Nómades
En este artículo encontrarás un poco de vida ordinaria, de viajes y aventuras, también algo del baile hormonal de la persona que se va, más que nada cuando le toca regresar.
Hace un par de años comencé a trabajar en una investigación universitaria sobre gestión humana. En aquel momento hacía la mayor parte de mi trabajo freelance desde mi casa: social media planning, copywriting, aunque los nombres sean en inglés, yo trabajaba en español. Mi vida, al igual que mi casa, eran un continuo lío: tenía los mismos problemas en mantener mi cocina ordenada, como en recordar el nombre de la persona con la que estaba saliendo. Me olvidaba de citas con amigos, de la misma forma que se fugaba de mi cabeza que ya no me quedaba papel higiénico. Y, si bien parecía que en el caos me sentía cómoda, cuando comencé la investigación pensé que sería hora de poner un poco de orden.
Así que me fui a trabajar a un co-work que quedaba en una de mis partes favoritas de la ciudad. La alarma sonaba todos los días a la misma hora y caminaba hasta mi nueva oficina respirando el aire cálido de la primavera en Montevideo.
No pasé mis hábitos desordenados de un lado al otro, porque más allá de mirar la novela durante la primera hora de “trabajo” mientras tomaba mate, en realidad mis horarios se habían consolidado y, al volver a casa, ya no trabajaba más, lo que me daba tiempo para limpiar la cocina, comprar papel higiénico y hacer lavado de ropa por colores. También dejé de salir con el flaco del que no me acordaba el nombre.
Mis compañeros en el co-work eran: dos diseñadoras gráficas que tenían una empresa de branding, una chica que solo iba de tarde y se pasaba hablando por teléfono pero nunca pude saber a qué se dedicaba, el muchacho de sistemas que llegaba siempre de noche, parte de un equipo de una de estas start-ups digitales que están muy de moda. Y dos extranjeros.
Ellos, pareja, muy altos y rubios, como el clásico estereotipo de hombre y mujer de Europa del Este, eran (efectivamente) de Eslovaquia. No hablaban español, pero con lo que a mí me gusta conversar, enseguida me les arrimé y comencé a contarles la ridícula historia de cuando me desmayé en Bratislava (que me tendría que dar vergüenza, la verdad). Ellos trabajaban en lo mismo que yo: en marketing digital, y se denominaban “digital nomads”.
Ser nómade
Yo había sido nómade.
Durante cuatro años viví con lo que entraba en una valija de tamaño mediana y mi mochila de la cámara de fotos. No era una “digital nomad” porque era fotógrafa, que para mí era mucho mejor que el resto de las cosas. Viaje casi que ininterrumpidamente durante todos esos años por varios de los continentes de nuestro planeta. Y ¡ah! qué maravilla viajar y poder hacerlo gracias a un trabajo que tanto me gustaba.
Cuando tomé la decisión de volver a Uruguay fue por motivos ulteriores (me enamoré). Y si bien no me arrepentía de haber vuelto, lo que significaba tener que abandonar esa profesión que tanto me gustaba era otro tema, por lo que cuando me encontré con esa pareja eslovaca, lo que sentí fue envidia.
Envidia de la que corrompe el alma. De la que te pinta la piel de verde. Esa envidia que hace que la sonrisa sea muy hipócrita.
Ellos estaban de viaje por América del Sur: en ese momento trabajaban durante la semana en Montevideo, los fines de semana viajaban por las diferentes playas de Uruguay y, algún que otro fin de semana largo, se fueron para Argentina. Su siguiente destino era Colombia, donde pensaban estar también tres meses y hacer exactamente lo mismo.
Investigación en gestión humana
Aquel año, además de investigar para la universidad, también hice mis propias búsquedas en gestión humana sobre trabajo remoto y sobre esta tendencia global del nómade digital. ¡Es que quién puede no querer hacerlo! Yo, con tantos años de experiencia, tantas manchas en mi mapamundi, y con amigos que había cosechado por aquí y por allá, al verlos todos los días trabajando en un país tan lejano al propio, pensé que quizás era lo que yo también quería hacer.
