No me toques

Julia Rendon
El Circulo
Published in
4 min readDec 9, 2019

Imagínate que estás llegando a tu trabajo. Arreglada, con los pantalones bien planchados. Lavadita la cara, por supuesto. Un poco despeinada por el trajín de la llegada. Tomas el ascensor al piso siete, donde está tu escritorio. Apenas entras la señora que trabaja en el piso cuatro te dice, hola preciosa, alargando las palabras como si no entendieras español y con una sonrisa fingida. Tú no tienes ganas de saludar, ni la conoces. Se abre la puerta del ascensor y están esperando dos personas, un hombre y una mujer. Cuando sales, el hombre te agarra la mano y te dice, hola pequeña, como estás. Tú te sueltas inmediatamente. La mujer te toca la cabeza y luego la mejilla. Qué belleza, te dice, también alargando las palabras.

Antes de llegar a tu escritorio te encuentras con la señora nueva que han contratado para hacer la limpieza. Te agarra la cara y te dice, hola, deme un besito. Tú te intentas soltar y ella logra estamparte el beso en la cabeza. Te vas corriendo, y el chico que trabaja al lado tuyo se levanta y te dice, hola hermosa, ¿no me das la manito hoy?, pero ya te ha agarrado la mano y la está sacudiendo. Tú te sueltas y te escabulles mirando alrededor para ver si hay más peligros o si ya estás a salvo.

Te parece raro todo esto, ¿no cierto?

Si contestaste que sí, te tengo un pedido importante: deja de tocar a los niños con los que te cruzas. Deja de pedirles que te saluden. Deja de robarles un beso. Deja de acorralarles para que te abracen. Deja de sólo hablarles de su apariencia. No tienes el derecho. No, no tienes el derecho sólo porque ellos son niños y tú, un adulto.

Si contestaste que no, te tengo un pedido: revisa tus creencias acerca del acoso.

Estoy considerando ponerme al frente de mis hijas cada vez que me encuentre con algún extraño o extraña en el ascensor, en el shopping, en el consultorio médico, es decir, en todas partes. Por alguna razón, la gente cree que tiene algún derecho especial que les otorga el privilegio de tocar las cabezas de mis hijas, agarrarles las manos, obligarles a que saluden y pedirles besos o abrazos.

Ya, ya. Me dirán que soy una exagerada, que sólo piensan que son lindas, que se emocionan al ver a los niños, y que, además, no está mal que saluden. Táchenme de lo que quieran, pero no tengo ganas de que un extraño toque a mis hijas, ni siquiera sus manos. No sólo no quiero sino que no lo permito. Vuelvo a decirlo, no tienen derecho.

La sociedad piensa que esto es lo común porque, desgraciadamente, estamos bombardeados de imágenes que nos hacen creer que esta debe ser la “norma”. Todos los políticos tienen alguna foto con un niño de bajos recursos a quien abrazan, cargan o agarran la mano. Hemos visto, porque nos lo enseñan constantemente, a representantes de una empresa entregando premios o regalos a niños para su campaña de marketing. Claro, como si los niños fuesen objetos que tienen que cumplir las expectativas de los adultos. Claro, como si no fuesen personas que entienden completamente lo que pasa a su alrededor. Lo entienden diferente que los adultos porque lo entienden con el corazón y no sólo con la cabeza, pero lo entienden. Y como el corazón está devaluado en esta sociedad, pues a los que sienten se les trata subestimándolos.

Los adultos solemos creer que los niños y niñas no comprenden lo que les decimos y, por eso alargamos las palabras o hablamos con tonos más agudos. Creemos que siempre tenemos que “enseñarles” algo, inclusive a aquellos que no son ni nuestros hijos. Pensamos que tenemos que actuar de manera diferente con ellos. Sin embargo, cuando uno los trata con total respeto, con la seguridad de que tienen la capacidad de entender su entorno, te das cuenta de que hay formas de interactuar con ellos en las que se crea una relación simbiótica y en la que las dos partes, especialmente la adulta, tiene mucho que aprender.

Si hay algo que quisiera comunicar a mis hijas es que sólo ellas determinan quién les puede tocar, así sea simplemente darles la mano. Que los mayores no tienen el derecho a darles ordenes sólo por el hecho de ser mayores y, peor aún, a pedirles que hagan cosas que van en contra de sus deseos. Yo les digo y les seguiré diciendo a mis hijas que no tienen por qué dar abrazos, besos o la mano a quien no quieren, ni si quiera a mí. Son sus derechos.

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