detención, tortura y exterminio durante la última dictadura militar en Argentina. Fue una experiencia desgarradora para mí. Mientras caminaba por esos cuartos, entendía que a través del sufrimiento de mis ancestros, también me conectaba ahora con una cultura atravesada por el dolor.

A menudo, durante mis años viviendo fuera de mi país de nacimiento, recordaba una historia que mi mamá me relató sobre mi abuela. Antes de cumplir los catorce años y venir a Ecuador, estaba caminando en la calle de Viena con sus amigas y un soldado nazi la paró y le dijo que le limpie las botas con la lengua. Esa imagen corre por mi sangre.

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Se dice que nuestras abuelas cargan a sus nietas mujeres dentro ya que, biológicamente, cuando nuestra abuela materna está embarazada de nuestra madre, el feto ya tiene los ovocitos formados que darán lugar a los óvulos y, uno de esos óvulos seremos nosotras.

La mitad de mi vida me la he pasado mudando, moviendo, migrando: despoblándome, marchándome, repatriándome. A mis cuarenta años, y con familia, muchas veces me cuesta quedarme en un lugar. Me cuesta no volver a irme. Volver a esas ciudades grandes con cafés y arte por todo lado. Me cuesta no extrañar los “colectivos” en los que podía leer, mirar, sentir: irme sin tener que manejar. Y muchas veces me pregunto si ese querer irse tiene más que ver con mi abuela y mi madre que conmigo.

Por supuesto hice pareja con alguien que no es ecuatoriano, como para aumentar un poco la interculturalidad. Mis hijas tienen a la mitad de su familia en otro país, como para no perder la costumbre. Ahora no sólo tienen abuela alemana, sino que se suma una italiana, como para poder cantar el cumpleaños feliz en más idiomas. Se aumentaron los asados, las tartas y los ñoquis a nuestra lista de alimentos caseros.

Y, en estos últimos años, viviendo en Quito, también hemos aumentado arepas a nuestros desayunos. En estos últimos años, he estado recordando mucho a mi abuela, pensando el ella, queriendo saber toda su historia. Cada vez que veo a un venezolano con una pancarta en la calle, no puedo evitar pensar en mi abuela lamiendo las botas a ese soldado. Algo se rompe en mí, algo que duele una inmensidad.

Vuelvo adentro y entiendo que nadie tiene una nación específica. Que hay varias naciones dentro de uno en diferentes tiempos de la vida. Acepto, finalmente acepto, mi condición de migrante como una bendición que no hace más que enseñarme sobre la humildad. No soy dueña de un país, no pertenezco más a un país que a otros por haber nacido en él. Estoy en tránsito porque cambio, porque aprendo, porque me voy conociendo y conozco mi historia que ha sido voluble. Creo y estoy completamente convencida de que las fronteras jamás deberían cerrarse porque al hacerlo nos desprotegen, nos diferencian, nos dejan en desamparo. Eliminar fronteras tiene que ver con el amor, y allí es finalmente a dónde quiero ir, donde quiero estar.

Mi abuela, mi mamá y yo, tenemos una nación en común, y esa nación se llama amor.

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