Olor a nardos

Julia Rendon
El Circulo
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3 min readJan 16, 2020

Desde esa cama que alguna vez también lo arropó a él, contempla la foto con el marco pintado de verde que tiene en su mesa de luz. Los dos sonrientes, se miran fijo. Su carita estaba más redonda entonces, pero siempre fue muy blanca, casi transparente. A ella le gustaba pasar los dedos por su frente ancha, acariciarle el pelo que era tan abundante, y tan negro.

Recuerda la conversación y sigue sin entenderla. Estaba acostumbrada a tener la última palabra en todas las discusiones con él. Hasta ahora le había servido ese tono bajo y triste junto con su cara afligida y la súplica de un no me dejes. Pero esta vez había sido distinto.

Decide no ir al gimnasio esa mañana. La rutina se ha fracturado, y ella solo quiere quedarse en esa casa, la que todavía tiene su fragancia. Con enorme esfuerzo camina hasta la cocina a prepararse un mate. Mueve lentamente la perilla para encender la hornalla. El calor le recuerda aquellos días en la casa de la playa. Se tomaban el micro temprano en la manñana y solían pasar cuatro o cinco días por allá. Solos, sin ningún amigo, ninguna tía, nadie que pudiese interrumpir su éxtasis de no tener que compartirlo, de que sea solamente suyo. No existía otro paraíso para ella.

— Necesito mi espacio — le había dicho, sentado justo ahí en esa mesa donde ella le había servido tantas cenas, tantos almuerzos — a veces me agobias y tengo que hacer una vida.

Ella sólo lo miraba, incrédula. Su cuerpo se sentía vago, con una ausencia a la cual no estaba acostumbrada desde hace más de veinte años. No podía entender el porqué quería irse. ¿Por qué dejar esto, si aquí lo tenía todo?

Parada ahí, siente que la pava le habla. El ruido que hace el agua al calentarse se parece a un grito, una risa, un silbido de niños jugando en el patio de un colegio. Piensa que no se ha preparado bien para este momento y que la casa está muy grande. Ya no tomará más mate con él. Se golpea suavemente el pecho, templando los dientes como si quisiera morderse, despertarse y darse cuenta de la realidad. Recuerda que él siempre prefirió estar con otra gente que con ella. Tan amiguero, tan ocupado, y ella siguiéndolo. Inclusive cuando era chico, ella lo persiguió. Ha vivido para atenderlo.

Se ríe pensando que, como una loca, había mañanas en las que pasaba por su colegio sólo para mirarlo jugar. Llegaba justo a la hora del recreo, se paraba detrás del árbol de algarrobo y veía su carita, sus muecas retozonas con esos dientes que, para ella, siempre parecieron de leche, hasta el día anterior, el de la conversación.

Él le dijo que quiere conocer el mundo, y será un mundo en el que no está ella. Que quiere conocer otro tipo de gente, y será gente que no es parte de su vida. Que quisiera pasear por otras calles, por otros barrios, por lugares diferentes.

Ella nunca quiso conocer el mundo. Se recuerda a sí misma con esa falda azul que le llegaba debajo de las rodillas y su pulloversito celeste del uniforme. Se pregunta si su mamá también la espiaba en los recreos desde algún árbol del colegio. Toda su infancia llevó el flequillo espeso, tremendamente oscuro. Nunca quiso salir de Lanús.

Sale al patio a regar sus plantas y aspira el aire que es macizo a pesar de ser primavera. Las flores han salido nuevamente y los nardos se han abierto, y entonces, todo su cuerpo se llena de su aroma. Nunca los había olido de esa manera. A ella definitivamente no le interesa conocer el mundo, oler los nardos, sentirse mujer. Para ella, la casa siempre tuvo perfume a niño.

*Texto publicado en el libro de relatos cortos, La casa está muy grande, de Julia Rendón, por Editorial Linda y Fatal, Buenos Aires-Argentina, 2015.

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