Volver a dejar todo y fugarme. Lanzarme a la aventura. ¡Lo bien que solía sentirme cuando llegaba a una ciudad nueva!, a un país nuevo, cuando conocía nuevos compañeros de trabajo. Era adrenalina pura.
Era, en realidad, una adicción.
De hecho, volver a Uruguay y quedarme quieta en un mismo lugar (dormir en la misma cama, caminar las mismas calles, frecuentar los mismos bares) me llevó a un período de abstinencia con depresión y ansiedad incluidas.
Nadie habla de volver a casa. Todas las publicidades son: ¡viaja! el dinero vuelve, el tiempo no. Y sí, es verdad. Y también es verdad que viajar le abre a uno la cabeza, le llena el alma de alegría, y las aventuras vividas en países lejanos se vuelven el mejor antídoto contra la edad. Pero nadie habla de lo difícil que es volver.
De hecho, volver a casa me costó un primer año de subir y bajar de aviones, como una yonqui con sus recaídas; el siguiente año no salí de Uruguay ni para ir a Buenos Aires.
Ya volveré a aquella sensación de volver. Pero para empezar, que sea por el comienzo.
Sobre irse
Me gustaría dejar en claro: irse no es fácil. Es una aventura, lo que hace que los niveles de adrenalina vuelen, y eso lleva a que un montón de hormonas cuyo nombre no me sé, también están como locas. Por más comunes que sean las cosas que nos pasan (¡ah! se atrasó mi vuelo, ¡ah! vi un taxi amarillo en Nueva York, ¡ah! Una persona en Inglaterra me dijo “Thank you”), para nosotros son las más maravillosas y aquellas que tanto habíamos esperado.
Sin embargo, cuando tomamos un contacto real con el momento ese en que nos vamos, lo que pasa en una cabeza debajo del baile hormonal, es miedo.
Atrás queda todo lo conocido. Los amigos, la familia, aquella comida que solo mi abuela sabe preparar y la persona que justo vengo a conocer el fin de semana antes de irme. Delante de mis ojos: lo desconocido. Territorio por explorar. No importan las guías de viaje ni los mil Vlogs que se hayan visto antes de embarcar, porque el viaje que se está a punto de vivir es muy personal, y las experiencias que se están a punto de vivir, serán solo nuestras.
Más allá del miedo. Más allá de las historias dramáticas que nos cuentan sobre sucesos poco afortunados que pasaron en donde sea que estemos yendo, más allá de abandonar todo lo conocido, nosotros abrazamos la aventura. Estamos seguros de que hay algo más allá del miedo.
Y es verdad.
Entonces llegamos. Conocemos lugares nuevos, personas nuevas, nos enamoramos de nuevo. Los que quedaron atrás ven las maravillosas fotos, las travesías, siempre sonriendo, siempre con personas que no forman parte de la vida ordinaria. Ellos no se imaginan que algunas noches también lloramos, especialmente cuando en casa también quedaron los eventos especiales.
Cuando queremos acordar, la cantidad de memorias creadas en este nuevo lugar son tantas, que al volver…
Sobre volver
Ya me había sucedido: a los 18 años me fui de intercambio a Michigan y al volver a casa sufrí como corresponde. El no saber dónde está la pertenencia, el no encontrarme ni en un lugar, ni en otro. Y, más allá del sentirme extraña en mi propia casa, lo que comenzó a suceder es que me sentí estancada. En aquel momento ya había terminado el liceo, tenía seis meses más antes de empezar facultad, para matar esos meses estaba haciendo un curso de fotografía.
A ese sentimiento de estar estancada voy a volver después.
Como dicen, el tiempo es el mejor remedio, especialmente en aquella época donde aún queda tanto por hacer. Así que solo un par de meses después me mudé de ciudad, hice amigos nuevos y comencé una nueva etapa.
La siguiente vez que volví, conseguí un nuevo trabajo a las dos semanas. Sin embargo. El sentimiento no era de estar estancada, sino de que aún me quedaban tantas aventuras por vivir, ¡no estaba pronta para ser normal! para tener un escritorio en una oficina desordenada, con el teléfono sonando todo el día. Y, sin dudas, no quería la responsabilidad de tener la llave de esa oficina. Así que a los pocos meses me volví a ir (y resultó ser una de las mejores decisiones de mi vida).
