Quinta Feira

Andrés Pozzi
El Circulo
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5 min readSep 17, 2024

Era una quinta-feira como cualquier otra. Y después de casi un año en Brasil, todavía a veces debía cavilar sobre si quinta significaba jueves o viernes. Constatado, era jueves —y la semana principiaba el domingo, contra toda lógica secular. Recién había terminado de trabajar y antes de llamar a mi jefe para decirle que quería renunciar, me decidí así al mar: todo el estrés desaparecería una vez sumergido bajo el agua. Me recostaría después sobre la arena, siendo el stress solo una vaga reminiscencia.

Tomé el ómnibus que bordeaba la lagoa para llegar al litoral. Eran las 3 de la tarde mas mi reloj biológico marcaba las 7; en aquellos días en los que aún trabajaba para esta empresa alemana, mis jornadas comemzaban a las 5 de la mañana. Confieso que tenía horarios de nonno durante la semana, pero por otro lado, podía escaparme asimismo temprano para gozar del sol. Descendí con un puñado de personas y me encaminé por el sendero que conducía a la costa. Y que sensación hermosa, observar la desembocadura de la travesía que se abría a un incesante mar — la brisa arrostrando liviana mi cara — y la impresión de encontrarme en una pintura de Cezanne.

La playa parecía el Sahara; desértica tierra prometida, no había allí ni una Sara. Me dejé reposar sobre mi toalla, de espaldas a África, mirando al sol de obnubilados ojos cerrados sin siquiera quisiera comprehender algo; así, en mí explayado, sólo residía en apreciar el aprecio en residir.

El mundo se detuvo y si hubo algo durante esos minutos, en mi mente no se supo. Se pasaban por mis ojos en un negro telón de fondo fulgurantes formas, antes amorfas. Danzaban un vals sin estructura, sin partitura alguna: tan somnoliento cuanto lúcido lo bauticé el vals de las bacterias. Entreabrí los ojos y los entrecerré: fantaseé el mundo no me fuese más en aquél umbral.

Oí luego viniendo hacia mí un “vem avistar, tem aves na varanda” de alguna menina que en letanía hablaba al bar. Y fui apacible pasivo, fui indolente dolor: fui felicidad sin amor. No fui y entendí que Dios usufructuaba de un único y sencillo placer. Se me erizó la piel como las hojas se erizan con la brisa. Como de nuestra madre la risa.

Luego de un rato salí de la oníria y aún en un estado de duda respecto a la realidad, me dirigí al agua. Despaciosamente, las olas lamiendo mis pies. Atreviendo las rodillas entumecidas a un intempestivo frío. La sangre tremulante, la cintura frisada ante el avance y la panza ahora también ya sumergida. Bajé y me mojé, intrépidamente. Los escalofríos estremecían mis nervios, hasta que en fin me asenté y boyé. A la deriva boyé.

Regresé luego caminando, aferrándome con cada pisada a la arena, un poco tambaleando (y mis oídos en sensación de naufragio). Me sequé el semblante y las manos con la toalla y ahora así, fresco y relajado, me senté mansamente a leer. Sobre las páginas del Retrato se veía el cielo estaba versátil: ora nublado, ora soleado. Y ya habituado a una previsión imprevisible, tenía la mala costumbre de hacer siempre el mismo chiste: el clima debería ir a un psicólogo; pequeño silencio, el desconcierto y cuando arreciaba la intriga en fin decía: debería tratar su trastorno bipolar.

Sí, era un idiota.

En un momento dejé el libro junto a mi lado, y observé con ojos tan voluptuosos como curiosos en derredor. La franja de arena continuaba semi vacía, parecía una meseta: no había nada que llamase mi atención. Sin embargo, a unos treinta metros quizás, vi una sencilla chica sobre su toalla, en posición semejante a la mía. Agucé la mirada y sospeché fueses vos. La realidad segundos después me convenció: eras vos. Vaya uno a saber hacía cuánto estabas allí; ¿me habrías visto? Si bien el recuerdo de nuestra primera discusión en el bar no me era asaz grato, debía decirlo, tampoco quería ser descortés. Eras la “amiga” de mi amigo, y queriendo o no, parecías ser alguien con un portentoso bagaje — más allá de las diferencias que tuviésemos. Por otro lado confieso, había empezado a sentirme también algo solo en esa inmensa inmensidad. Sentía necesidad de algo, alguien, cualquier cosa fuese potable.

Todavía, tampoco quería ser invasivo; no sabía si acercarme y abordarte, siendo así tan directo — casi sin tacto. Pensé debiese darse naturalmente: un casual intercambio de miradas, algún disparador circunstancial, o quizás de camino al bar podría pasar simplemente junto a tu lugar. Dudé y decidí, por el momento, no actuar; a fin de cuentas eran las cuatro y media y aún quedaba sol. Quedaba playa. Y tampoco era que ardiese en deseos de entablar conversación.

Me quedé a leer plácidamente un rato más, en el tempo de la marea, respiraba maresia y exhalaba la ciudad. Pasado un rato me desperecé, como incitado de la inercia de un bostezo, varias veces; cuándo me di vuelta para ver qué hacías, de súbito me sorprendí al ver que corrías en desenfreno hacia mí, cosa que, de ninguna manera esperaba. Una bolsa de plástico se había volado, e impelida por tu verde consciencia, fuiste detrás, a la merced de los arbitrarios vientos del atlántico.

Hundido en mis cavilaciones no había sabido que hacer, y ahora estabas allí, frente a mí; te hablaría, diría cualquier sandez pero apenas hubiste tomado la bolsa con tus manos, te giraste en tus talones y volviste caminando, con exaltado paso, a tu lugar. Sin embargo era imposible no me hubieses visto. Me encontraba enfrente, tan directo cuanto posible en tu línea visual. Entonces me reproché, quizás no tiene el más mínimo interés, quizás solo quiere leer, no me reconoció o capaz ni siquiera se recuerde de la cena. Me deprimió un poco la perspectiva a la primera sinapsis, pero una vez recuperada mi impasibilidad, continué en mi lugar a leer. Sofoqué mis lucubraciones en ficciones ajenas.

Llegadas las 6 me propuse emprender el retorno a casa, se haría tarde caso contrario no me apresurase. Miré de soslayo antes de alistarme, y me pareció por un brevísimo instante me mirases. Sí: al menos tenías tu mirada clavada hacia aquí. Y no intuí cosa me quisieses decir. Desganado, junté mis cosas y las amuché en la mochila; mañana trabajaba y todo aquello había quedado en la nada. Me sentí desistido. En la parada del bus había una pequeña multitud, y lacónico ojeé el reloj.

Abúlico, observé las agujas en su natural trayectoria, intentando buscar, alcanzar el próximo segundo. Aparentemente estaban a decir: «Vous allez nous excuser, Monsieur — nous sommes en train de… » aunque nunca aseverasen «en train de» qué estaban. Tuve un impulso repentino de gritar: ¡Nos digan! Pero la voluntad ya no sabía el camino a mi garganta. Y de esto más allá: je ne parle pas.

El colectivo vino retrasado.

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