Por lo que cuando volví la tercera vez, se puede decir que ya estaba avisada.
Pero nada te prepara. Volver es lanzarse al vacío. Como el griego aquel que decía que nadie se baña dos veces en el mismo río, de la misma forma uno nunca regresa. Aquella tercera vez estaba agotada, física y mentalmente, lo único que ansiaba era dormir hasta tarde, mirar películas malas y tomar tanto vino como mi hígado pudiera digerir. Fueron años de viajar continuamente, de conocer gente, conocer lugares, sobre todo: de conocerme a mí misma.
El cambio que nadie ve
Después de mucho pensar en esto, creo que el mayor obstáculo está en que:
- Los demás también cambiaron. En aquel mundo donde los dejamos, bajo esa calma aparente de país tranquilo, también suceden cosas. Algunos estudiaban y ahora son profesionales; algunos eran niños y ahora ya son adolescentes; algunos eran solteros y ahora están casados. Algunos ya no están. Para nosotros puede que todo siga igual: volvemos a la misma casa, salimos a los mismos lugares, nos hablan de las mismas personas. Pero el planeta giró para todos y cada cual siguió su propio proceso.
El primer colapso se da porque nosotros, los que volvemos, somos incapaces de ver, reconocer y aceptar, el cambio que se produjo en los demás.
- Nosotros queremos que sean parte de todas las experiencias que vivimos (sin ellos). Por otro lado, obligamos a nuestra familia y amigos a ver fotos nuestras saltando de puentes, o llegando a lugares que antes no sabíamos que existían, por ahí hasta con una nueva pareja que la familia nunca llegará a conocer. En cada foto, video-llamada, o whatsapp ellos ven lo felices que somos (tengo muchas fotos en las que mi sonrisa es tan grande que se me ven hasta las encías), lo maravilloso que es el mundo.
Y nunca nos preguntamos: qué siente ese amigo, ese padre, esa pareja, que sabe que nunca nos vio así de felices cuando estaba con nosotros.
- Pero entonces volvemos. Somos seres nuevos. Nos medimos contra el mundo y ganamos. Superamos todas las pruebas y entonces bajamos del avión con una maleta llena de recuerdos, abrazamos a nuestros seres queridos que ¡también están tan felices porque volvimos!, que no se dan cuenta de lo diferentes que somos.
La incapacidad de nuestros seres queridos de ver cómo cambiamos (de una forma muy inconsciente: aniquilan todas las sonrisas que vieron en fotos mientras ellos no estaban allí; se deshacen de todas las parejas que tuvimos y no van a conocer; le quitan importancia al tiempo que vivieron sin nosotros). Entonces el viajero deja la valija en un rincón de la habitación y vuelve a una vida que solía ser ordinaria.
Mi psicóloga también diría que las comunidades humanas se manejan de modo que cada miembro tiene una posición determinada en el grupo y cuando uno se corre de su posición, obliga al grupo a reubicarse. Le creo completamente, pero no me siento capacitada como para explayar en este ámbito.
A modo de aterrizaje
Mi experiencia en esos años de viaje fue tan completa que siempre la recomiendo (así que tu, improbable lector, si llegaste a este punto y tienes dudas: ve a trabajar a un crucero -en ventas o fotografía). Lo que ha sucedido es que he medido cada experiencia que llegó después con esos años y, por supuesto, todas las experiencias posteriores han salido perdiendo.
¿De qué forma puedo comparar? Cuando pasé cuatro años conociendo lugares nuevos, gente nueva, enamorándome cada cuatro meses de alguien nuevo (este punto es un poco exagerado, por las dudas); cuando en Uruguay todo es tan pacífico: mis amigos sin los mismos, mi apartamento es el mismo. Llegó un momento que hasta dejé de cambiar de trabajo.
La estabilidad se añora, pero cuanto más tranquilos estamos, más extrañamos las aventuras.
Me encantaría poder terminar este posteo con un insight brillante sobre lo que significa viajar en un momento de la vida y luego encontrar la estabilidad. Pero la verdad es que sigo tratando de encontrar las aventuras en ese despertador que suena todos los días a la misma hora.